Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
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"UNE HEURE AVEC EUGENIO d'ORS"
(por Fredéric Lefévre, Les nouvelles littéraires, artistiques et scientifiques, Paris, samedi 27-X-1928, pp. 1 y 6. versión castellana publicada en La bien plantada. Una obra completa, Colección Novelas y Cuentos, Ediciones Dédalo, Madrid. s.a. 14 pág; nueva versión castellana: Fredéric Lefévre, "Una hora con Eugenio d'Ors", La Gaceta Literaria, Madrid, 15-II-31, pp. 1-3 [pp. 41-43])

Fue en la piscina de un Club, cerca de la plaza de la Concordia, donde encontré por primera vez al filósofo. Estaba casi desnudo y nadaba. Obligado a permanecer con bastante frecuencia en París para seguir, como representante oficial de España, los debates del Instituto de Cooperación Intelectual, Eugenio d’Ors no puede ni quiere permitirse el llevar la existencia libre y dispersa de un turista. Consagra toda la mañana a sus trabajos habituales. Pero como guarda en todas partes la costumbre española del almuerzo tardío, quédale una hora, al mediodía, para los ejercicios corporales y para ese “placer de desnudarse” que es, en él, más que una higiene, casi una moral.

—Sí, me dice, las costumbres de la antigüedad vuelven. Las más finas sensibilidades no buscan ya el resucitar en una vida “a rebours” la preciosidad de los Esseintes o de d’Annunzio. Place de nuevo, hoy, el valor de una existencia sin complicaciones superfluas. En cuanto al desnudo, cuya libertad y hasta culto es, a mi entender, una de las manifestaciones más importantes de la civilización contemporánea, ¿conoce usted la leyenda referente a la construcción de la iglesita de Saint-Wolfgang, en Salzkammergut? El santo obispo arquitecto empleó en ella a los demonios, sin pagarles su trabajo, eso no hay ni que decirlo… Así, con frecuencia, fuerzas malas cooperan en una obra de bien.

Ciertamente, en este sentido de la libertad del cuerpo, concurren muchas tendencias que tienen carácter obscuro y demoníaco. Ello no empece a que trabajen sin saberlo tal vez, para acercarnos a este fin esencialmente moral: separar con pulcritud el “sentimiento del cuerpo”, —de orden superior, puesto que su naturaleza es clara y orgánica— del “sentimiento de la carne” —obscuro y amorfo… Me ha satisfecho el ver a nuestro amigo Henry de Montherlant exponer, con la autoridad que le concede una larga experiencia deportiva, criterios análogos. Yo añado que, para mí, esta diferencia entre “cuerpo” y “carne” es absolutamente la misma que separa a la “palabra” del “grito”, y, en último análisis, lo que es clásico de lo que es romántico, o, más bien —usted conoce mi terminología—, barroco.

Miro a mi interlocutor. La vida deportiva le ha aprovechado. Los que le conocen más de cerca aseguran que sus sentidos tienen la agudeza propia de un primitivo. Prescinde de óptico y de dentista, ve a su médico cada diez años. Afirma poder no dormir sino una noche cada dos, poder hacer excesos, a su voluntad…

—No ha sido en un día en lo que he llegado a este dominio corporal. Descendiente de una familia largo tiempo ciudadana —mis antecesores habían abandonado desde el siglo XVIII sus tierras de Ors, en la actual provincia española de Lérida—, nací en Barcelona y allí he vivido mis primeros años, pobre niño flacucho y enfermizo, bajo las mofas crueles de los jóvenes porque la paternal prudencia le obliga a llevar un abrigo de pieles, cosa extraordinaria para esta ciudad de clima suave… Aquel abrigo ha jugado un gran papel en mis infantiles sufrimientos. A los diez y siete años los médicos declararon que, en rigor, podía continuar mis estudios, a condición de supeditar mi salud a muchos cuidados y, por ejemplo, “de estar ya en casa diariamente hacia las seis”… Pero, he aquí, el nuevo siglo comenzaba. Era rico en tentaciones, en promesas. La época se ofrecía para mí como una fiesta, y valía la pena exponerlo todo para no ser excluido de ella. Así, después de haber seguido algún tiempo el régimen melancólico preconizado por los doctores, partí.

Dejé todo a la vez: ciudad, patria, afectos, familia. Fui el estudiante vagabundo de las Universidades europeas, de París —sobre todo de París—, de Ginebra, de Heidelberg, de Munich… Había hecho anteriormente en Madrid estudios de Derecho en el momento en que la crisis moral producida en España por la pérdida de nuestras últimas colonias, traduciéndose en una especie de examen de conciencia (hemos tenido nuestra “post-guerra” en 1900), indicaban los peligros del aislamiento. Así nuestros gobiernos comenzaron a enviar al extranjero becarios de estudios. Yo fui uno de estos pensionados cuya influencia en la vida intelectual española merecerá algún día ser analizada, en conjunto, por nuestra historia.

¿Fue en la filosofía en lo que trabajó usted sin duda, durante esos años «de viaje» y «de aprendizaje» a la vez?

—En la filosofía… y en todo. Todo me atraía, como todo, aun hoy, me atrae. El pensamiento y la vida. Las artes, todas las artes. Los oficios en sus más oscuras formas y las más recónditas. Los paisajes y la historia. Los grandes hombres y las existencias silenciosas. Roma y el desierto. Mi curiosidad ha querido atacar a todo. Pronto tuve esta intuición de que la filosofía era una forma del saber desprovista de contenido propio y que debía adquirir su materia por todas partes, con afán de transformarlo, de convertirlo en substancia eterna, de convertir, como tengo por costumbre decir, «la Anécdota en Categoría»…

Miro de nuevo al autor del Glosari, este Glosari que cuenta ya hasta veinte volúmenes y que, como dice M. Sarrail, el profesor de Poitiers, en su prefacio de la versión francesa de Tres horas en el Museo del Prado de Eugenio d’Ors, no ya el diario de una existencia, sino el de una inteligencia. De una inteligencia a la que nada es extraño. «Summa de los tiempos modernos» ha sido llamado el Glosari, en Francia. Y, en Alemania, la Allgemeine Rundschau había escrito: «Eugenio d’Ors, el Sócrates de la España moderna»… Pero no es en Sócrates en quien pienso yo. Este exaltado elogio de la curiosidad universal hace pensar, mejor aún, en Goethe.

Yo sigo:

Usted, que ha titulado a uno de sus trabajos de psicología Estudio sobre la curiosidad, ha debido de comenzar por predicar con el ejemplo e incluirse en la escuela de los grandes curiosos de la historia, como Leonardo y Goethe.

—Sin duda alguna, Goethe es el hombre que, por su perfecto sentimiento de la totalidad, por ese gusto de vivir en la unidad, por ese afán de síntesis que muestra hasta en las cosas más nimias y aun en las más vulgares, puede hacer despertar con fuerza la emulación de un espíritu joven.

En cada gran hombre, un don, una cualidad, una aventura, una obra, puede atraernos con preferencia. Podemos envidiar la serenidad de Platón, la fecundidad de Shakespeare, el estilo de Voltaire, el automóvil de nuestro vecino. Podemos desear ser los autores de la Capilla Sixtina o de tal Minuet lleno de inspiración y comodidad. Pero querríamos ser Goethe. Aquí, el modelo es de tal riqueza, tan superior, que nos conduce su contemplación casi a esa extrema blasfemia de renegar de nuestra personalidad y desear cambiarla por la suya.

Un espíritu clásico siempre gusta, no precisamente el de ser así dichoso o, como suele decirse, de llegar (¡qué miseria!), sino el del éxito por excelencia, cual fue el de Goethe. Genios mayores que el suyo no tuvieron su suerte. Testimonio de ello es Leonardo, que más bien parece un ejemplo en la ambición de llegar a ser un ángel.

Yo no dudo, en principio, en dar a Goethe la denominación de filósofo, dejando al vocablo la plenitud de su sentido. Bueno será no olvidar jamás la concreta separación que Schopenhauer ha establecido entre «el filósofo» y «el profesor de filosofía». Las costumbres burguesas y el funcionarismo académico han acabado por producir a este objeto una lastimosa confusión. Ya se ha ensayado el encerrar la actividad filosófica en uno de los sectores del saber y hasta en uno de los aspectos de la administración pública. Ni el caso de Platón, escultor y poeta; de Leibniz, filólogo, matemático, místico, abogado, historiador, hombre de Estado; de Descartes, soldado y autor de bailables; ni siquiera el de Kant, profesor de geografía y autor de gramáticas, por no hablar de individualidades inclasificables como Montaigne y Voltaire, o de aquellos respecto a los cuales se han hecho dudosas atribuciones —pienso en aquel Bacon quien, según algunos sería el autor de las obras de Shakespeare—, no han convencido a a estos acérrimos guardadores de las clasificaciones rígidas. ¡Desdichados!; si rezongan contra Nietzsche, ¿cómo podrían aceptar a Goethe?

Y, sin embargo, si se niega a este poeta el título de filósofo, ¡cómo llamar —os pregunto— al conjunto de pensamientos que se ordenan, enciclopedia viva, en ese libro extraordinario: Las conversaciones con Eckermann! Este conjunto tan variado se organiza inevitablemente en sistema y puede reducirse a una sinopsis, a un largo encadenamiento lógico de principios en torno de una intuición central. ¿Cómo no llamar «filosofía» a una doctrina que posee estos tres caracteres: originalidad en la concepción, unidad orgánica en el desenvolvimiento, universalidad de objeto?

Coincido por completo con su interlocutor de un día, André Suarés, que declaraba no haberse rendido aun plena justicia a Eckermann. Eckermann ha descubierto una terra incognita en el orden de la expresión formal en filosofía. Es un inventor al modo como lo es Platón, por su descubrimiento del diálogo, y Renan por el del drama filosófico. Todos estos descubrimientos son episodios en la historia general del pensamiento entendido como «diálogo», es decir, como verdadera dialéctica (note usted que ambas palabras tienen la misma raíz, indicio de un parentesco en su significado). Pero a este objeto tendría demasiadas cosas que decirle, y como debería, inclusive, referirme a usted…

—…Mejor es aplazar esta parte de nuestra entrevista. ¿Pero usted no parece ser de esos que piensan que el diálogo es una variedad del ensayo y que, en suma, Platón y Renan no fueron sino ensayistas?

—La moda inglesa del ensayo ha invadido el continente. Me repugna. Corresponde a un fragmentarismo que es, en realidad, lo que hay de menos filosófico. Quiérase o no, toda verdadera filosofía es un sistema, es decir, una organización total, una estructura, una arquitectura. Pero una especie de impotencia ha esterelizado, sobre el plan filosófico, a los hombres cuya obra cabalgó sobre el siglo XIX y el presente siglo. He aquí un muy significativo ejemplo en Georges Simmel, cuya agudeza en la visión no tenía igual sino en su incapacidad para construir.

En rigor, y en otro orden de producción, esta impotencia fue también la dote de un Rodin. La Puerta del Infierno, donde vuelve su ambición, muestra su quietud; no obstante el multiplicar los trabajos fragmentarios, los bosqueja. Como no había concebido su sistema sino vagamente, no llega nunca a una realización del conjunto.

Por el contrario, en las nuevas generaciones, un constante anhelo de totalidad y de unidad las hace aborrecer instintivamente todo lo que no tiene significación precisa en el conjunto de una obra personal. Hasta para un impresionista, como Proust, ¿no nos ha rogado que esperemos a la total publicación de la obra para aportar un juicio sobre su valor arquitectural?

Así es como la obra de usted, que avanza en tan variadas direcciones y contiene tantas circunstancias, queda, sin embargo, sólidamente organizada alrededor de un sistema central.

—Sí, casi desde el principio.

Un sistema de tendencia intelectualista o, más bien, neo-intelectualista.

—Justamente, en contradicción con el intuitivismo y el pragmatismo de los maestros de nuestra generación, los Bergson, los Boutroux, los Blondel, los William James… Pero, como usted ha dicho precisamente, nuestro intelectualismo era y debía ser un neo-intelectualismo.

Personalmente, mi ambición fue siempre conseguir lo que yo llamo la reforma kepleriana de la filosofía. Usted ya sabe cómo Kepler, reemplazando, para la cosmografía, el esquema en órbitas por el esquema en círculos, de los Antiguos, consiguió, al mismo tiempo, integrar en la racionalidad cierto número de hechos que los progresos de la observación habían llevado a los astrónomos a averiguar, y que, hasta entonces, debían considerarse como irracionales, y logró así la explicación regular del Mundo. Por eso halló la elipse, forma más complicada, más flexible, por decirlo así, que el círculo, curva formada alrededor de dos centros y no de uno solo… Pues bien, lo que es preciso descubrir, valga la frase, es la elipse de la Razón, la forma que sea algo así con la Razón del antiguo lo que la elipse con el círculo. En otros términos, proceder, con las adquisiciones del pragmatismo (importantes, sobre todo, en su parte negativa, de crítica de la ciencia), como se hizo un día en cuanto a las monarquías absolutas con las fuerzas populares, revoluciones. Hacer la parte del fuego. Aceptar la limitación para conservar la soberanía.

Lo que reprocho —vea usted—a algunos espíritus excelentes, como M. Benda, es el comprometer, por exceso de celo, una causa que nos sería común… ¿Cómo puede soñarse en una vuelta exacta al antiguo racionalismo?…

Satisfaría a nuestros lectores saber cómo ha injertado usted su sistema en este intelectualismo ensanchado.

Temo que este resumen en pocas palabras no sea empresa apenas posible en las condiciones de improvisación de nuestra charla… Un ensayo de esta índole debe, primero, encontrar, conforme a sus proyectos de usted, su oportuno lugar en nuestras próximas entrevistas. Para lo que es de caracterización general, puede usted, desde ahora, notar esto: partiendo, por un lado, de las estrechas relaciones entre «la dialéctica» y «el diálogo», mi doctrina reúne, en el mismo proceso de abstracción, obrando directamente sobre lo concreto, la filosofía y el dibujo, gemelas actividades del espíritu y cuya función, a mi modo de ver, es por completo análoga. Colocado, en teoría, entre la pintura propiamente dicha —arte de imitación inevitablemente— y la algoritmia —puro sistema de signos—, el dibujo realiza la abstracción concreta, igual que la filosofía, equidistante de la historia, cuyo objeto es lo concreto —casi lo concreto (Croce no tiene razón)— y la matemática, cuyo objeto es la abstracción, casi la abstracción (la «Logística» no es más que un sueño… Tal vez una pesadilla).

Excepción hecha del primero de mis trabajos Religio est libertas (publicado en Heidelberg, hace veinte años, traducido más tarde al italiano por el profesor Vidari), y cuyo objeto es descubrir lo que en aquélla no es reductible a la determinación, al dibujo, y que concluye formulando la tesis de la afirmación de la libertad como substancia, no como cualidad adjetiva (por esto rehuso yo el derecho a hablar de libre pensamiento, no conociendo como expresión legítima más que la de libertad pensante), todo el resto de mis esfuerzos, a la vez que ligaba fuertemente los conceptos de «filosofía» y de «dibujo», ha intentado presentarse, a su vez, como una construcción reductible al dibujo, al esquema, a la sinopsis. Se puede distinguir en este trabajo de estructuración tres etapas: primero, entre 1908 y 1914, soy todavía un disperso, como la mayor parte de mis contemporáneos, trabajo el fragmento. La colección de estos fragmentos ha sido, con todo, reunida y clasificada en 1915 por dos de mis discípulos, en una antología que lleva el título La filosofía del hombre que trabaja y que juega. La segunda etapa, entre 1915 y 1921, prepara la sistematización, por medio de los cursos en mi seminario de filosofía de Barcelona; a partir de este momento, no escribo yo ninguna monografía filosófica más… El sistema ha sido expuesto por entero y por la primera vez, en 1921, en la Universidad de Córdoba (Argentina).

Una primera parte, la Dialéctica, puede considerarse desde este momento como acabada. Quedan otras dos, para completar el conjunto: la Física, o tratado de la Naturaleza, y la Poética, tratado del espíritu (entendiendo siempre espíritu como creación, poesis). Esta última parte me ocupa actualmente: la Kulturwissenschaft, ciencia de la cultura, constituye uno de los últimos capítulos de la misma. En cuanto a la Física, una parte de ella ha sido objeto de un curso profesado en la Academia de Ciencias de Lisboa sobre «la concepción cíclica del universo».

Pero, por diverso que sea el contenido de este conjunto, insisto en creer que puede reducirse siempre a un esquema, a un cuadro sinóptico, a un dibujo. De buena gana hago mía la palabra de Lord Kelvin: “Lo que se me puede dibujar, lo comprendo; lo que no se me puede dibujar, no lo comprendo”.

Pero no se trata solamente de comprender, sino de vivir. Antes de abstraer y después de haber abstraído, si no se quiere anemiar la substancia filosófica, a fuerza de claustrarla, hay que ponerla en contacto con la realidad en todos sus órdenes, y hasta servirse de ella como de un arma de combate.

Ha predicado usted con el ejemplo: no es en este momento, en que han sido revelados al público francés sus trabajos sobre Goya, en este momento en que nuestros editores publican traducciones de sus «Tres horas en el Museo del Prado», «El arte de Goya» y «La vida de Goya», en este momento en que la Escuela del Louvre acaba de encargarle de un curso público sobre la escultura española, cuando puede olvidarse su actividad como crítico de arte.
Nuestros lectores se acuerdan, por otra parte, de esta «Oceanografía del tedio», que renueva de un modo tan imprevisto el cuento filosófico. Esperamos con impaciencia la traducción de «La Bien Plantada», de «El Valle de Josafat», y de este «Glosario», cuyo texto ha sido sucesivamente catalán y español, y que comprende ya una veintena de volúmenes. Hay, por último, su actividad de profesor y de conferenciante…

—Rigurosamente, y a pesar de una bibliografía personal que empieza a ser copiosa, no he escrito y al mismo tiempo vivido mas que tres obras. En primer lugar, el Sistema de que hablamos hace un instante: la obra de un pensamiento que se encara con su propia unidad. Viene luego el Glosario, en que el pensamiento se encara con la muchedumbre de las cosas y de los problemas; puede considerarse a una gran cantidad de mis trabajos literarios, incluso aquellos que se refieren a la estética o a la crítica de arte, incluso los que tienen el carácter de una invención imaginaria, más o menos comparable a la novela o al ensayo, como a otras tantas ramas que parten de este tronco común: el Glosario. Queda, por fin, una tercera obra, constituida por los documentos de intervención en empresas de vida activa y de idealismo militante.

Todo lo que concierne al arte parece haber pasado al primer plano de sus preocupaciones.

—Sí; y quizá no es efecto de un puro azar el hecho de que (aparte de algunas monografías técnicas y memorias filosóficas, traducidas desde hace largos años) los trabajos que he escrito sobre temas de arte hayan sido los primeros introducidos en Francia. He visto muy comentada mi concepción sobre lo barroco y el barroquismo, así como ciertas fórmulas del género de la que separa, en pintura, las formas que vuelan de las formas que se mantienen de pie. Todo esto, en mi intención, constituye un capítulo de una investigación muy amplia sobre la morfología de la Cultura, investigación donde cada forma es estudiada como el caso particular de un esquema aplicable sin distinción a dominios muy alejados del arte, de la ciencia, de las instituciones sociales. Así, en un volumen reciente, Las ideas y las formas, que debe aparecer en francés a principios del año próximo, analizo el estilo común al arquitecto Palladio y al naturalista Linneo, a la Cúpula, como forma de arquitectura, a la Monarquía, como forma política, etc, etc.

Una morfología de la cultura está en vías de constituirse en los medios académicos de la Europa central, pero tiene el inconveniente de no interesarse sino por las formas primitivas y rudimentarias de los productos del espíritu, por la civilización de los pueblos salvajes, por las civilizaciones prehistóricas. Ciertamente. No se me oculta el interés de tales estudios: averiguar que la tiara de los emperadores de Oriente reproduce la forma de los cuernos del toro o que el sombrero de los jefes de tribu está dibujado como la techumbre de una cabaña de aldea negra es un hecho instructivo; pero no veo por qué no tendría el mismo «interés» el relacionar, por ejemplo, la ornamentación «manuelina» de los edificios portugueses del Renacimiento con los elementos adquiridos por la visión de la profundidad del Océano de la época de los descubrimientos marítimos; o que la pintura de Rembrandt está compuesta de elementos distribuidos bajo la forma de andrajo, como el pobre material que se encuentra en las tiendas de baratillo de un ghetto.

Añadamos que estas averiguaciones, en cuanto al arte y en cuanto a la forma, se encuentran, en la hora actual, singularmente facilitadas por el hecho de que el público ha vuelto a mirar, a ver, a servirse de los ojos, reaccionando así contra las consecuencias de una formación abstracta, todo lecturas, que ha seguido a la difusión de la imprenta… Se lee hoy peor tal vez que hace 100 años. Pero se sabe mirar mejor… La abundancia de exposiciones de pintura, grandes o pequeñas, el cinema, los escaparates, el reportaje fotográfico, las colecciones y museos de toda clase… La civilización de mañana será, estoy persuadido de ello, una civilización visual.

Pero la parte literaria de la producción de usted no se limita a los trabajos sobre el arte. Acaba de decir usted que incluso sus cuentos y sus novelas forman en este orden de ideas como ramas que salen del tronco del Glosario. Pero, en fin, ¿este Glosario está también inspirado de espíritu filosófico?

—Usted sabe que el Diccionario filosófico portátil, de Voltaire, es el que se ha dado como precedente formal del género. Acaso piense usted en los Propos de d’Alain: habría mucho que hablar. En cuanto a la inspiración fundamental de la empresa, puedo resumirla en estas palabras: he colocado la obra del Glosario bajo el patronato de San Cristóbal.

En las antiguas corporaciones, el trabajo estaba siempre puesto bajo el patronato de un santo. Yo he elegido a San Cristóbal como patrón del Glosario. San Cristóbal era, para sus fieles de la Edad Media, uno de los catorce santos cuya devoción tenía una eficacia particular. Protegía contra «la mala muerte», es decir, la muerte por accidente; por esta razón ha llegado a ser patrón de los automovilistas. Además, como en aquel tiempo ya les era difícil a las gentes el recogerse, los decoradores de las iglesias tuvieron cuidado en colocar la imagen del santo de tal manera que pudiera ser percibida desde fuera, y la hicieron también muy grande para que fuese vista desde lejos y sin esfuerzo.

Si este saludo rápido, en medio de la agitación cotidiana, bastaba para defender durante una jornada la integridad corporal, bien parece que debamos, por otro lado, proporcionar a todo ser humano el medio, entre la dispersión enloquecedora de la vida moderna, de obtener un contacto cotidiano, por rápido que sea, con ideas capaces de santificar una jornada empleada en gestiones y preocupaciones materiales. El tesoro de la vida del espíritu no debe permanecer encerrado en las Escuelas. Por el periódico, por la conferencia, por carteles, inclusive, por carteles fijados en las paredes, el espíritu debe avanzar hacia las muchedumbres y otorgarles nobleza y dignidad.

La larga y decisiva campaña de «política de las luces», cumplida por Eugenio d’Ors en España, sobre todo en su Cataluña nativa, acude en este momento a mi memoria, al oírle hablar de esta necesidad de darse, de ser útil, de «comulgar con el alma popular». Director de Instrucción Pública a los treinta años, a la vuelta de sus viajes, como estudiante en el extranjero, ha empleado quince años de su vida en fundaciones de cultura. El período de 1910 a 1920, en Barcelona, fue, a este propósito, especialmente fecundo.

—En esta época —me confía—, cada quincena estaba señalada, bien por la fundación de una escuela, de un instituto de altos estudios, de una biblioteca, bien por la publicación de un libro o de un fascículo de revista. El esfuerzo debió cesar, vencido en parte, en 1920. No siento, sin embargo —añade d’Ors—, el haberle consagrado mi juventud. Hubo en ello jornadas muy bellas.

En 1921 tuvo lugar mi viaje de cursos y conferencias en Argentina y en Uruguay, donde el sistema de filosofía fue expuesto por primera vez. Después, la Residencia de Madrid, la enseñanza de la Ciencia de la Cultura, la Academia, en 1927… Y, todavía, nuevas tentativas de Aufklaerung, de difusión de las luces.

Hay algo misterioso en este destino que me conduce de cuando en cuando a renovar con los humildes de la tierra una especie de antigua alianza. Permítame a este propósito evocar un recuerdo de infancia, que no me ha abandonado a través de los años, y que, en circunstancias decisivas de mi existencia, ni siquiera tengo necesidad de resucitar; tanto ha conservado el carácter de obsesión.

Hacia el fin del siglo XIX, las luchas obreras fueron, en una ciudad industrial como Barcelona, particularmente activas. Había muchas manifestaciones de primero de mayo. Estas manifestaciones, ocurría que tuviesen por escenario el mismo paseo elegante al que los niños ricos eran conducidos por sus familiares o institutrices. Y he aquí cómo un día me aconteció el perderme, niño chico, abandonado de la mano que me conducía, en medio de esta muchedumbre. Me encontré entonces solo, creo que por primera vez en mi vida, solo entre el pueblo manifestante, con mis manos enguantadas, con aquel famoso gabán forrado de pieles, que me daba tanta vergüenza… Pero la corriente de manifestación que pasaba hubo pronto de incorporarme a sus olas tumultuosas. Y así fue cómo me manifesté un día, sin darme cuenta de ello y lloriqueando, a favor de la jornada de las ocho horas.

Una mujer manifestante se burló de mí, y, era fatal, de mi gabán. Otra hubo que rió muy fuerte, oyendo a la primera. Pero una tercera, una trabajadora de fábrica —veo todavía sus cabellos muy rojos, a lo Luisa Michel—, viendo mis lágrimas, se me acercó, me acarició, hizo callar a las desvergonzadas y me dio la mano. Un poco más lejos me confió al primer guardia que se encontró en el camino: no importa, yo había sido ya, durante unos instantes, un manifestante más, un manifestante del 1º de mayo.

El contacto de esta mano áspera sobre la mía demasiado tierna he continuado sintiéndolo toda la vida. Lo siento aún. Fue una manera de pacto tácito, una alianza sellada para siempre.

Y quizá esta es la razón de que, filósofo encerrado en las especulaciones más abstractas, estético amoroso de los juegos formales más raros, escritor obscuro, según dicen, amigo de los medios más selectos y de las sociedades más exquisitas, no haya podido yo, a pesar de todo, claustrarme en la famosa torre de marfil de los diletantes egoístas; de que un impulso casi constitucional me haya siempre llevado a servir, a hacerme útil, incluso en las formas de mayor modestia.

Las mismas obras y trabajos de vulgarización no repugnan a usted.

—Me niego, en general, a dar este nombre a páginas que se refieren más bien a un orden de conocimientos sintético, traducido a formas vivas y amables, sin traicionar por ello la complejidad y la dificultad de los problemas. Bien al contrario, cabe pensar que se encuentra ahí un modo de actividad pura en la investigación de la verdad por el hombre. Recuerde usted cómo, según la escolástica (y hasta según Aristóteles), la jerarquía de las inteligencias coloca en el más alto lugar a aquellas que alcanzan a conocer, por medio de actos más sencillos y menos numerosos, la de los ángeles, por ejemplo, y, en supremo grado, la de Dios. No estaría yo lejos de reclamar el título de «conocimiento angélico», como aplicable a estas formas de operación intelectual en que una opinión impía persiste en no ver otra cosa que una «vulgarización». Sócrates, prodigando su saber en medio del mercado y en formas divertidas, hacía el papel de ángel, al lado de la enseñanza pedantesca de los sofistas de su tiempo. Ciertas obras de un gran alcance, a despecho de sus formas sociables y de su tono de buena crianza, reproducen el mismo carácter angélico… Pienso, sobre todo, en algunos productos esencialmente franceses: el Discurso del Método, verbigracia, o ciertas Memorias de Lavoisier.

No ha faltado quien advirtiera que, de un tiempo a esta parte, parece complacerse usted en emplear las palabras «ángel», «angélico». En una carta abierta a su amigo Valery Larbaud, que «Le Roseau d’Or» ha publicado, llega usted a aludir a algunos estudios que acaso se refieren a este orden, bastante misterioso, del saber.

—Baste decirle, por el instante, que a las calidades profesionales, harto diversas, que hasta hoy han podido serme atribuidas, habrá acaso que añadir pronto otra: la de «teólogo». Y he aquí, por lo menos, un punto —añade sonriendo Eugenio d’Ors— que me relaciona con las tradiciones nacionales. La profesión de teólogo debe de quedar, a los ojos del mundo, como algo de carácter bastante español, ¿no es así?

En todo caso, me atrevo a garantizarle que, cualquiera que sea la orientación que tomen estos estudios, permanezco yo demasiado fuertemente anclado en la tradición científica occidental, en la actitud de la vida del laicismo secular y mundano, para que pueda convertirme en profeta. Un profeta es un hombre que usa barbas muy largas, y no he oído jamás hablar de un profeta que supiese nadar.

Dichas estas palabras, el filósofo se zambulle y reaparece pronto, algunos metros más lejos, batiendo el agua con una mano vigorosa.


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Última actualización: 3 de enero de 2006