Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
SACRAMENTO, 1. DON EUGENIO SE HA TRAÍDO DE ITALIA UN ÁNGEL NAPOLITANO
Importante labor cultural de España
(Entrevista con Rafael García Serrano, Arriba, Madrid, 8-VII-1949)
Es la primera vez que visito el famoso casón de Sacramento, la residencia donde vive, trabaja y está tranquilo don Eugenio d’Ors. Mientras el ilustre filósofo termina de charlar con su amigo y discípulo Aranguren, yo le doy un repaso visual a la habitación. Balconada sobre un amable y tranquilo patio, mesa de trabajo —luego he sabido que en este cuarto no trabaja don Eugenio—, biblioteca, vistas a dos esculturas de atletas clásicos, dos estupendas reproducciones, una de las cuales tiene en el pedestal un pequeño candelabro. La vela roja se ha consumido hasta el fin y los goterones de la cera tienen un aire de claveles falsos: Andalucía al pie de los olímpicos. Sobre la mesa una purera de tres cigarros: unos de los compartimentos está vacío; otro contiene un lápiz; el tercero parece guardar un puro, pero en realidad es la punta de la pluma de don Eugenio lo que asoma por allí.

Don Eugenio acaba de regresar de Italia, donde dio dos magníficas conferencias, en Roma y Milán, y donde su magno saber y su conversación maravillosa han encantado a todos cuantos le conocen. Este es su viaje número cuarenta a Italia.

—Vengo —me dice— enriquecido con un nuevo ángel. Me lo ha regalado Mario Ponce de León, nuestro cónsul en Roma. Pertenece a su espléndido «presepio» napolitano. Además traigo una legión de ángeles pequeñitos que me han regalado algunos artistas milaneses y romanos.

Cuando le pregunto por el Instituto Español su respuesta es rápida y precisa:

—Está muy bien orientado. La iniciativa del embajador, Sangróniz, ha encontrado en Álvarez de Miranda un justo ejecutor. Verá usted —añade—: hay una definición de la escultura que viene perfectamente a esta tarea de las relaciones culturales. La escultura consiste en quitar a un bloque de mármol todo lo que le sobra para la estatua. La misión de las relaciones culturales, igualmente, en esencia, consiste en quitar al bloque confuso de dos pueblos todo lo que le sobra para encontrar su unidad. Prescindir, más que añadir. Evitar la ganga nacionalista, los hechos diferenciales —todo aquello de lo cual se quiso hacer, impíamente, literatura—, hasta tropezar con el fondo de unidad común.

Don Eugenio hace una pausa y continúa:

Me parece muy importante que los centros culturales estén conducidos por un filólogo clásico, como en el caso de Álvarez Miranda. Álvarez Miranda ha editado el Fedón de Platón, y su mujer, entonces condiscípula suya, corrigió las pruebas. Bien; quiero decir que en estos centros estudiosos, donde se abarcan muchas disciplinas, se dará de este modo directivo papel preponderante a las humanidades. Mientras la filología románica da importancia a las particularidades, la clásica une, traba, universaliza. Por tal razón me parece que al frente de toda tarea de eso que llamamos relaciones culturales deben estar o filólogos clásicos o bien filósofos. Los filólogos románicos o los historiadores son menos deseables. Los primeros están en el cogollo del saber; los segundos andan por las ramas del saber.

Voy tomando unas notas pensando en que lo mejor de todo —y lo más interesante para el lector— es procurar seguir humilde y fielmente la estupenda línea conversacional del maestro.

—En Italia la tarea de relaciones culturales puede ser eficaz; se ha demostrado ya que positivamente es eficaz. Todo esfuerzo rinde allí una espléndida cosecha. Yo he podido advertirlo a través de mis propios escritos: la idea del barroco, la de la imperialidad de España, la doctrina de la inteligencia, todo ello ha cuajado. No existe hacia nosotros ninguna prevención, y, por otra parte, la gente italiana lo entiende todo a las mil maravillas. Dionisio Ridruejo señalaba en una crónica el hecho de que toda la Prensa, toda, ha estado simpática con motivo de mi viaje. Como si no existiese eso que llaman por ahí «caso español». Italia, además, tiene una fuerte capacidad de olvido.

Coincido rápidamente con don Eugenio. Luego me habla de la expansión cultural española hacia el Sur. De Nápoles a Sicilia:

—Es curioso. En Milán, por ejemplo, cuando veía ruinas de la guerra, escuchaba a mis amigos decir: «Sí; vinieron unos aviones…» Pero sin precisar más.

Volvemos al tema:

—Convendría echar toda la carne en el asador en eso de las relaciones culturales con Italia. Y acaso intensificar nuestra acción en Suiza. Allí está la llave de Centroeuropa, que directamente no podemos tener. Hay una llave por lo alto, literaria, romántica, que es Alemania. Pero en Suiza coexisten Roma y Germania, y los suizos no tienen prevención ninguna ante lo español, aunque fuerza es reconocer que se está retrocediendo en aquel país en cuanto se refiere a la producción intelectual española.

Don Eugenio repasa los centros culturales españoles en Italia: Instituto, Academia de Bellas Artes, Colegio de Bolonia, treinta nuevos lectorados…

—Hacen falta una biblioteca con mucho fondo y una librería. La librería, con la Prensa y los libros de España, creo que se inaugura uno de estos días, si no se ha inaugurado ya.

Don Eugenio recuerda al cónsul de España en Milán, señor Erice, un hombre apasionado por todas las cosas del espíritu:

—Con él y con su señora asistí a la representación de Asesinato en la Catedral, de Elliot.

Después me habla de la recepción ofrecida por el editor milanés Bompiani, en la que estuvo la flor y nata de la intelectualidad y de los artistas italianos. Los artistas demostraron un gran interés por la Academia Breve. El escultor Messina ha hecho un busto de don Eugenio, al mismo tiempo que uno de Papini. Hubo reuniones en el famoso Bagutta, en el jardincillo. Botempelli, antiguo fascista y hoy senador comunista, acudió a festejar a don Eugenio en la recepción de Bompiani, en una comida que dio el editor, y luego, a Roma, para no perderse la conferencia. A la conferencia asistieron varios cardenales.

—¿Qué nuevas cosas hay en Italia?

—Arquitectura y escultura, más que pintura. Un poco antes de la guerra comprobé en Venecia que habían aparecido nada menos que treinta escultores geniales. Todos ellos en torno a los treinta años. De los treinta, Martini ha muerto; pero comprobé que sus relieves de la Universidad de Padua habían quedado intactos. De aquéllos vi a Marino Marini y a Messina, académicos de la Brera milanesa, y al más joven de todos, Manzú. Todos empiezan con M. Los «eme» les llaman. Zanini es un pintor muy importante.

Viene entonces toda una teoría sobre el paisaje:

—El paisaje se emancipa y pasa a ser, de un fondo, un asunto completo. Triunfa la Naturaleza. Holandeses e ingleses adenantan lentamente en este camino. Claudio Lorena todavía ofrece en sus paisajes restos de obras humanas, sobre todo en forma de ruinas que mantienen un resto del antiguo sentido humanista de las artes. El siglo XIX hace que el paisaje triunfe de un modo rotundo. El humanismo se arruina y la Naturaleza vence, Panteísmo, etc., etc. El arte de hoy tiene un nuevo sentido humanista.

Y en este sentido, Zanini representa con su obra la introducción casi impertinente del elemento humano, arquitectural, en el paisaje. Él es arquitecto. Los elementos naturales aparecen humillados, tristes. Es como si Zanini devolviese la pelota a Lorena. Como arquitecto, Zanini está destinado a ser el antagonista de Le Corbussier, cuya arquitectura es funcional, revolucionaria y rusa. Lleva el Paladio a los edificios modernos, a los Bancos, a las casas de alquiler…

¿Vió usted a Santayana?

—Quise verlo. No hubo tiempo. Pude ir una mañana, pero descansaba. Tiene ochenta y seis años, y sus horas están muy ordenadas. No podía perturbarlo.

Don Eugenio me habla de filosofía. Compara la evolución de la pintura con la de la escultura. El evolucionismo y el historicismo están agonizando. El existencialismo es, según el maestro, el epílogo del historicismo.

—Los existencialistas comienzan todos diciendo lo mismo: «Traducir la crisis de nuestra época…» Para Platón, que operaba sobre la eternidad, esto hubiera sido una herejía. El pensamiento reciente vuelve al platonismo.

Don Eugenio se levanta, me trae un ejemplar de «La Fiera Letteraria». Hay un artículo de Luciano Anceschi. Se titula «Eugenio d’Ors e il ritorno de Platone».

En cuanto a poesía hablamos de Ungarelli y de Montana. Montana se ocupa mucho de música y escribió un comentario «Sonatina a cuatro manos con el infante», referido al discurso de don Eugenio en la recepción del infante en la Academia de Bellas Artes.

—Hay una muchedumbre de poetas jóvenes, igual que en España. Y esto es una tragedia, porque todos son buenos. ¿Ha advertido usted en nuestro tiempo el tipo de poeta malo?

Lo pienso un poco y digo que no, por si acaso. Don Eugenio sonríe:

—No hay un grilo. La revisión del poeta era más fácil con la métrica rigurosa, con las reglas visibles; inmediatamente aparecía el ripioso o el mal medidor. Hoy se prescinde de esta fórmula. Sentimientos buenos los tiene todo el mundo, y cada poesía produce su emoción. Es trágico —repite—; todos son buenos. Hay una historia que viene bien. En Olot hubo un paisajista formidable: Vayreda. Dirigía una escuela de paisajistas. Vacó la dirección y fue nombrado otro paisajista, Ivo Pascual, que, además de bueno, era un excelente pedagogo. Al año, la Exposición habitual me permitió descubrir que había sesenta excelentes paisajistas. Pensé: «Esto es un peligro social. En dos años los paisajistas serán ciento veinte, y en veinte años, mil doscientos. El cuerpo social no puede, lógicamente, absorber y recompensar a tal exceso de paisajistas». Entonces ideé la creación de una fábrica de porcelana y loza, destinada al superávit de paisajistas, porque las soperas se necesitan siempre y un paisaje no puede competir con una ventana. La ventana es más recreativa y más sugerente.

¿Qué soperas ha inventado usted para tantos poetas buenos?

—De momento, ninguna

Después el maestro me habla de Mario Tozzi; me enseña un cuadro que le dedicó: «La verdad y el engaño». Me lleva al cuarto negro, el cuarto para la filosofía. Están allí sus mejores ángeles. Sobre la mesa, esperando su lugar, el maravilloso ángel del «nacimiento» de Mario Ponce.

—Es como un Salzillo —comenta don Eugenio.

Luego se vuelve hacia otro lado y se pregunta a sí mismo:

—Pero, ¿dónde está ese otro ángel?

Me enseña otro cuarto de filosofía.

¿Cómo se llama?

—Vulgarmente, despacho. Y éste —me dice en un comedor que califica de mestizo entre Zurbarán y Emperatriz Eugenia— es el rincón del «Glosario».

Da a la plaza del Cordón. El sol entra por las mañanas como otro ángel, y cerca está un retrato de Goethe que don Eugenio compró en sus años de estudiante en las Universidades de Alemania. La casa es estupenda; la charla, encantadora. Fuera, un taxi va a medir mi maravillada atención en pesetas corrientes y molientes. Pero, ¡palabra!, todo resulta barato ante este prodigio de oir la charla de don Eugenio.
Rafael García Serrano
Madrid, 8 de julio de 1949

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Última actualización: 17 de febrero de 2006