Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
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LOS ESPAÑOLES PINTADOS POR SÍ MISMOS
(por Mariano Rodríguez de Rivas) (Arriba, 25-IV-1944)
«CREO QUE, EN RIGOR, SÓLO HAY VERDADERO PENSAMIENTO EN EL DIÁLOGO», DICE EUGENIO D'ORS A RODRÍGUEZ DE RIVAS»

Desde las ventanas se contemplaba un jardín interior abandonado. Eugenio d'Ors, al despedirme, contestó a la mirada que yo dirigía a la precoz fronda primaveral de este jardín:

—Volverá usted a verlo dentro de dos meses, de noche, cuando aquí se reúnan los amigos para oír, con los balcones abiertos y las bujías encendidas, un concierto de flauta.

De esta manera hemos cerrado nuestra conversación. El último secreto de nuestro visitado quizá esté en esto, en esta vuelta a la flauta, llena de explicaciones y citas mitológicas, en esta originalidad que supera incluso lo previsible.

Porque lo previsible en el filósofo, lo que tantos lectores en España y fuera de España han recogido, no milita a favor de la flauta, sino de la lira, dentro de la contienda eterna entre Apolo y Dionisios… Pero también dentro de cierto cuadro de respuestas, redactado un día en una especie de juego de sociedad que d'Ors llama «Psicoanálisis de bolsillo», ante la frivolidad de un cuestionario que suscita los rutinarios temas a inquisiciones de esta clase, y que, mientras preparaba esta visita, algún indiscreto me ha confiado, las confesiones de éste, que es a la vez teólogo de los ángeles y teorizador de la Entropía, pueden desorientar. Si la declaración de preferir entre los poetas al Homero de la Odisea o la de admirar a Goethe como supremo ejemplar humano están de acuerdo con la atribuída línea clásica, ¿no hay de otro lado barroquismo venenoso en contestar que entre las flores la preferida es la tulipa, «porque sigue siendo drama aun después de habérsela cortado», y desazón revolucionaria en decir, sobre la profesión que no le hubiera gustado ser, que ésta es «la de juez»?

A bien que después de nuestra entrevista, alguna de estas declaraciones se ha visto rectificada. El color preferido no es ahora, según acabamos de leer en el «Novísimo Glosario», el blanco marfil, sino el del mármol pentélico, rosado como «la miel del azahar». Y el lugar preferido para residir, los alrededores del Museo de Atenas, igualmente oloroso a miel de azahar; mientras que la primera respuesta había articulado con una precisión extraña: «En París, avenida de L'Observatoire, esquina a la calle de Herschel».

Por el momento, el rincón más viejo del más castizo Madrid abriga al viajero de tantas ciudades y de tantas ideas. ¿«Está ya tranquilo» quien tomó estas palabras como título de una de sus obras? —«Me gusta —ha dicho Eugenio d'Ors alguna vez— tener siempre las maletas a la vista en mi cámara. Me prestan el mismo servicio que el cráneo mondo en la celda del asceta».
* * *
—¿Y Barcelona? — le pregunto.

Tal vez le sorprenda a usted que le diga que mi gran pasión local en el presnte instante se va hacia Caravaca, en cuya devoción por la Vera Cruz pongo mi alma en estos días, en la espera de que mi cuerpo se encuentre allí el primero de mayo, y tras de haberles dejado de huésped, desde el año último, a mi ángel, que tarda en regresar, porque, según se infiere, le quedan allí algunas cosa por hacer. Ya sabe usted que este ángel vive también, sin haber dejado de vivir igualmente en Barcelona, en Écija y en Elche, y hasta, a pesar de la guerra, en la griega Delfos, de la cual soy ciudadano de honor, y donde entiendo que la figura de mi ángel ha de parecerse bastante a la del auriga de bronce, con su morfológica verticalidad de cañón. A lo que nunca se parecerá, en Delfos ni en parte alguna de la tierra, es al tipo del «angelito», esta adaptación cristiana del Cupidillo, escándalo de la iconografía. No sólo por lo que al exterior se refiere, sino en lo íntimo, por donde se ha venido a parar a querer ver en lo angélico el símbolo de la inocencia, siendo así que su representación suprema e insigne es la de la ciencia, la del conocimiento superior. El signo de la más alta ciencia es encontrarse emancipada del tiempo, aséptica de Historia. Como lo está el ángel mientras que el cuerpo del hombre está sometido al espacio y al tiempo y al alma; por lo menos, al tiempo…

De la Historia sólo quiere estudiar este filósofo las «constantes», que él llama «eones», y que busca por debajo de la capa aparente de los acontecimientos, de los fenómenos históricos. En cuanto al espacio, recordemos que uno de su héroes es su homónimo, el licenciado Eugenio Torralba, y que la biografía, preñada en símbolos, de este archiintelectual» constituye la última y definitoria parte del gran «Epos de los Destinos». Torralba, Fausto español, ubicuo tal como el otro Fausto, fue rejuvenecido, vive a la vez en Valladolid y en Roma. Y esto, en virtud de la amistad con un ángel, Zaquiel. Angélicamente también nuestro Eugenio se confiesa habitante, más, ciudadano, no sólo de los lugares dichos, sino de aquellas Universidades que le han conferido grados, como las de Coimbra y Aix-en-Provence. O de Ginebra, donde ha profesado, en un curso entero, sus tesis sobre la ciencia de la cultura. Y también familiar del castillo de Rue, en Friburgo, donde la castellana madame Andrée de Stoutz, bien conocida en la sociedad de Madrid por la representación diplomática que ostentó aquí su marido, tradujo con el filósofo, en largas sesiones laboriosas, el tratado de éste «Cúpula y Monarquía».

—Usted que es un filósofo —le digo— y, por lo tanto, un hombre que debe bastarse a sí mismo, ¿qué busca en el mundo? ¿Qué ha podido añadir a su obra el contacto con la reunión mundana?

—Nada tenía que añadir, puesto que su substancia misma la informaba. No digo precisamente la de lo mundano, sino, plenamente, la de lo social, de lo que se produce en la comunión de pensamientos, traducida en el diálogo. Mi continuo exorcismo es contra el monólogo, contra la soledad. Creo que, en rigor, no hay verdadero pensamiento más que en el diálogo. Pero no he gustado menos de comulgar, que en el de los sabios, en el de los artesanos, conocedores de su oficio. Y hasta con el hombre de la calle y con el hombre de la huelga. Oiga usted un recuerdo personal a propósito de éste: Hay algo misterioso en este destino que me conduce de tiempo en tiempo a renovar con los humildes de la tierra una especie de antigua alianza. Permítame usted, a tal propósito, evocar un recuerdo de niñez que no se me ha borrado a través de los años y que en circunstancias de mi vida no he tenido nunca necesidad de resucitar; tanto ha conservado el mismo un carácter de obsesión. Hacia el fin del siglo XIX las luchas obreras fueron en la ciudad industrial que es Barcelona particularmente activas. Se manifestaba mucho el primero de mayo. Estas manifestaciones, por otra parte, invadían a veces el paseo elegante en que los niños ricos eran conducidos por sus familiares o por institutrices. Y un día me aconteció el perderme en medio de esta muchedumbre, yo, criaturita pequeña, abandonado por la mano que la conducía. Me encontré entonces solo por primera vez en mi vida, solo en medio del pueblo manifestante, con mis manos enguantadas, con aquel famoso paletó forrado de piel de que tenía tanta vergüenza… La corriente de la manifestación que pasaba me arrastró incorporado a sus olas tumultuosas. Y de este modo ocurrió el que yo manifestase, sin saberlo y lloriqueando, en favor de la jornada de las ocho horas.

Una mujer manifestante se burló de mí y, era fatal, de mi gabancito. Otra rió muy fuerte oyendo a la primera. Pero una tercera, una obrera de fábrica —me parece todavía estar viendo sus cabellos muy rojos, a lo Luisa Michel—, viéndome en lágrimas, se me acercó, me acarició, hizo callar a las desvergonzadas y me dio la mano. Un poco después me confiaba al primer guarda municipal encontrado en el camino; no importa, yo había sido por unos instantes un manifestante más, un manifestante del primero de mayo.

El contacto de aquella mano ruda sobre la mía demasiado tierna he continuado sintiéndolo toda mi vida. Lo siento aún. Y fue una manera de pacto tácito, una alianza sellada para siempre.

Y acaso por esto, yo, filósofo encerrado en las especulaciones más abstractas, artista enamorado de los juegos formales de mayor refinamiento, escritor, a lo que dicen, oscuro, amigo de los medios más cerrados y de las sociedades más exquisitas, no he podido jamás, a pesar de todo, recluirme en la famosa torre de marfil de los diletantes egoístas y de que un impulso casi constitucional me haya siempre llevado a «servir», a intentar «hacerme útil», inclusive en las formas más modestas.

Cuando un día el filósofo le contaba esta anécdota, Frederic Lefèvre, que con él celebraba «une heure avec»… para «Les Nouvelles Litteraires», le preguntó:

—Las mismas obras de vulgarización no parecen haber repugnado a usted…

Eugenio d'Ors le contestó que convenía distinguir, evitando llamar vulgarizadoras a páginas de un orden de conocimiento sintéticos, traducidos a formas claras y vivas, que, sin embargo, no traicionan la complejidad ni la dificultad de los problemas. Cabe pensar, muy al contrario, que aquí nos encontramos en presencia de una actividad superior, en la busca del saber. La jerarquía de las inteligencias, según la Escolástica, que seguía a Aristóteles, coloca en el nivel más alto a aquellas que llegan a conocer mediante actos más sencillos, las de los ángeles, por ejemplo, y por modo supremo la de Dios. Cabe reclamar el título de «conocimiento angélico» para estas formas de operaciones intelectuales, que la impiedad persiste en no querer ver sino como forma de «vulgarización». Sócrates, manifestando su saber amenamente, en el mercado, tenía catadura de ángel, en contraste con la enseñanza pedantesca de los sofistas de su tiempo. Y ciertas obras de un gran alcance, a despecho de un exterior sociable y de buena compañía, reproducen la misma condición angélica…
Mi malicia insinúa aquí:

—Y en la Academia, ¿hay ocasión al diálogo?

—Relativamente…
* * *
 

Empiezo a penetrar, entre las espiras de esta conversación, en la unidad del hombre y de la obra.

—En rigor, yo nunca he escrito más que tres libros, a despecho de una apariencia casi escandalosa de poligrafía. En el primero, el pensamiento, siempre uno se encara con su propia unidad; éste es el sistema de filosofía a que he dado el nombre de «Doctrina de la Inteligencia», en sus tres partes, la Dialéctica, la Poética y la Patética, y sus dos aplicaciones, la Ciencia de la Cultura y la Angelología. La segunda obra es el «Glosario»; aquí el mismo pensamiento se encara con la rica variedad del mundo y de las cosas. La tercera obra ha consistido, sobre todo, en la acción: un esfuerzo por la Cultura en torno mío, una lucha por las luces, los sucesivos episodios de una «Heliomaquia».

Todo esto me concede una verdadera personalidad social, entendiendo la palabra en el perfecto sentido en que se incluye también la sociedad que forman maestros y discípulos.

—¿Qué opina usted, colocado en esta situación, de los orsianos?

—Nada más instructivo que este pasar unas ideas mismas por varias mentes, ganando en cada una un matiz nuevo y un acento original. Cuando se publicó una antología de trabajos filosóficos míos, con el título de «La Filosofía del hombre que trabaja y que juega», exigí casi de los colectores que se incluyeran, junto a los textos, sus propios comentarios, inclusive los que significaban disentimiento u oposición. No sólo en lo teológico es valedera la afirmación de San Pablo: «Conviene que haya herejes»… Y en cuanto a la producción, siempre he insistido en la gran moralidad del trabajo en equipo. Se lo recomendé a los artistas en París, cuando allí presidí el Primer Salón de Arte Mural; lo mismo les he dicho a los de Valencia en una conferencia reciente. Sólo mediante esta desindividualización podrán superarse un arte o una doctrina, eliminando lo que puedan tener de estrechos y limitados…

Aquí el filósofo se extiende en la explicación de su propia doctrina. Flotan en nuestros apuntes, en la hora en que los ordenamos, palabras dispersas y peligrosas: «barroco», «locura», «conspiración contra la inteligencia». Faltan términos extraviados, pasos perdidos de toda interviú con Eugenio d'Ors. En el momento de producirse el diálogo lo veíamos claro todo. Teníamos excesiva confianza. En definitiva, esto es lo que nos pierde y desorienta.

Ahora nosotros hemos vuelto a ser nosotros. Y Eugenio d'Ors se ha quedado en su sitio. Es decir, que la vida española tiene un orden todavía.


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Última actualización: 5 de junio de 2006