—¿Juventud?…
Una previa cuestión nos sale al encuentro. ¿Hasta dónde
extender, amigo mío, la oscilante denominación? ¿Incluiremos
en la cuenta aquella juventud a que se refieren los periódicos
cuando llaman a mi paisano Jacinto Grau, por ejemplo, «el joven
dramaturgo»? ¿Alcanzaremos a la promoción siguiente,
la segunda del siglo, dentro de la cual alguien designa como «jóvenes
académicos» a Ayal y a mí? ¿O exclusivamente,
a la tercera, la formada por quienes amanecieron a la reputación
en el turbio periodo de la Guerra Grande y de la Trasguerra? ¿O
a los contemporáneos exactos de quienes integran la promoción,
que en Francia dicen «les moins-de-trente-ans»?
¿O también a los aspirantes a bachilleres, redactores
de la simpática revista que cabalmente ostenta el rótulo
antonomásico: Juventud?
No tengo reparo en declarar que, en las mutaciones de sentido ideal
que separan entre sí estas sucesivas promociones, hallan motivo
para una alternativa, a compás, mis impulsos de disentimiento
o simpatía. De la primera de aquéllas me siento bastante
separado; de la segunda, es decir, de la mía, naturalmente amigo;
de la tercera, nuevamente separado; de la cuarta, que comprende los
nombres de reciente cotización en el mercado intelectual, nuevamente
amigo… No se trata, claro, de un sentimiento de raíz personal,
que nada significaría. Sino de cambios y subversiones en la tabla
de los valores. Y muy especialmente, de la sustitución de unas
actitudes por otras, ante la cuestión del vejamen o primacía
de la Inteligencia; que es la gran cuestión en nuestro
Occidente, desde el proceso de Sócrates; y, dentro de la cual,
si 1900 representó un turno contra Sócrates, 1908 trajo
un turno en pro. Y 1918, otro en contra. Y 1928, otro en favor.
Por lo que toca a mi caso especial, la ambigüedad de lo cronológico
se complica con diferencias locales. En Barcelona, la significación
de mi esfuerzo pertenece, usted lo sabe, a la historia. En Madrid, a
la crónica. En París, al acervo de las novedades. Si en
la primera, mis cómplices intelectuales han muerto (Clascar,
Palau) —o se han suicidado moralmente (tantos, que podría
citar)—, aquí van entrando hoy (Marañón,
Ortega) en posiciones de madurez… Pero, en París, mis cómplices
espirituales se ocupan, a estas horas, en cumplir con su servicio militar,
en publicar su primer libro o en preparar una tesis de Doctorado…
Nueva complicación traen inevitablemente al asunto las excepciones
individuales. El pintor Sunyer pertenece a la primera promoción
del siglo: todos lo sabemos, con todo, adicto, en pintura, a las soluciones
de la Inteligencia. En cambio, Juan Ramón, que es de la mía,
ha cultivado siempre una poesía en la que la Inteligencia es
proscrita y humillada. Y, en la siguiente, anti-intelectualista por
defininión, el poeta Basterra, el pintor Togores, el matemático
Pérez-Cacho y este Adriano del Valle, injustamente postergado
—y que acaso viene a ser el Ravel de nuestra nueva poesía—,
¿no se han inspirado en la exaltación de lo intelectual?
Ni es imposible tampoco que existan hoy anti-intelectualistas de veinte
y cinco años…
Habría, con todo, una manera de salvar estos subjetivos escollos
de confusión; y seria el colocar el tema en un plano más
objetivo. No preguntando, entonces, acerca del problema de la juventud
actual, sino acerca del problema actual de la juventud…
En este caso, ¿no nos encontraremos tentados a pensar en el mismo
como en algo que, justamente, se desproblematiza (para valernos
de la consabida fórmula), es decir, que, sin encontrar necesariamente
solución, pierde progresivamente sentido?… Fíjese:
para una considerable porción del género humano, para
un gran número de mujeres, no lo tiene ya. Lo ha sustituído,
en la vida moderna, otra dura y diferenciadora cuestión, la relativa
a la salud, a la fuerza, a la agilidad, a la figura y hasta a lo que
se llama «la línea», con creciente olvido del estadístico
pormenor de primaveras y veranos… Pero no se trata sólo
de las mujeres. Me agradaría que ahora pudiésemos irnos
juntos a cualquiera de las estaciones alpinas para deporte de invierno;
sobre todo aquellas como la de Gurnigel-Bad, cerca de Berna, en donde
el hotel está aislado, sin pueblo cerca, ni estación,
lo cual da comodidad al observador. Hablo de Gurnigel-Bad, porque lo
conozco; igual ocurrirá en otras partes, y mudado lo mudadero,
las mismas observaciones se podrían repetir, por ejemplo, en
la travesía en un transatlántico… ¿Qué
veríamos en Gurnigel-Bad? Veríamos a las gentes ocupadas,
de día, en patinar; de noche, en el baile. Y, para esto, las
parejas, los grupos, ¿cómo se forman? Pues sin la mínima
<…> a la cuestión de edad. Se trata de ser más
o menos fuerte; se trata de saber o de no saber. ¡Tanto peor para
el muella, para el torpe, para el novicio! Sin contar con que cierzos
y tricots dan a todos una misma rubicundez en las caras, un mismo acolchado
en los cuerpos… Un tiempo fue cuando las muchachas iban a las
fiestas vestidas de rosa; las señoras mayores, de negro; y los
mozos bailaban, mientras sus padres hablaban de política, fumando
habanos. Hoy, ¿qué razón existe para esperar que
el escritor cuadragenario escriba de otra manera que el bisoño,
si la señora del primero se corta el pelo igual que la novia
del segundo?
… Y ahora vengo a advertir que esta solución objetiva sirve
también para que uno conteste en lo relativo al propio caso particular…
¿Qué cómo veo a la nueva juventud? Pues como una
noche de Gurnigel-Bad vería a la asistencia del salón.
A modo de parterre de disposiciones, donde cabe encontrar la pareja
posible. La que yo escoja o la que me escoja —que eso va a bailes—.
La pareja, es decir, el interlocutor… El bien,
¿sabe usted?, que siempre he apreciado yo más en este
mundo.