Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
"CONVERSACIÓN CON LOS LABIOS CERRADOS"
(por González Ruano, Arriba, 26-IX-1954)
Quien tenga en la memoria o guardada entre sus papeles, la "conversación" que tuve con Eugenio d’Ors hace poco más de dos meses en su ermita de Villanueva y Geltrú, "conversación" que tal vez, con las que son sus últimas fotografías publicó Arriba podrá darse cuenta ahora del extraño valor patético, de la premonición fúnebre que presidía su clima literario. Entre las ramas de nuestra conversación, helaba los calores del verano el sol esmerilado de la muerte.

El maestro -maestro de tantas cosas- no quería que yo publicara aún lo que yo necesitaba publicar, sabiendo que podía todavía.
—Estoy en crisálida. Espero vivir en septiembre. Preferiría que habláramos ahora sin fin determinado. Me gustan las cosas exigentes, sistemáticas. Tengo horror por la improvisación.

Y añadió, disculpándose:

—Estoy provisional, convaleciente. ¿Sabe usted que Villafranca me ha ofrecido dos tumbas?

Era muy triste oír aquello, dicho en una larga sonrisa, en el eremitorio sobre cuyos muros daban ya sombra unos cipreses niños, plantados por sus manos temblorosas en aquel labio aldeano del mar.

El estudio de d’Ors, en la Ermita de San Cristóbal, tenía los muros pintados de amarillo. En el testero principal, una chimenea y sobre ella, en un fanal demasiado grande, una Virgen mínima y una cabeza varonil de mármol muy martirizado, una cabeza de dios decapitado que aun parecía sonreír a la ilusión desesperada de su culto. Eugenio d’Ors, ante mis protestas amables, insistió:

—Sépalo usted: Villafranca tiene un cementerio bellísimo. Tal vez allí están los cipreses más altos del mundo.

No podía ya apenas levantarse de su sillón de paja. "Sus piernas -anoté entonces- quedan más lejos que su cortesía".

Llegaban ruidos, grandes ruidos hasta nosotros. Si él no me lo explica hubiera sospechado todo menos lo que era: la instalación de un ascensor en aquel eremitorio que apenas requería escaleras.

Habló de Lidia de Cadaqués. Otra vez su palabra necesitaba glosar la muerte.

—Iremos al cementerio de Agullana y colocaremos en él una lápida. Su emplazamiento es difícil. Lidia no tiene sepultura propia.
Sabía yo que acababa de entregar a la imprenta su Verdadera historia de Lidia de Cadaqués, aquel personaje real y sin embargo casi onírico, dulce y a veces iracundo de locura, que murió hace poco de manera bien triste, bien injusta, tal vez para quien había inspirado gran parte de la obra dorsiana, creyéndose muchas veces incluso la misma Bien Plantada. Le pregunté en qué consistía el epitafio. Él no lo recordaba bien.

—Aproximadamente empieza así: "Aquí reposa, si la tramontana la deja, Lidia Nogués de Costa".

Hablamos también en aquella conversación de la Bien Plantada, y creo que por primera vez Eugenio d’Ors me reveló la identidad de esta extraordinaria mujer, enseñándome un retrato suyo. El tiempo había empezado a hacer en la fotografía sus melancólicos estragos. Un rostro helénico, más de Apolo que de Venus. Un rostro hermoso y frío. Sus ojos miraban a un punto lejano. La dama parecía estar ajena a todo cuanto pudiera rodearla, ajena a sí misma. Ajena y lejana de sí misma. D’Ors me dijo que no la había llegado a tratar nunca. Que ella no supo jamás o no quiso saber su obstinado homenaje.

—Permaneció siempre indiferente, lejana a todo aquello.

A la hora de hacer unas fotografías el editor don José Manuel Lara, que me acompañaba en esta visita, y yo tuvimos que insistir mucho en ello.

—Estoy sin afeitar. Me va usted a hacer unas fotografías de urgencia quizá innecesaria.

Y me habló entonces de que fuéramos juntos a las fiestas de Villafranca el 31 de agosto.

—Entonces podríamos hablar.

El mar, el mar antiguo y culto, en cuyo fondo sueñan brazos de mutiladas Venus de Roma, de dioses de Grecia, tinajas que llevarían óleos y vinos fenicios, galeones corsarios, voces muertas de Argel, entraba por las cuatro ventanitas del estudio. Mejor dicho, por tres de ellas, porque la última cerca de la cual, en un ángulo, estaba la mesa de trabajo, muy sencilla, casi una mesa de delineante pintada de negro, estaba herméticamente cerrada. Sobre el tablero luchaba tímidamente con el sol la luz débil de un quinqué extrañamente encendido de día. Pero el mar apenas podía decir su canción por el ruido que armaban los obreros que instalaban el ascensor. Ahora, al tener precipitada noticia de su muerte pienso yo si Eugenio d’Ors habrá llegado a subir alguna vez en este ascensor o si servirá solamente para bajarle.

Parece que ha esperado justo a que el otoño empiece. No se habitúa uno así fácilmente a esta muerte, no por presentida menos urgente. No sabemos detalles a la hora de escribir estas líneas el justo momento de haber sabido que él ha muerto en la mañana de aguas claras, en la misma mañana, aquí de asfalto y cemento, allá de arena y de sal. Se resigna uno mal al saber que ya nunca entraremos a verle o en la Ermita de San Cristóbal o en su casa madrileña de la calle del Sacramento y que él, dulce y dramáticamente, no volverá ya él jamás a ensayar aquel gesto agobiado de vieja cortesía, con el que intentaba incorporarse de su sillón, inaugurando en su rostro fatigado lo que él hubiera llamado la circunstancia de una sonrisa.

Sin duda, Eugenio d’Ors representaba en el mundo de las letras españolas mucho más de lo que con frecuencia se había pensado. Nosotros, el grupo de Arriba, sí lo habíamos pensado siempre. Y uno de los mayores estímulos de quienes escribimos habitualmente en estas páginas eran sus artículos, donde vivía, por de pronto, tal vez la más fina aplicación de la cultura y de la poesía, del buen gusto civilizado a la anécdota contemporánea, que él sabía glosar como nadie dentro de un clima intemporal.

En la serie ya larga de esta galería animada y dominical, dos figuras que hasta hace muy poco tiempo estuvieron entre nosotros, ya tienen los labios cerrados para toda conversación. Hace muy poco fue don Jacinto Benavente. Hoy es Eugenio d’Ors, cuando mis oídos aun guardan el eco caliente y próximo de aquellas palabras suyas, tan patéticas hoy de recordar.

—Villafranca, sépalo usted, tiene un cementerio bellísimo.

Diseño y mantenimiento de la página: Pía d'Ors
Última actualización: 30 de noviembre de 2005