Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
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DON EUGENIO d'ORS HABLA DE CINEMATOGRAFÍA A PRIMER PLANO
(Primer Plano. Revista Española de Cinematografía, Madrid, año II, núm. 16, 2-II-1941, s. p.)
El actor que más le ha interesado es un esquimal. Deberían ser más las chatillas de la pantalla. Walt Disney, ha fracasado en una cosa esencial. «El cinema español peca por falta de modulación», dice el ilustre académico de la lengua y bellas artes.

Cuando uno —redactor de una Revista cinematográfica— se enfrenta con intención periodística ante una alta jerarquía intelectual, una previa pregunta, aparentemente ingenua y superflua, cosquillea la boca, buscando salida.

—¿Usted va al cine?

Porque en ellos hay muchas veces una negativa —incomprensible anatema, peyorativo criterio contra un instrumento nuevo de expresión—, que tiene ribetes de esa íntima y disimulada ira con que rechazamos hasta la sospecha de los actos indignos que alguien se atreviera a imputarnos.

Cuando hicimos esta interrogación a don Eugenio d'Ors, nuestra voz tenía los mismos trémolos e inseguridades que si le hubiéramos preguntado si jugaba al «mus». No porque nosotros pongamos a un nivel común el «mus» y el cinema, sino porque no falta quien le atribuya idéntico valor intelectual.

Pero don Eugenio d'Ors, académico por partida doble —Reales Academias de la Lengua y de Bellas Artes— y filósofo de las más abstrusas y supremas filosofías, no desdeña el espectáculo cinematográfico. Y de él saca una fragante pomarada de observaciones sutiles, como verá el lector.

Don Eugenio d'Ors se documenta para hablar de los actores de cine

En el tapete de la charla yo pongo una baraja de nombres de cinemactores, único objetivo inicial de la entrevista. Pero don Eugenio d'Ors rompe en buena hora el cerco de lo concreto, diciéndose ignorante de aquellos nombres.

—Debo confesarle —agrega— que, para alivio de mi ignorancia, pocos momentos antes de recibir a usted he telefoneado, con objeto de que me arbitrara algún recurso que me permitiera quedar menos mal, a mi pequeña amiga Teresita de Salamanca, la cual, con una bien ganada autoridad en el asunto y con un enérgico imperio sobre mis actos, me dijo que yo debía citar como mejores artistas, entre las mujeres, a Diana Durbin, Hedy Lamarr, Katherine Herpburn, Danielle Darrieux, Jeanette Mac Donald y Maruchi Fresno, y entre los hombres, a Spencer Tracy, Gary Grand, Clark Gable, Robert Taylor y Miguel Ligero. No sé si añadir que, según mi amiguita, el último de cada grupo había de citarse también por consideraciones patrióticas.

Subjetividad artística del cine y objetividad de la pintura

—Muy bien, don Eugenio; pero si le parece a usted bien, hablaremos ahora por su cuenta.

—Entonces tengo que seguir confesando que ignoro los nombres de la mayor parte de los actores de cine. Me hubiera dado alguna vergüenza decirlo si no supiera, en cambio, los de todos los pintores modernos, y como no hay quien sepa las dos series a la vez, me consuelo de no saber yo tampoco más que una.

—¿Por qué cree usted que nadie sabe las dos series de nombres?

—Hay una razón profunda, que es la siguiente: existen temperamentos y espíritus a los que gusta la mezcla entre el arte y el artista, y éstos, naturalmente, son los que cuando encuentran arte y artistas juntos, como en el cine, se quedan interesados, y esto no les sucede, en cambio, ante el cuadro de un pintor, salvo el caso del autorretrato, único en pintura donde el artista y su obra van mezclados, pues, excepto en él, la pintura representa el colmo de lo objetivo, ya que el pintor está completamente oculto. Y a mí este estar oculto es precisamente lo que me da ganas de saber de él. Esto hará que, teóricamente, lo que me interesase más en el cine debería ser el actor a quien no se reconociera en cada papel, sino que pareciera un actor distinto. Entonces me intrigaría este personaje, que, siendo cada vez distinto, fuese una sola persona, y querría saber quién es este que me da el pego. Pero tengo miedo de que en el cinema los actores tienden cada vez a ser siempre ellos y hasta hacerse las obras a su medida. Esto ocurre, sobre todo, y es natural que ocurra, en las actrices.

En cambio, un actor de cinema que se ha acercado al nivel de la objetividad es el ya difunto actor cómico Alerme. El extremo contrario ha sido marcado por Chaplin, cuyas creaciones son él mismo, y por eso este caso me interesa mucho menos, como me interesan poco las obras hechas a medida de los actores. Y esto, por la misma razón que no llego nunca a retener en la memoria los nombres de tantas autoras de novelas, sobre todo escritas por mujeres que tienen siempre un demasiado evidente carácter autobiográfico.

La antigua Comedia del Arte italiana había sentido instintivamente esto, y había llegado a la creación de un repertorio de personajes, como Arlequín, Colombine, Pantalone, etc., que tenían siempre la misma psicología a través de todas las obras, que sólo diferían por la trama o argumento; pero esto mismo creaba la indiferencia respecto del actor. Éste podía salir en la Comedia del Arte lo mismo que en la Tragedia griega, detrás de una máscara. Se lograba así el máximo de objetividad, y, por consiguiente, en casos como el mío, el máximo de interés.

—¿Qué cinemactor le ha resultado, dentro de su criterio, más interesante?

—El actor cinematográfico que probablemente me haya interesado más es, quizás, el esquimal que hacía la obra Nanuck, del cual, como es natural, tampoco sé el nombre.

Las «chatillas» del cine y las otras

—Alucía usted a la natural identificación entre el personaje y el intérprete cinematográfico, sobre todo en el caso de las actrices.
¿Quiere usted exponerme sus observaciones sobre la mujer del cine?

—Me atrevería a manifestar cierta extrañeza por el hecho de que la pantalla no parezca haber aprovechado las grandes posibilidades expresivas de las mujeres graciosas, con narices chatas. El prejuicio de la perfección estorba aquí a un arte cuyo carácter esencialmente dinámico debería alejarla de los modelos clásicos. Quiero citarle, como caso de gracia y encanto expresivos de las chatas lindas, a Simone Simón, a quien, en tiempos, yo he admirado mucho, sobre todo antes de dedicarse a la pantalla, y cuando, en carne y huesos, representaba, y hasta cierto punto cantaba, en París, la opereta Toi et moi.

—Y a las que no son chatas, ¿cómo las encuentra usted cinematográficamente?

—Quizá en el caso de Danielle Darrieux se logra una expresividad en la inmovilidad; pero, en cambio, me parece que en el de Deanne Durbin hay, al contrario, un elemento de fealdad y negativo en la apertura de la boca y en los dientes y en el aspecto de esfuerzo que tiene esta muchacha al cantar. Pero, en suma, no tengo grandes cosas que decir en este capítulo, y si a usted le interesa, podríamos hablar, por ejemplo, de los dibujos animados.

—¡Magnífico tema para que usted, académico de Bellas Artes, nos hable sobre él!

Elogio y reproche a Walt Disney

—La misma razón por la que conozco los nombres de los pintores —y hasta de los mismos arquitectos que todavía se disimulan más detrás de la impasibilidad objetiva—, hace que me haya interesado mucho el autor de dibujos animados Walt Disney.

Al principio, cuando empezaron a salir estos dibujos, sentí mi imaginación excitada por las posibilidades de este tipo de arte que ha abierto perspectivas infinitas. Tal vez Walt Disney ha realizado algunas de estas posibilidades. En otras se ha quedado en medio camino.

—¿Dónde radica, a su entender, lo que de acertado hay en Walt Disney?

—Lo logrado de Walt Disney es la movilidad y la irrealidad, su ágil traslado a regiones remotas, lo que se llama «evasión» en poesía.

—¿Y en qué cree usted que está su fracaso?

—En el carácter de esa «evasión», que en Walt Disney es mineral, geológica, inhumana o deshumanizada. Walt Disney se ha quedado en medio camino por no haber logrado nunca una visión de lo humano. Muchos caricaturistas han tenido un gran sentido de humanidad, por ejemplo, el famoso caso del caricaturista alemán Wilhelm Busch, cuyas «historietas» se vienen reeditando desde hace un siglo en Alemania, o el del suizo Toepffer, a quien algunos, también por sus «historietas», consideran como el inventor del cinematógrafo.

El pecado de Walt Disney se ve muy claro en Blanca Nieves y los siete enanos, donde la caras de los animales son más expresivas y menos mecánicas que las de sus niños o seres humanos. En Disney, el niño parece un juguete, y el animal tiene humanidad.

—¿Y la técnica pictórica de Walt Disney?

—En cuanto a eso, creo que Walt Disney hubiera ganado mucho con el empleo de tintas menos espesas, menos achocolatadas, con el empleo de tintas ligeras, transparentes como las de la acuarela. Los grandes espacios opacos que quedan en sus composiciones perjudican a la emoción de ingravidez que debiera dar el conjunto, puesto que se trata de un vuelo hacia la irrealidad. Esto hace que me haya desanimado de los dibujos animados y que lo que me quede en este capítulo sea la esperanza de algún artista nuevo que logre darles verdadera poesía.

Incapacidad de modulación del cine español

—¿Quiere usted que hablemos ahora del cine español?

Don Eugenio d'Ors trata de eludir el lazo de este interrogante. Y conectando el tema que planteo con el anterior, me contesta:

—¡Ojalá que el artista que redima el pecado de Disney fuera un español! Sin embargo —agrega tras un instante—, no lo espero mucho. Por la misma razón que los españoles hemos hecho grandes «bodegones», como los de Zurbarán, quizás no lograremos la ligereza necesaria para eso.

—Pero el cine español… —insisto.

Y entonces se franquea un poco.

—No quiero sentar una actitud de absoluto escepticismo sobre un cine español; pero el mismo idioma no es muy apropiado, excepto, tal vez, con la pronunciación andaluza. Porque la pronunciación perfecta de Valladolid, por ejemplo, producida en la pantalla, queda casi hiriente, por la misma razón que esta pronunciación sea tan noble en la oratoria y bastante inepta para el canto.

—¿Y por lo demás?

—La pantalla ha de tener una gran modulación, cualidad difícil dentro del arte español. En la arquitectura y en la pintura tampoco la tenemos. Pasamos sin intermedio de un monasterio de El Escorial a una custodia maravillosa. Nuestro cine podrá ser esto: o bien las cosas plásticas, enterizas o el bordado afiligranado y minucioso, sin la modulación que es lo intermedio entre estos dos extremos.

—¿Y actores?

—Sí; puede haberlos. Sin sentar otras particularidades locales, la raza celta tiene buenos caracteres de fotogenia. Con gallegos puede hacerse buen cine, y por la misma razón la cinematografía portuguesa podrá ser una buena cinematografía.

En el abultado vientre de una cartera de cuero amarillo —archivo gráfico un poco desordenado para tormento un día de la tarea de sus biógrafos— encuentro fotos de don Eugenio d'Ors, que registran su actividad y su anecdotario. Yo le pedí algunos. Y por mi insistencia, aquí están, dando realce a estas columnas que recogen sus palabras.

Y así acabó nuestra entrevista.


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Última actualización: 14 de febrero de 2006