Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
EUROPA Y SU UNIDAD EN LA PALABRA DE EUGENIO d'ORS
Una entrevista inédita del maestro con Ramón Eugenio de Goicoechea (La Jirafa, nº 16 (1958), pp. 8-9) (1)

Eugenio d'Ors acaba de regresar de una gira intelectual por Italia y Suiza. Coincidente su regreso con un momento en el que Europa está en el primer término de la discusión y la inquietud, creemos de gran importancia lo que Eugenio d'Ors nos diga de ella. Primero entre los españoles, acaso, en traer al terreno de las ideas vivas la idea de Europa y la idea subsidiaria de su unidad; defensor de Europa, siempre, contra todas las asechanzas de desunión, que lo son de su esencia, lo que él nos diga, tiene en esta hora, condición de antigüedad y de oportunidad: de vigencia, pues.
Vayamos, primero, a que nos diga algo de sus recientes jornadas viajeras. De esta anécdota, se acrecerá, sin remedio —dulcemente—, la Categoría.

—Dígame, maestro, dónde y sobre qué temas ha dictado usted conferencias.
—Primero, fui a Roma, para asistir al Congreso de Humanidades, organizado por Castelli. Mi ponencia trató de «La Gaya Ciencia», o del Humanismo, el Enciclopedismo y el Periodismo, orden de ideas substantivas de mis estudios sobre la Ciencia de la Cultura. En el Instituto Español de Lengua y Literatura, hablé sobre la Primera Bienal de Arte Hispanoamericano. Luego, ya en gira por las Universidades del Norte, cumplí estaciones en Génova, donde ofrecí el prospecto general de las variedades históricas de la Gaya Ciencia, ya enunciadas; en Milán, donde hablé sobre el Humanismo, en Brescia, Padua y Bolonia. En cada una de esas Universidades, fui nombrado miembro «honoris causa» de sus respectivas Sociedades de Filosofía.
—De Italia, ¿qué le ha sorprendido agradablemente, en lo cultural?
—Dos cosas, como colectivas, me han llamado la atención: el buen bachillerato y la seriedad de las muchachas. El bachillerato italiano, al contrario que las universidades, es lo que debe ser: cíclico y lógico. De él puede esperarse mucho. En cuanto a las muchachas estudiantes, o ya licenciadas, uno se admira del interés que ponen en sus quehaceres, de su aptitud, de la eficacia de su auxilio en los seminarios o en la cátedra.
—¿En qué orden cree usted más avanzado el pensamiento o la ciencia italiana?
—En la filosofía católica, con Federico Schiacca [Sciacca] a la cabeza. La influencia de su catolicismo aristotélico, es cada día más perceptible y decisiva para nuestra civilización.
—¿Cuál cree usted que es la función de Italia, en estos momentos?
—La función de los países mediterráneos es templar y dar solución a los conflictos, dar el sentido de la continuidad. De este modo, de acuerdo con esta función, fue Roma quien hizo un catolicismo vivible del catolicismo de los primeros tiempos, forzosamente inhóspito. Ahora, tiene que hacer lo mismo, en otro orden que el religioso: en el orden social. Hasta la Revolución francesa el catolicismo vivible de Roma fue el módulo de la convivencia social. Con la Revolución, las ideas tendieron a la anarquía, al salvaje, constituyendo una amenaza para la civilización. Frente a ella, se inventó una inepcia teórica que se llama Régimen Constitucional. En el siglo diecinueve se ha vivido con un revolucionarimso vivible, que es la Democracia. Lo de ahora, lo que ahora apunta o impera por todos lados, es el socialismo, que tiene que ser vivible, también. En Italia, parece perfilarse ese socialismo vivible que no destruya la civilización, la continuidad de la historia.
—Y de Suiza, última estación de su viaje, ¿qué me dice usted?
—Ginebra [¿Suiza?], es un país distinto de los países germánicos. Se diferencia de ellos por su incapacidad de civilización visual. Un arte clásico suizo, es inexistente. En los Kunst-Haus de Zurich y de Basilea, he visto exposiciones de arte moderno, pero, un verdadero arte suizo [¿clásico?], no estaba representado. En compensación, tal vez, Suiza tiene, y es admirable, una gran seriedad para el comercio de las ideas. Esta seriedad, esta aptitud, ha producido una cosa importantísima: la mejor prensa del mundo, es la prensa suiza. Y el periodismo es la variedad histórica de la Gaya Ciencia que corresponde a nuestro tiempo.
—¿Cree, maestro, que puede ser Suiza ejemplo de una Europa Federada, de una Europa unida, como usted viene propugnando desde hace cuarenta años?
—La idea de Federación ha logrado, sólo, dos representantes: Grecia y Suiza. La Federación representada por los Estados Unidos, no me parece ser una Federación real, ni puede serlo mientras existan cuestiones raciales. La idea federal no puede florecer más que en un pais en el que ningún ciudadano tenga remordimiento por la situación política de otro ciudadano cualquiera. Hay, en todo esto, una cosa importante y difusa: la pasión humana tiende a las dos dimensiones. No se puede separar la pasión de dominio y la pasión de felicidad. En Suiza, empero, la pasión de felicidad es la más cultivada. Por eso, ahora, sólo Suiza puede representar el ideal federativo.
—En sus Cartas a Tina, don Eugenio, publicadas en los Quaderns d'Estudi, hay una página fundacional de su pensamiento, en lo que a la cuestión europea respecta. Aquella en que nos habla de una misa, muy de mañana, en una ermita que mira al mar. «Como el sacerdote se volviera a bendecirnos, aconteció una cosa extraña», dice usted. «Sorprendió a mis ojos una especie de alucinación. Encima de la pared blanqueada, unas grandes letras azules, temblorosas, dibujáronse en el tiempo de un relámpago. Era una S, era una I, y, después, una R y una G — esta última ya más pálida… Y mi adivinación, entonces, avivada por el aire matutino, entendió sin sorpresa la palabra del oráculo. Sí: «Sacro Imperio Romano Germánico». Sí, la guerra civil entre Francia y Alemania es una guerra civil. Una guerra civil dentro de la viva unidad de Europa. Una guerra civil en su corazón. Hay una Europa viva —que, platónicamente, vale como decir: hay una idea de Europa—, Grecia la paría; la loba, la amamantaba. Quien señaló su forma, tras del gran crecimiento, fue Señor Carlomagno». ¿Podría usted, ahora, tras otra guerra civil europea y en la amenaza de no se sabe qué, explicarme el proceso generador de esta idea, su proceso vital, y, luego, sus consecuencias y su punto de vista, en este momento?
—En la segunda década de este siglo, al comenzar la guerra 1914-1918, se produjo en Cataluña una crisis, un examen de conciencia. El resultado fue la dispersión en francófilos y germanófilos, bien que cambiando el signo político de cada tendencia. Hasta aquel momento, las fuerzas llamadas de izquierda eran germanófilas. Lo eran desde la guerra franco-prusiana y la Institución Libre de Enseñanza. Las derechas, entonces conocidas por ultramontanas, se inclinaban hacia Francia. Al sobrevenir la guerra, y ayudado por la actitud general pacifista, se destacó en contra de Alemania el grupo republicano izquierdista. Hubo, claro, como repercusión, algún fogonazo izquierdista en el germanismo. Pero la influencia general fue francófila. Ante esta división, empecé a pensar en el caso de la guerra como enemiga de la cultura. Mi postura fue, pues, antibélica, pero no pacifista, a lo Romain Rolland. Creía en la totalidad, en la unidad en la cultura europea en los dos sectores, Francia y Alemania. La revelación del oráculo en la ermita marinera era cierta y debía ser vigente. Entonces, sólo al plantearme el problema e intentar la solución, al tercer día de declarada la guerra, comencé a publicar, en el «Glosario», las Cartas a Tina, que pronto, ahora, en su edición castellana, verán la luz con el título de Tina y la Guerra Grande, agrupadas en tres partes: «Paciente Europa», «Militante Europa» y «Triunfante Europa».
—Tina, ¿quién era?
—Tina, existió, sí. Era una niña prusiana, de siete años y medio, que conocí en una estadía bávara, poco antes de la guerra. Las cartas iban dirigidas a ella de un modo simbólico. La idea que me movió a escribirlas fue la de unas palabras que Maese Octavio de Romeu dijo a la señora Mammi, tras la presentación de Juan Cristóbal, el hijo de Romain Rolland. Fue en París, Rue Vaugirard, el 8 de diciembre de 1913, y decían así: «Sí; la unión idealista de Francia y Alemania. Más que unión, comunidad. Alemania, Francia, forman un gran Imperio único. Las glorias más puras de uno y otro país, ¿no son éstas[¿esto?]? El arte gótico, que puede llamarse francés, ¿no es esto? Enciclopedia y Aufklärung, ¿no son eso mismo? ¿No lo es Goethe? ¿No lo es Leibniz? ¿No lo es la amistad de Voltaire con Federico el Grande? ¿No lo es Nietzsche, aquel que ha llegado a escribir el dialecto de Hans Sachs, con la sintaxis de La Rochefoucauld?». Y, luego, como otro estímulo, aquello que decía el Pacarta [Pantarca] Octavio de Romeu, comentando la tesis de Houston Stewart Chamberlan, y, tal vez, contrariándola: «El Latino, sin duda, ha de ser considerado como una extremidad. El Eslavo lo tomaríamos fácilmente por otra. Entre el latino y el eslavo, lo Germánico, tal vez no sea más que una oscilación… La división se presentaría, sí, posiblemente: Latinos y Germánicos contra Eslavos. Y, en general, contra Oriente». Esto, y aquello a que esto me llevó: «Que una guerra civil no significa que sea ilegítima. Al contrario, Chateaubriand, sostuvo que únicamente las guerras civiles eran legítimas. Éstas son, por lo menos, las únicas en que el «¿quién tiene razón?» alcanza a un pleno significado. En las otras, la ideología parece, por el instante, secundaria. Un ruso tiene su razón de ruso para hacer la guerra. Un alemán tiene su razón de alemán. Cuando la cuestión se plantea entre un alemán y un francés, entre dos ciudadanos del Imperio Carolingio, es cuando hablar de razón, de razón a secas —de razón sin calificativo nacional—, empieza a tener sentido». Estas ideas, y la necesaria solución de la problemática por ellas planteada, fue lo que constituyó el germen y la esencia de mis Cartas a Tina, escritas al crecerse el conflicto entre Alemania y los Aliados, que constituyó para mí un problema y hasta un tormento. La suerte de Europa, de la Unidad de Europa, estaba ligada a él.
—¿Qué reacción hubo frente a este problema y los términos en que usted lo planteaba?
—La publicación de las Cartas duró tres meses. Antes de concluirse, el 27 de noviembre de 1914, publicamos un manifiesto, firmado por cuanta gente responsable quiso solidarizarse con nuestra idea, en favor de la Unidad Moral de Europa. Nuestro punto de vista equidistaba del internacionalismo amorfo como de cualquier estrecho localismo. «Al desear la victoria de cualquiera de ellos —de los intereses en juego—, decíamos, debe desearse para la totalidad de la república europea. No ha de ser lícito a ninguna de las dos partes en pugna trabajar por la destrucción completa del adversario. Menos legítimo, aún, del supósito nefando que supone a una de las partes excluída ya de la comunidad superior». El «Manifiesto», se publicó, entre otros diarios extranjeros, en el Journal de Genève, a instancias de Romain Rolland. Romain Rolland, que aun era Profesor de la Sorbone, vaciló, no en declararse pacifista, sino en declararse amigo de la Unidad Moral de Europa. Aulalt [Aulard] aun no había comenzado su campaña en contra de él, que le dejó sin la cátedra. Luego, Rolland, continuó en su postura independiente. L'Humanité, que era socialista, de Jaurés, reprodujo también nuestros términos, pero sin adoptar postura. Marcel Robin, en el Mercure de France, publicó un artículo hostíl, atacándonos por el capítulo de la espodástica [espudástica], o ciencia del trabajo, en la que por entonces me ocupaba. Eberhardt Voguel [Vogel], en el Allgemeine Rundschauns [?], publicó un trabajo, «Eugenio d'Ors, der Socrates der Modern Spains [?]», hablando de nuestra idea. Entre nosotros, aparte de la adhesión y la propaganda de Alfonso Par, el shakesperiano, y del naviero Ernesto Anastasio Pascual, para no dar otros nombres, recuerdo a Juan Llongueras y a Román Jorí, que, en Ciutat, de Tarrasa, y en La Publicitat, de Barcelona, respondieron a nuestra llamada. José María Capdevilla, fiel discípulo y secretario del Movimiento de la Unión Moral de Europa, publicó, como suplemento de El Deber, cuatro números de un boletín, titulado «Correu dels Amics de l'Unitat de Europa». La Internacional, diario socialista de Madrid, se declaró partidario de nuestra propuesta, aunque no le dio forma oficial. Miguel de Unamuno, tomando pie en una interpelación mía, publicó un artículo mostrándose adversario de Alemania porque hacía ya mucho que se había sentido enemigo espiritual de Francia.
—¿Qué se hizo, luego, de la Unión Moral de Europa?
—Al concluirse la publicación de las Cartas a Tina, su raíz, que duró tres meses, y como consecuencia directa del Manifiesto, en las misma páginas diarias del «Glosario» se abrió un «Amplio debate», que duró tres meses más, en el que intervinieron las primeras figuras de la Europa litigante: Farinelli, Wossler [Vosler] y Doumerge, entre otras. Por aquellos días, di una conferencia en Bilbao, que anuncié así: «Defensa de Europa [del Mediterráneo] en la Guerra Grande». Más tarde, la Unión Moral de Europa, como movimiento activo, se disolvió dulcemente. Como idea, ha entrado a formar parte de mi Ciencia de la Cultura. Últimamente, he visto tentativas de su restablecimiento, como posibilidad histórica, como solución del problema, que, hoy como entonces, se le plantea a Europa.
—¿Podría decirnos algo de estas tentativas?
—Sí, un error común a todas ellas: el dirigirse a los parlamentarios, a los legislativos comunes. Sin pensar que los parlamentarios son aquellos que se ganan la vida cultivando las naciones. La tentativa del Conde Kalergi, es falsa, por política. Y lo es la de Denis de Rougemont, en Suiza, a cuya llamada salió Churchill, en Fulton. Y la tentativa, en el intermedio, del Príncipe austríaco de Rohan, que celebró Congreso en Barcelona en 1929. En este Congreso, el representante de Austria era el propio Rohan; el de Italia, Botai; en nombre de las Uniones Intelectuales, y, de Francia, vinieron Lanjevin [Langevin], el físico, del Colegio, y Gioni, el novelista. Presidente lo fue el Duque de Alba, que no asistió a la clausura, y se hizo representar por Antonio Goicoechea. El discurso de Goicoechea fue el de un político. No fue, pues, el discurso que la idea congregante requería.
—Y, de la Sociedad de Naciones, ¿qué me dice? ¿No cree usted que fue un intento de unión, aunque no solamente europeo, tendente a lo adhesivo, que Europa podría haber aprovechado?
—La Sociedad de Naciones fue un intento parcial y nocivo. Por aquel entonces, formaba yo parte del Comité Internacional de Cooperación Intelectual, que se reunía en Paría, y tuve ocasión, más de una vez, de señalar su pecado original. En lugar de una Sociedad de las Naciones que tuviese subordinada una Oficina de Cooperación Intelectual, debió ser una Oficina de Cooperación Intelectual que administrase subordinada una Sociedad de Naciones. Para toda Unión de Europa hay que comenzar por una Unión Universitaria. A la vista del reciente Ejército Europeo, puede uno lamentarse: «Qué lástima. El mundo de Europa ha comenzado a tener un Ejército Común antes que tener una Universidad Común». Napoleón fue quien inventó la Universidad al servicio del Estado. La ordenación de Europa establecida a consecuencia de Napoleón y de su paso, ha concluído hace mucho, pero, en esto, aún impera. Lo primero que hay que hacer para la Unión Europea es arruinar por su base todos los nacionalismos. Yo, particularmente, no he querido nunca que mis obras se encasillasen en la sección de autores extranjeros. La nación es indefinible, como la patria. Pero, en la Edad Media, cuando la fundación de los nacionalismos, nación tenía sentido de origen. Así La Camarga, la nación guardiana, tierra de los caballos. Hay que inactualizar el folklore y comenzar la unificación de las obras comunes, como se ha hecho ya en los Correos. Creo, con el Dante, que el mundo no conocerá paz hasta que el Imperio Romano no esté restaurado: el Sacro Imperio Romano Germánico. Hay que volver a la noción de Europa como una idea viva colectiva, como una empresa común. Cuando formaba parte, a instancias de Gabriela Mistral y nombrado por Primo de Rivera, de la Oficina Internacional de Cooperación Intelectual, y en ocasión de prepararse un Congreso Internacional de Folklores, a celebrar en Berna, propuse que se trastocase, en cada objeto, la mención del país de origen, mezclando las fichas. Mi propuesta fue rechazada, pero, si se hubiera cumplido, se habría visto que es igual un bordado búlgaro que un bordado de lagartera. Europa, en su esencia, en su Categoría, es Una. En estos momentos, empero, hay que tener en cuenta que, para una viabilidad de hecho, ha complicado la cuestión la existencia del Bloque Eslavo.
—¿Qué módulo político cree viable, en esta hora europea?
—Al módulo político se llega por sí solo. Módulo político, en cierto modo, ya lo son los tratados y convenciones. Su inconveniente es la caducidad. Desde el momento en que la caducidad [?] sea inmoral no se conesta. Lo malo del nacionalismo es que conesta el crimen. La solución, tal vez, estribaría en un procedimiento ruso-vaticano: aristocrático en la base, democrático en la elección. Rusia, por un lado, ha sido el único Estado al que ha cabido la suerte de tener, a seguido, dos soberanos, o jefes, buenos: Lenin y Stalin. Buenos, en la acepción de su eficacia en lo que respecta a la continuidad política, nada más. Suerte que España, cuando fue Imperio, no tuvo. Carlos I era un soberano ecuménico, Felipe II un soberano nacional. Roma, por otra parte, con el Pontificado, presenta la objeción a Rusia: en el Solio Pontificio, más de una vez, se ha dado el caso de dos soberanos buenos, continuando el uno la obra del otro. De aquí que, en la catolicidad, en la ecumenicidad, esté la salvación de Europa. El procedimiento, podría ser el del Sacro Imperio Romano Germánico, a base de electores, monarquías, repúblicas o hasta ciudades. De hecho, el sistema conoce una posibilidad: los países mayores limitan el sentido de la elección. O sea, sucede lo que los griegos llamaban una anfixionía [¿anficcionía?]. En este sentido, los Borbones constituyeron en Europa una anfixionía [¿anficcionía?] francesa, tanto más notable cuanto tenía enfrente los restos de un Imperio: Austria. Pero, pese a todo, hay que llegar a la Unidad Europea. No puede, un hombre hijo de un lugar de Europa, sentir extranjero al hombre hijo de otro lugar, como ahora aún sucede. Todas las legislaciones de extranjeros han ocupado el término medio entre extranjero e indígena. Pero no es suficiente. Hace falta algo más profundo, más vivo. Finjamos un encuentro de dos extranjeros [¿hispanos?] en Centro Europa. Los que tienen la costumbre de vida hispana, no son extranjeros. Imaginemos, siguiendo con la idea, un grupo de extranjeros que tengan un lazo de unidad tan vivo como los hispanos. Imaginemos una situación de identidad como los hispanos disfrutan. No se trata de una situación política: se trata de una situación de extranjería. En realidad, no ha habido más que un extranjero en la tierra: Judas Iscariote. Judas besaba la mejilla de Cristo, para señalar al Maestro, porque Judas hablaba por signos. Extranjero es el hombre que siente como si el otro hombre fuese de otra especie. Hemos de llegar a sentir, todos, la realidad de que somos de la misma especie, estos y aquellos hombres. A ello habrá ayudado, ciertamente, el Congreso Eucarístico, de Barcelona. El Congrso, ha colocado el nivel de la fraternidad más cerca de la comnidad, de la igualdad, que de la diferencia específica y perdedora. Esperemos de él.
Con estas palabras de esperanza cerramos el diálogo. Eugenio d'Ors —la mano en la barbilla, en actitud meditabunda—, iluminado por la fltrada luz que entra del jardín recoleto, nos ofrece la imagen viva, cierta, de una Europa que no puede concluir. La importancia de Europa, al fin y al cabo, estriba en ser una forma de pensamieto, de cultura. Una República de Ideas y Matrices, diciéndolo con frases de este europeo universal.

(Madrid, junio de 1952).

(1) Esta entrevista se publicó precedida de la siguiente nota editorial: «Ofrecemos a nuestros lectores una entrevista inédita del Maestro Eugenio d'Ors con Ramón Eugenio de Goicoechea, que a partir de este número pasa a engrosar el número de colaboradores ilustres… El interés de dicha entrevista —que en el momento de celebrarse no pudo ver la luz— no es necesario que sea ponderado; los lectores juzgarán por sí mismos… Con su publicación creemos aportar un testimonio preciosísimo para el conocimiento del pensamiento orsiano, y contribuir con el mejor de los homenajes al recuerdo de quien desde hace cuatro años reposa en el cementerio de Vilafranca, a la sombra de los cipreses más altos de Europa».

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Última actualización: 1 de agosto de 2008