Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
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ENTREVISTA DE NORMA
UNA CHARLA CON EL MAESTRO d'ORS Y EL POETA MARQUINA
POESÍA Y TOROS.- LA LUZ DE GRANADA.
(Norma, Revista universitaria, S. E. U., Granada, nº 3, 1943-1944, p. 8)
por Francisco Serrano Castilla
En el Alhambra Palace y en uno de estos días en que Granada más nos embelesa al presentársenos con sus mejores atavíos —su luz, su sol, sus bellezas naturales, sus Fiestas del Corpus—, hemos tenido la dicha de sostener una larga conversación con dos figuras señeras de nuestras letras, de singular relieve en la España contemporánea. Hemos presenciado asimismo un diálogo entre las dos personalidades a que aludimos —Eugenio d’Ors y Eduardo Marquina— que transcribimos fielmente, pues nos han honrado destinándolo a NORMA. Ambos maestros han entrado ya de lleno en el campo de nuestra historia literaria, que les tenía reservadas una de sus páginas más ilustres. No hay español, por escasa que sea su cultura, que no baraje sus nombres, universalmente admirados y respetados, y este es el mejor indicio de la extraordinaria y justificada popularidad de que gozan ambos. Por eso nosotros en estas líneas no pretendemos presentarlos —lo que sería imperdonable— sino testimoniarles una vez más la admiración y respeto que les profesamos.
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El maestro d’Ors, el pensador de esta hora que vivimos, empieza el diálogo. Justeza, precisión, finura y tacto exquisitos, unidos a la autoridad de d’Ors, revisten sus palabras del mayor interés y hace que se apoderen por completo de la imaginación del oyente. d’Ors dice: “Marquina ha inventado incluso un tipo admirable de poesía en que se conjugan las esencias de lo poético y de lo oratorio, no en la forma declamatoria y siempre con relentes parlamentarios y peroraciones semilíricas como en tiempos de Núñez de Arce, sino con la gravedad casi didáctica impregnada de sabiduría de uno de aquellos vates antiguos que eran a la vez filósofos y legisladores y que se traducían en sentencias gnómicas cuya virtud substancial era la de poder ser conservado en la memoria de los hombres y de los pueblos como susceptibles de glíptica lapidaria. Hace muchos años que tengo esto dicho —nos dice d’Ors— y no he esperado para decirlo al magnífico prólogo que Eduardo Marquina ha escrito para una colección mía, también de sentencias, aunque en prosa, que ha de formar parte de la serie “Las Quintaesencias”, en que se resumen doctrinas y opiniones de los filósofos contemporáneos”.
Ahora, Eduardo Marquina toma la palabra y pese a sus temores, nosotros sólo sabemos decir que nos cautiva y que la amenidad, la belleza en el pensar y en el decir y la discreción acompañan siempre al inspirado autor de tantas páginas inmortales.
“Yo no sé decir —nos cuenta Marquina— por qué soy un hombre desmadejado que hasta que me he podido recoger y hacerme de una luz que necesito, aunque parezca extraño, no puedo escribir. Lo demás es conversación, abandono en la vida y aguas, que se va sola. Me maravilla esta cosa de maestría de d’Ors que en cada momento sabe reducir y encauzar su pensamiento, no solo recogiendo lo vivido sino encerrándolo en normas que sirvan para él y los demás. Esta fuerza es de tal naturaleza que no está contento d’Ors hasta que su pensamiento ha encontrado forma tan determinada y precisa que pudiera dibujarse. Esto produce un continuo tránsito de ida y vuelta entre su pensamiento y la realidad, de manera que no se sabe a veces si su pensamiento ha traducido algo ya existente o si las cosas empiezan a existir tomando cuerpo como en cumplimiento de su profecía. En el estudio de que se hablaba hace un momento, cito dos casos. En una comida académica hay una discusión sobre Norte, Mediodía, etc. Se habla mucho sin encontrar solución a lo que se discute, hasta que d’Ors viene a darla con una de esas fórmulas a que me refiero y que es la siguiente: la humanidad europea se divide en dos grandes grupos: el de los semidioses, que beben aceite, su dominio llega aproximadamente al nivel de Limoges. Luego empieza el de los comedores de grasa, que merecen todos ser llamados esquimales. d’Ors crea un tipo que es el de “la bien plantada” y anda en libros que se traducen a otros idiomas, etc. Este es el segundo caso al que aludía —nos dice Marquina— y yo encontré en un pueblecito de la costa catalana una viejecita, que conoció en su tiempo a d’Ors y me dijo muy seriamente que era “la bien plantada”. En efecto, ya veo que “la bien plantada” se ha apoderado de aquella alma y seguirá hasta el fin de sus días animando aquel cuerpecito que sube y baja para recoger la leña seca de la playa con que cocer su pobre colación de todas las noches”.
Nosotros, un tanto admirados, preguntamos si esta virtud profética, este don de que la realidad siga a la formulación intelectual tendrá tal vez ahora nueva aplicación en algo en que Eduardo Marquina es veterano profundizante y gustador mientras que Eugenio d’Ors es no sabemos si gustador o adoctrinador quizá bisoño. Nos referimos al arte del toreo en que un artículo sensacional salió de d’Ors sobre “Estética y Tauromaquia” y que ha movido gran revuelo en el mundo de la afición y en el literario, en el primero sobre todo, por la profesión de fe manoletista que allí iba singularmente acompañada por un vaticinio de confianza estética depositada precozmente en la figura de un novillero aún agraz: “El Albayzin”.
En lo que se refiere a Manolete —dice Marquina— debo contestar en un sentido afirmativo, de manera que mi antigua experiencia avala la opinión profana de Eugenio d’Ors. Creo efectivamente que el sentido barroco y colorista y disperso de los toreos románticos está borrándose a fuerza de impresionismo, que es su ruina y, en cambio, los valores plásticos y escultóricos redimen esta dispersión y llegan casi a lo estatuario en aquellas sabias y casi marmóreas quietudes de Manolete. Ahora habla d’Ors, que dice: “Sí, pero mucho me temo que esta opinión no sea por todos compartida. Desde luego, instintivamente no lo es. Pasando hace pocos días a pie en Madrid por la calle de Peligros, donde se exhiben en un escaparate unas fotografías de una faena de Manolete, oí que un chiquillo le decía a su novia, con quien se había detenido a contemplarlas: ‘Mira qué soso; parece una estatua’. Entonces me ocurrió pensar que la redención del impresionismo no va a ser demasiado fácil para el toreo como no ha sido demasiado fácil para la pintura. Tal vez convenga llegar paralelamente a la obra de la restauración estatuaria ritual ganadera otra como la que la pintura ha llevado de redención de las debilidades de color por la violencia del color mismo en disposición decorativa y casi substanciosamente caricatural como la que representa una estampa de Epinal al lado de un paisaje impresionista. Es éste el camino que veo posible para ‘El Albayzín’, y si esta vez, según la fórmula de Marquina, un pensamiento ha de engendrar una realidad, mañana nuestra admiración aplaudirá en ‘El Albayzín’ un torero de estampa de Epinal, un torero de sentido decorativo violentamente cromático. Que no escuche el joven novillero los consejos de quienes quisieren normalizarle. Su porvenir está en representar para el toreo lo que el baile ruso representó para el ‘ballet’ de la ópera”.
El tiempo ha transcurrido casi sin darnos cuenta, oyendo cosas tan interesantes de quienes se han echado sobre sus hombros la noble tarea de adoctrinarnos a los demás. Cuando vamos a marcharnos, viene Juan Carlos Goyeneche. Le saludamos y hablamos unos momentos con este hombre, argentino insigne, que pone todo su empeño en estrechar los lazos de amistad que unen a su patria con la madre España.
Nos retiramos juntos todos. d’Ors se detiene un momento contemplando la luz de Granada, que él tanto aprecia y que en cuantas ocasiones se le presentan procura resaltar, y pone el colofón a nuestra entrevista con los párrafos bellísimos que a continuación reproducimos: “Esta luz de Granada —dice— tiene una virtud delicada, que inclusive si en el artículo sobre “Estética y Tauromaquia” hubiesen cabido notas, hubiera salvado una excepción a lo que decía sobre la miseria cromática general en las fiestas. Aquí el abigarramiento de los toros, tan agrio en otras plazas, se suaviza en una atenuación hasta la gama de lo nacarado, que incluso tolera armoniosamente hasta la intromisión del gris cuando la tarde declina y se extiende la sombra en la plaza. Recuerdo en este sentido una corrida en la Plaza Vieja de Granada una tarde de Mayo. La suavidad era tan grande, que hasta se hizo un silencio absoluto en la casa de locos cercana. Pero, si tuviese que desgranar recuerdos estéticos granadinos, no acabaría nunca”
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Última actualización: 11 de enero de 2011