LA FIGURA DE EUGENIO D'ORS RESALTA
ESTOS DÍAS, CON SINGULAR RELIEVE, EN UN PRIMER PLANO DE LAS ACTIVIDADES
UNIVERSITARIAS EXTRANJERAS CON SU RECEPCIÓN COMO DOCTOR "HONORIS
CAUSA" EN LA UNIVERSIDAD DE AIX-EN-PROVENCE. RINDE ASÍ LA
NACIÓN FRANCESA UN FERVOROSO HOMENAJE AL PENSAMIENTO ESPAÑOL
EN LA PERSONALIDAD DE NUESTRO ILUSTRE COLABORADOR.
Un portal ancho y solemne, portal de casa señorial con robustas
y marmóreas columnas. Al fondo, un gran patio, y a la izquierda,
casi oculto, un ascensor.
Al entrar en este recinto familiar a las bellas artes nos hemos cruzado
con don Elías Tormo y con Manuel Benedito; ya en el zaguán,
con Marceliano Santamaría y Víctor Espinós; cuando
nos acercamos al ascensor, Clará y Eugenio d'Ors, que acaban
de descender, se nos aparecen como los más ilustres representantes
de la Escultura y la Filosofía en académica y amigable
convivencia.
Unos saludos. Caminamos hacia la calle Eugenio d'Ors y yo. Allí
nos espera un automóvil, que se desliza silenciosamente sobre
el asfalto mojado de la gran urbe, sobre el reflejo anegado de sus luces.
Una luz roja detiene la circulación, y en la pausa de este frenazo
aventuro mi primera pregunta al ilustre filósofo:
—A un hombre que escribe cada día sobre todo lo divino
y lo humano desde hace treinta y cinco años es inútil
pedirle confesiones. Cuanto pudiera decir lo he dicho ya. Mi estricta
intimidad no puede ser captada sin indiscreción, a menos que
se trate de algo tan pasado que habite en el mundo del recuerdo.
La luz verde ordena reanudar el tráfico urbano. El automóvil
serpentea ahora entre las esquinas del viejo Madrid.
—¿Cómo clasifica usted los recuerdos?— pregunto
a Eugenio d'Ors cuando llegamos a nuestro destino, esto es, al viejo
palacio señorial que es hoy la sede de la Enciclopedia Hispánica.
—Yo soy también un hombre sin recuerdos, porque siento,
sin interrupción casi, que en mi espíritu todo es presencia.
Esta función de «transformar la anécdota en categoría»
que he escogido como especialidad literaria, si la ejerzo en relación
con los acontecimientos de que soy testigo, más y más
inevitablemente se me impone con aquellos de que soy personalmente paciente
o actor.
—Luego —pregunto al maestro— su sistema de observar
las cosas y ese no tener que hacer confesiones ni que guardar recuerdos,
¿cómo lo practica y a qué razón se debe?
—Una amiga mía, gran viajera, decíame que a veces
yo miraba como el Cristo de la bóveda del templo de Dafni, en
el camino de Atenas a Eleusis; quería decir que contemplaba los
seres y las cosas con una especie de contemplación de Juicio
Final.
—¿Qué oponía usted a esa sutilísima
observación?
—Yo le contesté que tal vez ocurriría así,
pero a condición de que se entendiera al Juicio Final como inmediatamente
precedido por la Resurrección de la carne, o sea por algo que
trae a la contemplación no ya del mundo de las esencias, sino
también del mundo de las formas.
Esta encantadora glosa en miniatura ha sido elaborada por Eugenio d'Ors
mientras caminamos por la penumbra de un vestíbulo ornado por
grandes estatuas. Cruzamos justo a una amplia mesa de mármol
sobre la que reposa un globo terráqueo. Entramos en su despacho,
que es una habitación anchurosa con dos balcones voladizos sobre
la plaza del Cordón. Una gran mesa de trabajo. Libros y libros.
Revistas y papeles con el desorden que impone el ordenado trabajo del
maestro. En la pared, grabados y dibujos que nos hablan de las predilecciones
exigentes del primer crítico de Arte de España. Aquí,
una ilustre firma holandesa. Allí, varias firmas españolas.
Un búcaro con claveles rojos nos señala el epicentro oloroso
de la estancia. Los tejuelos, los hierros españoles de unas elegantes
encuadernaciones, nos denuncian los libros más amigos de Eugenio
d'Ors. Unos comentarios sobre algunos bellos volúmenes, y el
maestro continúa la charla interrumpida con ritmo y vocación
de glosa fluente.
—Lo constantemente presente en mí no es lo abstracto como
en la mente del matemático, ni lo concreto y material como en
las mentes históricas, sino lo concreto formal, es decir, las
ideas.
—Y esa evocación de sus horas pasadas, ese pasar al revés
la película sensible de la memoria en movimientos retardados,
¿forman «un fundido» en sus horas actuales, las tiene
usted presentes?
—Claro que puedo, esforzándome un poco, referir tal o cual
sucedido o evocar tal o cual dato de aquellas horas cuando no hay otro
remedio que hacerlo y no queda otra cosa que cumplir.
—¿Quiere usted aclararme esto un poco más?
—Sí; cuando eso que refiero resulta en el fondo «mentira».
Mentira, porque «fabricado», y objeto de una elaboración
artificiosa por mi parte, en que yo he necesitado inventar elementos
y no, simplemente, dejar que estos elementos pasaran por mí como
por un canal. De aquellas dos partes que se mezclan en la autobiografía
de Goethe Ficción y verdad, en mí lo episódico
es siempre ficción y sólo verdad lo perenne.
—Entonces, don Eugenio, ¿cuál es el sentido otorgado
a sus páginas?
—Por esta misma razón, y aunque a veces haya escrito series
de páginas cuyos conjuntos puedan llamarse, por ejemplo, «una
novela», «una biografía», esos conjuntos siguen
fundamentalmente siendo filosofía aún. Cuando el rey Midas
se transformaba en oro; mi magia —o mi condena, es igual—
consiste en que cuanto toco o me toca se vuelve metafísico. No
ya esta conversación nuestra, que por el interlocutor, el tiempo
que se le otorga y el lugar a que se le destina tiene derecho y deber
de aspirar a alguna cultura, sino en la más modesta interviú
relámpago y gacetillera, lo temporal debe quedarse más
allá de la puerta, como el paraguas mojado del visitante.
Eugenio d'Ors hace una pausa casi musical en lo que podríamos
llamar «variaciones conceptuales sobre la teoría del tiempo
cronometrado por un diálogo». Pasa del adagio
al cantabile, del tiempo de minuetto al maestoso
con una elegancia, a lo Mozart, de gran conversador de cámara
o, mejor dicho, de antecámara real.
—Debo confesarle que, obedeciendo a esta manera mía antihistórica
de ser, una de las palabras que más me repugnan en el vocabulario
es la palabra «evolución»; es, créalo usted,
la palabra típica del siglo XIX.
—Pero, ¿usted no cree haber evolucionado en el correr del
tiempo?
—Yo no creo haber evolucionado en nada, y cuando he estudiado
de cerca alguna auténtica personalidad, siempre he creído
observar en ella lo mismo.
—¿Quiere usted contarme algún ejemplo?
—Si; yo creo haber demostrado respecto de Pablo Picasso que nunca
hubo en su obra la pretendida «época azul», ni tal
o cual metamorfosis de estilo, y cosa parecida en el gran Swedenborg,
que fue simultáneamente toda su vida un visionario y un descubridor.
—Y refiriéndonos, querido maestro, a su obra trilingüe
—pregunto—, ¿no admite usted una especie de clasificación
en ella, un módulo verbal distinto, hijo espontáneo de
la flora retórica de cada lenguaje?
—Yo creo que no es menos arbitrario el suponer en mi producción
un período de expresión catalana y luego otros de expresión
castellana o francesa. El castellano ha sido mi lengua materna, como
hijo de antillana que soy; el catalán, la lengua de mis camaradas,
como estudiante y principiante literatio que fui en la Barcelona de
principios del siglo; el francés me fue enseñado por mi
padre cuando yo tenía ocho años, y franceses casi todos
los libros que comencé curiosa y precozmente a leer.
Del lema filosófico saltamos al tema crematístico, y yo
le pregunto a mi interlocutor por la primera retribución a sus
primeros artículos.
—Aquí en esto —me dice d'Ors— también
cualquier «evolución» me es ajena. A los veinte años
un coleccionista de arte me adelantó dos mil duros por unas páginas
sobre su colección. En cambio, el año pasado un diario
de Sevilla, que me había solicitado un artículo para su
número extraordinario, me mandó por él una suma
tan irrisoria que al recibirla, sin miedo a que me llamaran plagiario
del poeta persa Firdusi, que hizo, según cuentan, algo análogo,
se la di entera de propina al cartero que me trajo el giro como la recompensa
que le mandó el rey por un poema suyo.
—¿Tenían ustedes una gran Prensa entonces?
—Yo no lo sé; lo que ahora recuerdo es algo más
cercano en cuanto a publicidad, y es que en el verano de 1939 un editor
de Londres, al anunciar en sus catálogos la publicación
de mis diálogos Paris. Spectacles and Secrets, acompañaban
el anuncio de una semblanza en que se decía: «Eugenio d'Ors
era a los treinta años secretario perpetuo de la Academia de
Ciencias de Barcelona y director de Instrucción pública
en Cataluña. Hoy es secretario perpetuo del Instituto de España
y director general de Bellas Artes. No se puede, pues, decir que haya
prosperado en su carrera»…
Esta respuesta tiene aires de anécdota, así como Eugenio
d'Ors tiene en este momento el pie en el estribo y preparando un viaje
a París, rodeado de sus maletas, que conocen el rumbo entre dos
continentes, aún impone normas de serenidad a nuestro diálogo,
y en un bello párrafo que a duras penas logro retener en mi memoria
con la neta exactitud de sus bellos conceptos, me dice cuando ya vamos
hacia la estación del Norte:
—Puesto que en mi vida esta función de filosofía
que opera sobre el concreto es tan continua como inevitable, resulta
casi vano el preguntarme sobre el método y costumbres de trabajo,
avezado como estoy a mezclar constantemente «el trabajo y el juego»,
y este trabajo-juego con la vida toda. Dicen que San Francisco de Sales
había llegado a tal perfección en el arte de orar que
ya, fuese cualquiera el quehacer en que vacaran mente o brazos, su continua
oración no se interrumpía. Parecidamente yo en el filosofar.
Decir a qué horas y con qué hábitos transformo
las anécdotas en categorías me parece tan imposible como
decir cuándo y cómo acostumbro a transformar mediante
la respiración el oxígeno de la sangre en ácido
carbónico. Escribir, dictar, conversar, leer, estudiar, observar,
ensoñar y hasta viajar, nadar o dormir, pasan a ser únicamente
variedades apenas matizadas en sus respectivos estilos de aquel único
y avasallador ejercicio. Y lo mismo perorar o publicar. Y lo mismo el
hacerlo en forma de lección solemne o de charla amistosa, de
grueso tratado doctrinal o de ligero aforismo.
Es bellísimo el itinerario mental de Eugenio d'Ors; y así,
siguiéndolo, apenas si observamos la toponimia urbana ya camino
del tren de lujo que ha de conducirle a Francia.
Largos coches azules, empleados vestidos de marrón, mozos de
estación que transportan maletas cosmopolitas muy condecoradas
de etiquetas internacionales. Bellísimas viajeras abrigadas con
pieles, que evocan un pasado más feliz que el tiempo presente,
en una página frívola de Paul Morand, aunque en una versión
española de novela de bolsillo.
Eugenio d'Ors me dice todavía:
—Preparo ahora, mejor dicho, se prepara hace diez años
la maciza edición de la Ciencia de la cultura; por otra
parte, le Editora Nacional va a dar el Epos de los Destinos,
y muy pronto estará ya casi en los escaparates de la ciudad donde
ha visto la luz mis Historias de Enfermos.
Se pone nervioso un timbre eléctrico, cuyo sonido martillea sobre
la prisa de los viajeros. Eugenio d'Ors se despide de mí, dejándome
al arrancar el tren, como postrer adios, el saludo de estas palabras
gritadas o casi flameadas…
—¡Luego habrá quien nos hable de «la evasión»!…
Mi manera de evadirme es encontrarme presente siempre y en todas partes.
Y éste es el aforismo de su despedida final, a manera de ex
libris para la edición clásica de un libro sobre
los más incorregibles viajeros del mundo.