Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
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UNA ENTREVISTA CON EUGENIO D'ORS SOBRE ARTE
(La Estafeta Literaria, Madrid, 31-V-1944, p.21)
 
O CALLAR O HABLAR DE DIOS. NO HAY ARTE VERDADERO QUE NO SEA PROFUNDAMENTE RELIGIOSO, dice Eugenio d'Ors. El protestantismo expía en irreligiosidad práctica su intento de establecer actitudes religiosas sin transcendencia formal.

No es el grito agónico de Goethe fruto exclusivo del sentir romántico. La heliomaquia encorajinada es de todo estudioso, aun del filósofo bergsoniano para quien también el conocimiento más puro es agua de turbión vital. Pero en esta lucha por la luz hay una estrella polar oculta, una finalidad que no es «prima inter pares», sino magnífica piedra de Champilion para quien logra desenterrarla. En la misma Teología el tratado base y clave es el «De Deo Uno et Trino». Por ello, no es de extrañar que Eugenio d'Ors, al rematar la parte central de su Epos de los Destinos, recuerde la apreciación agustiniana de que «la razón humana es una fuerza que conduce a la unidad».

Y en medio de las ricas, múltiples y, aparentemente, desunidas páginas de sus Glosarios, desde La Bien Plantada, cuya pujanza se ejerce para el orden de unificación, hasta el prólogo —1942— a la última edición de la obra, en que estudia la confluencia de la personalidad y la historia en el «destino»; desde su concepción del cosmos, flexible y ambicéntrica, como la elipse kepleriana, hasta su teoría, de reminiscencia platónica, sobre las «ideas» en las que vida y concepto, intuición y discurso buscan la fusión, alienta un secreto impulso buscador de la unidad contra todo aquello que dispersa y separa.

Este eje secreto, activo y determinante, que no puede ser la idea-fuerza de Fouillée, se nos antoja que ha sido encontrado por el filósofo de los «eones» en un último ensayo, titulado «Filosofía de la Cruz». En la intersección de sus dos líneas matemáticas hay «por lo menos, un punto indivisible, un punto objetivo, algo a que no puede negarse ya ni aplicarse ninguna vacilación de relatividad».

No sólo su Ciencia de la Cultura participará, desde hoy, de esta claridad y se explicará por esta clave, sino hasta su misma metafísica. Tan es así, que el citado ensayo sirve como la mejor explicación de su tesis doctoral sobre Los argumentos de Zenón de Elea y la moderna noción de Espacio-Tiempo. En la crucifixión de la línea horizontal del «espacio» por la incidencia vertical del «tiempo», que es donde Aquiles alcanzará a la tortuga y la flecha dará en el blanco, tendrá lugar el acontecer histórico. Estas cruces, trazadas por el corte de las líneas temporal y espacial, son las que nos dan el supremo exorcismo que hace triunfar de la muerte a las cosas humanas, y en las que logramos el dominio «racional» de las horas. ¡La presencia protagónica de la Cruz, de la cruz que redime y salva!

Pero Eugenio d'Ors tiene, a más de la pasión por el diálogo, la del Arte. Él, que llegó a ver que el ritmo y la figura no son sino la síntesis de la unidad con la multiplicidad —la segunda en el espacio, la primera en el tiempo—, y alcanzó a rastrear que el barroco es una «constante histórica», por encima y antes que un simple estilo artístico, y rebasó la contradicción entre la fenomenal apariencia y lo numenal en ella contenido, entre Historia y Símbolo, por su teoría del «sentido», que reune en algo sintético el significado conceptual y la estructura material, supo descubrir, también, lo que llamó «ley de la gravitación de las artes».

Pero esta nominación se nos antoja casi anecdótica, por más que sea cierto el hecho de que «en cada época de la Historia de la Cultura una de ellas se convierta en centro de atracción para las otras». Se trata aquí de las artes, de lo plural y a lo sumo de leyes experimentales. Pero no del Arte en sí, de su punto de atracción.

Las páginas, ya citadas, nos hicieron sospechar que, tal vez en la Cruz, cuya virtualidad simbólica y quasi profética él defiende para la misma antigüedad antecristiana, hubiera un nuevo alumbramiento sobre la estética, sobre el arte y su centro indestructible de gravitación. He aquí por qué le hemos planteado el problema de las relaciones entre «estética» y «religión». Le hicimos cien preguntas referentes a la influencia de Guillermo Windelband en la estética como «ciencia normativa crítica», sobre el cultivo que de ella hicieron Oswald Külpe y Lehman, sobre el desarrollo paralelo de la filosofía y la morfología plástica. Derivamos luego al arte oriental y su diferencia de las formas mediterráneas, recordando que en 1922, ante los lienzos que se presentaron en la exposición parisina «Dalmau», había pintores, como Van Dongen, que, según él, eran de médula orientalista.

Pero Xenius terminó exigiéndonos una restricción en los temas.

—Sólo unos cuantos nos será posible ahora saludar, en el verdadero cosmos de problemas, levantado por su inquisitiva asociación de términos.

—Escojamos, en primer lugar, el de su distancia, vecindad, dependencia o unidad entre estos dos enunciados: Religión y Arte.

—Me acuerdo ahora —nos contesta— de aquellos libros que salían, hace cincuenta, hace cien años, con títulos parecidos a «Armonía entre la Religión y la Ciencia». Esto corresponde a una manera de concebir el espíritu como dividido en secciones, entre las cuales cabe acuerdo o disensión, relaciones o emulaciones parciales, como las que el criterio internacionalista establece entre los pueblos, y a los cuales se debe esta institución que dicen gloriosa, del Derecho Internacional, así como en la Sociedad de las Naciones y una incontable muchedumbre de guerra. Pero en la unidad viva del Imperio se identifican todas estas arbitrarias exteriorizaciones; al modo como en la unidad viva de las Humanidades se desvanecen todos los artilugios y pedanterías de la «literatura comparada» y de otras disciplinas del mismo tenor. El filósofo recién asesinado, Giovanni Gentile, defendería bien la suprema síntesis en que Religión y Arte se superponen, como dos aspectos de una realidad espiritual sola; a la manera como, si quiere usted un símil, el mapa geográfico político y el mapa orográfico de un mismo país.

Aclaramos la interpretación de esta síntesis y esta superposición en el recto sentido, ya que no se trata en ellas de que, en este mundo, la Religión pueda ser superada en otra forma superior y suprema, sino de las manifestaciones psíquicas que responden a la íntegra vida espiritual del hombre.

La plenitud del espíritu —continúa d'Ors—, que es siempre, a la vez, «concepto y expresión», se afirma aquí, como en cualquiera de las cuestiones, que, desde un punto de vista convencional o metódico, pueden suscitarse. Me gusta, como a Platón, emplear el vocablo «idea» para guarismo de esta síntesis. Ni hay arte verdadero que no sea profundamente religioso, ni un católico radical, un católico de sangre, puede concebir una religión que no sea esencialmente artística: ya sabe usted lo que les ha costado a islámicos y protestantes, y cuán duramente han expiado en irreligiosidad práctica, sus respectivos intentos de establecer actitudes y tradiciones religiosas desprovistas de pensamiento figurativo, de traducción formal.

—¿Se ha hecho algo decisivo en favor de esta tesis?

—Hace algún tiempo recibí de una Casa Editorial de París una «Historia de la pintura religiosa». A la autora —porque era una autora, y excelente—, le escribí agradeciendo la generosa invocación que en el curso de la obra hacía continuadamente de puntos de vista que me son predilectos, sobre el barroco, sobre los pintores españoles, sobre Poussin, etc.; pero protestaba al mismo tiempo del olvido en que tenía una, más fundamental: aquel, según cuya formulación, resulta imposible separar la pintura de los asuntos religiosos de cualquier otro género de pintura. Esto es tomar por base de la crítica los llamados «asuntos», base cuyo valor he combatido constantemente, tal como puede usted ver en…

—¿Las Tres lecciones en el Museo del Prado…?

—Justamente.

—¿Y su pensamiento se apoyaba?…

—De ello daba a mi corresponsal una prueba práctica fehaciente: que en su pretendida «Historia de la pintura religiosa» la tabla onomástica comprendía los mismos nombres, todos los nombres, exactamente los mismos nombres que hubiera comprendido una Historia general de la pintura, desde el siglo I después de J. C., hasta el siglo XIX. Y no comprendía los nombres de los pintores anteriores al Cristianismo, simplemente por la razón de que la posición convencional en que el texto había sido redactado excluía del concepto de religión a las religiones paganas. Y no incluía a los artistas florecidos con posterioridad a cierto momento del siglo XIX, porque tampoco consideraba religión al panteísmo, actitud que, en realidad, es religiosa —aunque falsa, claro está—, como lo revela el fenómeno de que la mayor parte de estos pintores, si no todos, fuesen, por antonomasia si no por definición, paisajistas, con una estética interior que involucra ya, por sí sola, un postulado íntimo de divinización de la naturaleza. Yo no creo que la auténtica posición íntima de un Monet sea distinta que la de un Haeckel. Tan lejos del humanismo está el uno como el otro.

—Siendo así, y dando por supuesto la trascendencia sobrenatural del buen arte católico, ¿qué contribución de formas aportó el Cristianismo a las artes?

—Creo que lo que debe plantearse es el tema de la posibilidad de esquemas morfológicos comunes a actitudes religiosas distintas. El Cristianismo fue un ejemplo muy elocuente de esta posibilidad. Cabe decir que sus primeras producciones iconográficas apenas si cambiaron el repertorio del arte antiguo. La arquitectura tomó para modelo de la Casa de Dios, el templo, el tipo de los palacios del Rey, o «Basileo», de cuyo modelo salieron las basílicas; y cuando se quiso figurar a los Santos Ángeles, se recurrió a la representación habitual de las «Nikes» o Victorias aladas. Fueron necesarios doce siglos para que, con el arte gótico, apareciera una morfología propiamente cristiana; mejor dicho, una morfología a la cual es costumbre atribuir tal calidad, porque lo que parece confirmado, sobre todo por los modernos trabajos de Strygowski, es que el goticismo puede ser considerado como un estilo, anterior al Cristianismo, de muchos templos y otras edificaciones, bien de la Siria, bien de la Escandinavia; y que su inspiración proviene, genéticamente, de la construcción naval; no, de ningún espiritualismo especial ni «ansias de infinito». Una catedral gótica presenta la forma, si bien se mira, de un navío invertido. La construcción naval, por otra parte, ha sido más de una vez en la historia fuente de inspiración para la arquitectura en general; ni es nueva la observación de que el modernísimo estilo llamado funcional, el estilo de los Gropius y Le Corbussier, debe no poco a los modelos de los trasatlánticos…

—¿Sirve este criterio para enjuiciar la estatuaria cristiana?

—La novedad de una iconografía cristiana, si la hubo, no duró en su exclusividad mucho tiempo. Cuatro siglos después de la aparición de las catedrales góticas, ya se volvía a las andadas y Miguel Ángel figuraba al Cristo, en el fresco del fondo de la Capilla Sixtina, que representa el Juicio Final, bajo la forma menos nazarena posible, con los rasgos atlánticos y lampiños de un Apolo. Pero, ¿qué más, si hasta el lenguaje —que también es arte— la Iglesia tomó y fijó definitivamente, para su uso, el de la lengua latina, no sólo perpetuando sus canon, sino impidiendo que jamás pudiese ser ésta considerada, con verdad, como una «lengua muerta», puesto que el latín cristiano viene extendiendo considerablemente la esfera nominativa del latín clásico, llevándola, por ejemplo, hasta las regiones de la filosofía, en las cuales el latín clásico había penetrado muy poco? La Escolástica es tan admirable a título de creación dialéctica, como a título de creación artística, de atribución y plasmación de un léxico latino aplicable a temas que carecían de él. Lo que le acabo de decir, relativamente a la adopción de formas léxicas, podría repetirse relativamente a casi todos los capítulos de la Liturgia. El Cristianismo ha estado haciendo constantemente lo que Menéndez y Pelayo llamó «verter el vino nuevo en odres viejos» y labrar «la forma purísima pagana», con pecho y corazón cristianos. Todo esto, entiéndase bien, cuando el cristianismo es católico. Lo primero que hizo el protestantismo, al romper con Roma, fue romper a la vez con el arte de la antigüedad clásica. Las imágenes fueron desterradas de los templos y Lutero se apresuró a verter la Biblia a lengua vulgar.

—Dentro de los temas de relación entre el espíritu y la forma, ¿qué opina usted de la relación entre las artes y las concepciones políticas, en cuanto a la gestación de nuevas formas plásticas?

—Recuerdo que, en 1934, nos encontrábamos reunidos en Venecia unos cuantos estudiosos del arte representantes de los varios paises cultos y convocados por el Instituto de Cooperación Intelectual. Los dos temas de «El Arte y la Realidad» y de «El Arte y el Estado» fueron examinados y discutidos con amplitud. Acerca del último se suscitó, era fatal, la cuestión de si, a la inspiración fascista, había de corresponder la invención de nuevos estilos en el arte. Había allí, venidos del extranjero, algunos que exageraban y que sostenían que sí, que era intolerable que las nuevas concepciones sobre el Estado no se tradujesen siempre a arquitectura, a pintura, a escultura, en nuevos modos. Fueron cabalmente los representantes oficiales de Mussolini quienes llamaron a estos temerarios a la sensatez. «¿Quieren ustedes ejemplo de revolución más grande y trascendental que el Cristianismo?», nos dijeron. «Pues el Cristianismo, al aparecer, no innovó en arte nada». Y predijeron que si nos enpeñábamos en sacar nuevos estilos de la cabeza, estos morirían en flor; arrastrando quizá, con su muerte, otra cosa que estilos. Los cuales, si acaso, habían de ser traídos, no por las improvisaciones del albedrío, sino por las sedimentaciones de la historia.

En este momento le comunican que el Ángel que piensan ofrecerle sus amigos de Valencia, no tardará mucho tiempo en terminarse. Será un ángel grande, con las alas replegadas. La oportunidad nos brinda el plantearle un problema particular de la iconografía católica.

—He aludido antes a la representación iconográfica del Ángel, que el Cristianismo naciente tomó, con la morfología, de las Victorias aladas. Ya es muy de agradecer que la prefiriese a la que literalmente hubiera cabido atribuir a los primeros Ángeles que comparecen en la Biblia, la morfología feroz de las cabezas de toro y las espadas flamígeras en las manos, la de los Kerubs o guardines puestos a la puerta del Paraíso, para impedir que Adán y Eva hicieran la probatura de volver a él. Esta humanidad de los orígenes, lanzada fuera del Jardín y arrojada a la guerra y a la muerte, se encontró, en su terrible orfandad cósmica, con dos alas enemigas que la flanqueaban. Por un lado, las bestias, las bestias anteriores a la domesticación, fieras amenazantes, que sólo el fuego podía mantener alejadas. Por otro lado, los Ángeles mismos, en función de guardia en contra de ella. ¿Habrá algo más conmovedor que esta doble epopeya primitiva, que esta doble hazaña de doma que, por un lado, convierte al lobo carnicero en perro fiel y, por el otro lado, acaba sustituyendo al Kerub de frente de toro por el servidor, conductor y consejero de Tobías? Bueno es, pues, que no queramos acordarnos en nuestras representaciones de la forma terrible de los primeros y que hayamos adoptado la humanamente amiga del segundo. Pero de ahí a que extrememos la obra de disminución, hasta convertir al Ángel de Tobías, adulto, viril, armado y zancudo, por itinerante —en la tabla de Pollaiuolo, que está, o estaba, en la pinacoteca de Turín (que no sé si a estas horas se llama real) es muy picante, precisamente, el contraste entre la anatomía alegre de Rafael y sus alas de buitre, con la enteca y grácil catadura de Tobiasillo, con las piernas finas como patas de insecto—, en la degeneración de esos cupidillos, de esos «angelitos» bebés, inclusive a veces con una cabecita y dos alas nada más, hay una distancia, que nuestra iconografía no hubiera debido salvar nunca y en cuyo fatal recorrido veo la causa de infinitos males. Entre ellos, del descrédito práctico en que ha caído, por la nota de puerilidad que suele acompañarla, la devoción a los Ángeles Custodios, convertida por muchos de hecho en una especie de vaga ensoñación poética, propia de los niños tan sólo, en guisa de las que rodean la fiesta de los Reyes Magos o de San Nicolás, en los países del Norte. En nuestros tiempos, y por culpa de estas cosas, parece como si el Ángel hubiese pasado a ser, por definición, el símbolo de la inocencia, cuando importaría tanto seguir viéndole como el representante de la Ciencia, de la más alta Ciencia, que puede pasarse del discurso. Ya sabe usted cuán decidido empeño pongo en la renovación, representada por el restablecimiento del verdadero sentido de lo angélico.

Ahora, el glosador se convierte en consejero.

—Haga usted también campaña contra los «angelitos», amigo mío, hágala usted, por amor de Dios. Al cual reservaremos siempre, según dogmática distinción, el culto de «latría», de adoración, que a Él solo es debido; sin perjuicio del culto de «dulía», o devoción, que debemos a los Santos Ángeles. Y que no nos detenga en la campaña ni el hecho de que la morfología del angelito, no haya sido traída exclusivamente, en lo histórico, por la tendencia barroca; ni de que un pintor tan clásico como Rafael haya puesto aquella pareja de «putti» en lo bajo del cuadro de la Madona Sixtina. Con todo el respeto debido al nombre, que ellos llevan y al de su pintor y, aunque anatómicamente no tengan con qué, a mí estos angelitos me dan tres patadas. ¡Cuánto hubiera preferido ver, en su lugar, la cúpula del Vaticano o, si cronológicamente esto era imposible, por lo menos el andamiaje que hubo de servir para levantarla!

A la salida, la tarde desciende cálida y <…> a las orillas del Manzanares <:> el tiempo es bueno parece ha<…> la presencia del propio Ángel de la Guarda.

GUTIÉRREZ DURÁN

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Última actualización: 3 de abril de 2006