Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
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ENCUESTA A LOS DIRECTORES CULTURALES DE ESPAÑA. ¿CÓMO VEN LA NUEVA JUVENTUD ESPAÑOLA?
(EN LETRAS, ARTE, CIENCIA)
(La Gaceta Literaria, Madrid, 1929)

—¿Juventud?… Una previa cuestión nos sale al encuentro. ¿Hasta dónde extender, amigo mío, la oscilante denominación? ¿Incluiremos en la cuenta aquella juventud a que se refieren los periódicos cuando llaman a mi paisano Jacinto Grau, por ejemplo, «el joven dramaturgo»? ¿Alcanzaremos a la promoción siguiente, la segunda del siglo, dentro de la cual alguien designa como «jóvenes académicos» a Ayal y a mí? ¿O exclusivamente, a la tercera, la formada por quienes amanecieron a la reputación en el turbio periodo de la Guerra Grande y de la Trasguerra? ¿O a los contemporáneos exactos de quienes integran la promoción, que en Francia dicen «les moins-de-trente-ans»? ¿O también a los aspirantes a bachilleres, redactores de la simpática revista que cabalmente ostenta el rótulo antonomásico: Juventud?

No tengo reparo en declarar que, en las mutaciones de sentido ideal que separan entre sí estas sucesivas promociones, hallan motivo para una alternativa, a compás, mis impulsos de disentimiento o simpatía. De la primera de aquéllas me siento bastante separado; de la segunda, es decir, de la mía, naturalmente amigo; de la tercera, nuevamente separado; de la cuarta, que comprende los nombres de reciente cotización en el mercado intelectual, nuevamente amigo… No se trata, claro, de un sentimiento de raíz personal, que nada significaría. Sino de cambios y subversiones en la tabla de los valores. Y muy especialmente, de la sustitución de unas actitudes por otras, ante la cuestión del vejamen o primacía de la Inteligencia; que es la gran cuestión en nuestro Occidente, desde el proceso de Sócrates; y, dentro de la cual, si 1900 representó un turno contra Sócrates, 1908 trajo un turno en pro. Y 1918, otro en contra. Y 1928, otro en favor.

Por lo que toca a mi caso especial, la ambigüedad de lo cronológico se complica con diferencias locales. En Barcelona, la significación de mi esfuerzo pertenece, usted lo sabe, a la historia. En Madrid, a la crónica. En París, al acervo de las novedades. Si en la primera, mis cómplices intelectuales han muerto (Clascar, Palau) —o se han suicidado moralmente (tantos, que podría citar)—, aquí van entrando hoy (Marañón, Ortega) en posiciones de madurez… Pero, en París, mis cómplices espirituales se ocupan, a estas horas, en cumplir con su servicio militar, en publicar su primer libro o en preparar una tesis de Doctorado…

Nueva complicación traen inevitablemente al asunto las excepciones individuales. El pintor Sunyer pertenece a la primera promoción del siglo: todos lo sabemos, con todo, adicto, en pintura, a las soluciones de la Inteligencia. En cambio, Juan Ramón, que es de la mía, ha cultivado siempre una poesía en la que la Inteligencia es proscrita y humillada. Y, en la siguiente, anti-intelectualista por defininión, el poeta Basterra, el pintor Togores, el matemático Pérez-Cacho y este Adriano del Valle, injustamente postergado —y que acaso viene a ser el Ravel de nuestra nueva poesía—, ¿no se han inspirado en la exaltación de lo intelectual? Ni es imposible tampoco que existan hoy anti-intelectualistas de veinte y cinco años…

Habría, con todo, una manera de salvar estos subjetivos escollos de confusión; y seria el colocar el tema en un plano más objetivo. No preguntando, entonces, acerca del problema de la juventud actual, sino acerca del problema actual de la juventud… En este caso, ¿no nos encontraremos tentados a pensar en el mismo como en algo que, justamente, se desproblematiza (para valernos de la consabida fórmula), es decir, que, sin encontrar necesariamente solución, pierde progresivamente sentido?… Fíjese: para una considerable porción del género humano, para un gran número de mujeres, no lo tiene ya. Lo ha sustituído, en la vida moderna, otra dura y diferenciadora cuestión, la relativa a la salud, a la fuerza, a la agilidad, a la figura y hasta a lo que se llama «la línea», con creciente olvido del estadístico pormenor de primaveras y veranos… Pero no se trata sólo de las mujeres. Me agradaría que ahora pudiésemos irnos juntos a cualquiera de las estaciones alpinas para deporte de invierno; sobre todo aquellas como la de Gurnigel-Bad, cerca de Berna, en donde el hotel está aislado, sin pueblo cerca, ni estación, lo cual da comodidad al observador. Hablo de Gurnigel-Bad, porque lo conozco; igual ocurrirá en otras partes, y mudado lo mudadero, las mismas observaciones se podrían repetir, por ejemplo, en la travesía en un transatlántico… ¿Qué veríamos en Gurnigel-Bad? Veríamos a las gentes ocupadas, de día, en patinar; de noche, en el baile. Y, para esto, las parejas, los grupos, ¿cómo se forman? Pues sin la mínima <…> a la cuestión de edad. Se trata de ser más o menos fuerte; se trata de saber o de no saber. ¡Tanto peor para el muella, para el torpe, para el novicio! Sin contar con que cierzos y tricots dan a todos una misma rubicundez en las caras, un mismo acolchado en los cuerpos… Un tiempo fue cuando las muchachas iban a las fiestas vestidas de rosa; las señoras mayores, de negro; y los mozos bailaban, mientras sus padres hablaban de política, fumando habanos. Hoy, ¿qué razón existe para esperar que el escritor cuadragenario escriba de otra manera que el bisoño, si la señora del primero se corta el pelo igual que la novia del segundo?

… Y ahora vengo a advertir que esta solución objetiva sirve también para que uno conteste en lo relativo al propio caso particular… ¿Qué cómo veo a la nueva juventud? Pues como una noche de Gurnigel-Bad vería a la asistencia del salón. A modo de parterre de disposiciones, donde cabe encontrar la pareja posible. La que yo escoja o la que me escoja —que eso va a bailes—. La pareja, es decir, el interlocutor… El bien, ¿sabe usted?, que siempre he apreciado yo más en este mundo.


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Última actualización: 16 de febrero de 2006