Fue
en la piscina de un Club, cerca de la plaza de la Concordia, donde encontré
por primera vez al filósofo. Estaba casi desnudo y nadaba. Obligado
a permanecer con bastante frecuencia en París para seguir, como
representante oficial de España, los debates del Instituto de
Cooperación Intelectual, Eugenio d’Ors no puede ni quiere
permitirse el llevar la existencia libre y dispersa de un turista. Consagra
toda la mañana a sus trabajos habituales. Pero como guarda en
todas partes la costumbre española del almuerzo tardío,
quédale una hora, al mediodía, para los ejercicios corporales
y para ese “placer de desnudarse” que es, en él,
más que una higiene, casi una moral.
—Sí, me dice, las costumbres de la antigüedad vuelven.
Las más finas sensibilidades no buscan ya el resucitar en una
vida “a rebours” la preciosidad de los Esseintes o de d’Annunzio.
Place de nuevo, hoy, el valor de una existencia sin complicaciones superfluas.
En cuanto al desnudo, cuya libertad y hasta culto es, a mi entender,
una de las manifestaciones más importantes de la civilización
contemporánea, ¿conoce usted la leyenda referente a la
construcción de la iglesita de Saint-Wolfgang, en Salzkammergut?
El santo obispo arquitecto empleó en ella a los demonios, sin
pagarles su trabajo, eso no hay ni que decirlo… Así, con
frecuencia, fuerzas malas cooperan en una obra de bien.
Ciertamente, en este sentido de la libertad del cuerpo, concurren muchas
tendencias que tienen carácter obscuro y demoníaco. Ello
no empece a que trabajen sin saberlo tal vez, para acercarnos a este
fin esencialmente moral: separar con pulcritud el “sentimiento
del cuerpo”, —de orden superior, puesto que su naturaleza
es clara y orgánica— del “sentimiento de la carne”
—obscuro y amorfo… Me ha satisfecho el ver a nuestro amigo
Henry de Montherlant exponer, con la autoridad que le concede una larga
experiencia deportiva, criterios análogos. Yo añado que,
para mí, esta diferencia entre “cuerpo” y “carne”
es absolutamente la misma que separa a la “palabra” del
“grito”, y, en último análisis, lo que es
clásico de lo que es romántico, o, más bien —usted
conoce mi terminología—, barroco.
Miro a mi interlocutor. La vida deportiva le ha aprovechado. Los
que le conocen más de cerca aseguran que sus sentidos tienen
la agudeza propia de un primitivo. Prescinde de óptico y de dentista,
ve a su médico cada diez años. Afirma poder no dormir
sino una noche cada dos, poder hacer excesos, a su voluntad…
—No ha sido en un día en lo que he llegado a este dominio
corporal. Descendiente de una familia largo tiempo ciudadana —mis
antecesores habían abandonado desde el siglo XVIII sus tierras
de Ors, en la actual provincia española de Lérida—,
nací en Barcelona y allí he vivido mis primeros años,
pobre niño flacucho y enfermizo, bajo las mofas crueles de los
jóvenes porque la paternal prudencia le obliga a llevar un abrigo
de pieles, cosa extraordinaria para esta ciudad de clima suave…
Aquel abrigo ha jugado un gran papel en mis infantiles sufrimientos.
A los diez y siete años los médicos declararon que, en
rigor, podía continuar mis estudios, a condición de supeditar
mi salud a muchos cuidados y, por ejemplo, “de estar ya en casa
diariamente hacia las seis”… Pero, he aquí, el nuevo
siglo comenzaba. Era rico en tentaciones, en promesas. La época
se ofrecía para mí como una fiesta, y valía la
pena exponerlo todo para no ser excluido de ella. Así, después
de haber seguido algún tiempo el régimen melancólico
preconizado por los doctores, partí.
Dejé todo a la vez: ciudad, patria, afectos, familia. Fui el
estudiante vagabundo de las Universidades europeas, de París
—sobre todo de París—, de Ginebra, de Heidelberg,
de Munich… Había hecho anteriormente en Madrid estudios
de Derecho en el momento en que la crisis moral producida en España
por la pérdida de nuestras últimas colonias, traduciéndose
en una especie de examen de conciencia (hemos tenido nuestra “post-guerra”
en 1900), indicaban los peligros del aislamiento. Así nuestros
gobiernos comenzaron a enviar al extranjero becarios de estudios. Yo
fui uno de estos pensionados cuya influencia en la vida intelectual
española merecerá algún día ser analizada,
en conjunto, por nuestra historia.
—¿Fue en la filosofía en lo que trabajó
usted sin duda, durante esos años «de viaje» y «de
aprendizaje» a la vez?
—En la filosofía… y en todo. Todo me atraía,
como todo, aun hoy, me atrae. El pensamiento y la vida. Las artes, todas
las artes. Los oficios en sus más oscuras formas y las más
recónditas. Los paisajes y la historia. Los grandes hombres y
las existencias silenciosas. Roma y el desierto. Mi curiosidad ha querido
atacar a todo. Pronto tuve esta intuición de que la filosofía
era una forma del saber desprovista de contenido propio y que debía
adquirir su materia por todas partes, con afán de transformarlo,
de convertirlo en substancia eterna, de convertir, como tengo por costumbre
decir, «la Anécdota en Categoría»…
Miro de nuevo al autor del Glosari, este Glosari que cuenta ya hasta
veinte volúmenes y que, como dice M. Sarrail, el profesor de
Poitiers, en su prefacio de la versión francesa de Tres horas
en el Museo del Prado de Eugenio d’Ors, no ya el diario de una
existencia, sino el de una inteligencia. De una inteligencia a la que
nada es extraño. «Summa de los tiempos modernos»
ha sido llamado el Glosari, en Francia. Y, en Alemania, la Allgemeine
Rundschau había escrito: «Eugenio d’Ors, el Sócrates
de la España moderna»… Pero no es en Sócrates
en quien pienso yo. Este exaltado elogio de la curiosidad universal
hace pensar, mejor aún, en Goethe.
Yo sigo:
—Usted, que ha titulado a uno de sus trabajos de psicología
Estudio sobre la curiosidad, ha debido de comenzar por predicar con
el ejemplo e incluirse en la escuela de los grandes curiosos de la historia,
como Leonardo y Goethe.
—Sin duda alguna, Goethe es el hombre que, por su perfecto sentimiento
de la totalidad, por ese gusto de vivir en la unidad, por ese afán
de síntesis que muestra hasta en las cosas más nimias
y aun en las más vulgares, puede hacer despertar con fuerza la
emulación de un espíritu joven.
En cada gran hombre, un don, una cualidad, una aventura, una obra, puede
atraernos con preferencia. Podemos envidiar la serenidad de Platón,
la fecundidad de Shakespeare, el estilo de Voltaire, el automóvil
de nuestro vecino. Podemos desear ser los autores de la Capilla Sixtina
o de tal Minuet lleno de inspiración y comodidad. Pero querríamos
ser Goethe. Aquí, el modelo es de tal riqueza, tan superior,
que nos conduce su contemplación casi a esa extrema blasfemia
de renegar de nuestra personalidad y desear cambiarla por la suya.
Un espíritu clásico siempre gusta, no precisamente el
de ser así dichoso o, como suele decirse, de llegar (¡qué
miseria!), sino el del éxito por excelencia, cual fue el de Goethe.
Genios mayores que el suyo no tuvieron su suerte. Testimonio de ello
es Leonardo, que más bien parece un ejemplo en la ambición
de llegar a ser un ángel.
Yo no dudo, en principio, en dar a Goethe la denominación de
filósofo, dejando al vocablo la plenitud de su sentido. Bueno
será no olvidar jamás la concreta separación que
Schopenhauer ha establecido entre «el filósofo» y
«el profesor de filosofía». Las costumbres burguesas
y el funcionarismo académico han acabado por producir a este
objeto una lastimosa confusión. Ya se ha ensayado el encerrar
la actividad filosófica en uno de los sectores del saber y hasta
en uno de los aspectos de la administración pública. Ni
el caso de Platón, escultor y poeta; de Leibniz, filólogo,
matemático, místico, abogado, historiador, hombre de Estado;
de Descartes, soldado y autor de bailables; ni siquiera el de Kant,
profesor de geografía y autor de gramáticas, por no hablar
de individualidades inclasificables como Montaigne y Voltaire, o de
aquellos respecto a los cuales se han hecho dudosas atribuciones —pienso
en aquel Bacon quien, según algunos sería el autor de
las obras de Shakespeare—, no han convencido a a estos acérrimos
guardadores de las clasificaciones rígidas. ¡Desdichados!;
si rezongan contra Nietzsche, ¿cómo podrían aceptar
a Goethe?
Y, sin embargo, si se niega a este poeta el título de filósofo,
¡cómo llamar —os pregunto— al conjunto de pensamientos
que se ordenan, enciclopedia viva, en ese libro extraordinario: Las
conversaciones con Eckermann! Este conjunto tan variado se organiza
inevitablemente en sistema y puede reducirse a una sinopsis, a un largo
encadenamiento lógico de principios en torno de una intuición
central. ¿Cómo no llamar «filosofía»
a una doctrina que posee estos tres caracteres: originalidad en la concepción,
unidad orgánica en el desenvolvimiento, universalidad de objeto?
Coincido por completo con su interlocutor de un día, André
Suarés, que declaraba no haberse rendido aun plena justicia a
Eckermann. Eckermann ha descubierto una terra incognita en
el orden de la expresión formal en filosofía. Es un inventor
al modo como lo es Platón, por su descubrimiento del diálogo,
y Renan por el del drama filosófico. Todos estos descubrimientos
son episodios en la historia general del pensamiento entendido como
«diálogo», es decir, como verdadera dialéctica
(note usted que ambas palabras tienen la misma raíz, indicio
de un parentesco en su significado). Pero a este objeto tendría
demasiadas cosas que decirle, y como debería, inclusive, referirme
a usted…
—…Mejor es aplazar esta parte de nuestra entrevista.
¿Pero usted no parece ser de esos que piensan que el diálogo
es una variedad del ensayo y que, en suma, Platón y Renan no
fueron sino ensayistas?
—La moda inglesa del ensayo ha invadido el continente. Me repugna.
Corresponde a un fragmentarismo que es, en realidad, lo que hay de menos
filosófico. Quiérase o no, toda verdadera filosofía
es un sistema, es decir, una organización total, una estructura,
una arquitectura. Pero una especie de impotencia ha esterelizado, sobre
el plan filosófico, a los hombres cuya obra cabalgó sobre
el siglo XIX y el presente siglo. He aquí un muy significativo
ejemplo en Georges Simmel, cuya agudeza en la visión no tenía
igual sino en su incapacidad para construir.
En rigor, y en otro orden de producción, esta impotencia fue
también la dote de un Rodin. La Puerta del Infierno,
donde vuelve su ambición, muestra su quietud; no obstante el
multiplicar los trabajos fragmentarios, los bosqueja. Como no había
concebido su sistema sino vagamente, no llega nunca a una realización
del conjunto.
Por el contrario, en las nuevas generaciones, un constante anhelo de
totalidad y de unidad las hace aborrecer instintivamente todo lo que
no tiene significación precisa en el conjunto de una obra personal.
Hasta para un impresionista, como Proust, ¿no nos ha rogado que
esperemos a la total publicación de la obra para aportar un juicio
sobre su valor arquitectural?
—Así es como la obra de usted, que avanza en tan variadas
direcciones y contiene tantas circunstancias, queda, sin embargo, sólidamente
organizada alrededor de un sistema central.
—Sí, casi desde el principio.
—Un sistema de tendencia intelectualista o, más bien,
neo-intelectualista.
—Justamente, en contradicción con el intuitivismo y el
pragmatismo de los maestros de nuestra generación, los Bergson,
los Boutroux, los Blondel, los William James… Pero, como usted
ha dicho precisamente, nuestro intelectualismo era y debía ser
un neo-intelectualismo.
Personalmente, mi ambición fue siempre conseguir lo que yo llamo
la reforma kepleriana de la filosofía. Usted ya sabe
cómo Kepler, reemplazando, para la cosmografía, el esquema
en órbitas por el esquema en círculos, de los
Antiguos, consiguió, al mismo tiempo, integrar en la racionalidad
cierto número de hechos que los progresos de la observación
habían llevado a los astrónomos a averiguar, y que, hasta
entonces, debían considerarse como irracionales, y logró
así la explicación regular del Mundo. Por eso
halló la elipse, forma más complicada, más
flexible, por decirlo así, que el círculo,
curva formada alrededor de dos centros y no de uno
solo… Pues bien, lo que es preciso descubrir, valga la frase,
es la elipse de la Razón, la forma que sea algo así
con la Razón del antiguo lo que la elipse con el círculo.
En otros términos, proceder, con las adquisiciones del pragmatismo
(importantes, sobre todo, en su parte negativa, de crítica de
la ciencia), como se hizo un día en cuanto a las monarquías
absolutas con las fuerzas populares, revoluciones. Hacer la parte del
fuego. Aceptar la limitación para conservar la soberanía.
Lo que reprocho —vea usted—a algunos espíritus excelentes,
como M. Benda, es el comprometer, por exceso de celo, una causa
que nos sería común… ¿Cómo puede soñarse
en una vuelta exacta al antiguo racionalismo?…
—Satisfaría a nuestros lectores saber cómo ha
injertado usted su sistema en este intelectualismo ensanchado.
Temo que este resumen en pocas palabras no sea empresa apenas posible
en las condiciones de improvisación de nuestra charla…
Un ensayo de esta índole debe, primero, encontrar, conforme a
sus proyectos de usted, su oportuno lugar en nuestras próximas
entrevistas. Para lo que es de caracterización general, puede
usted, desde ahora, notar esto: partiendo, por un lado, de las estrechas
relaciones entre «la dialéctica» y «el diálogo»,
mi doctrina reúne, en el mismo proceso de abstracción,
obrando directamente sobre lo concreto, la filosofía
y el dibujo, gemelas actividades del espíritu y cuya
función, a mi modo de ver, es por completo análoga. Colocado,
en teoría, entre la pintura propiamente dicha —arte de
imitación inevitablemente— y la algoritmia —puro
sistema de signos—, el dibujo realiza la abstracción concreta,
igual que la filosofía, equidistante de la historia, cuyo objeto
es lo concreto —casi lo concreto (Croce no tiene razón)—
y la matemática, cuyo objeto es la abstracción, casi la
abstracción (la «Logística» no es más
que un sueño… Tal vez una pesadilla).
Excepción hecha del primero de mis trabajos Religio est libertas
(publicado en Heidelberg, hace veinte años, traducido más
tarde al italiano por el profesor Vidari), y cuyo objeto es descubrir
lo que en aquélla no es reductible a la determinación,
al dibujo, y que concluye formulando la tesis de la afirmación
de la libertad como substancia, no como cualidad adjetiva (por
esto rehuso yo el derecho a hablar de libre pensamiento, no
conociendo como expresión legítima más que la de
libertad pensante), todo el resto de mis esfuerzos, a la vez
que ligaba fuertemente los conceptos de «filosofía»
y de «dibujo», ha intentado presentarse, a su vez, como
una construcción reductible al dibujo, al esquema, a la sinopsis.
Se puede distinguir en este trabajo de estructuración tres etapas:
primero, entre 1908 y 1914, soy todavía un disperso, como la
mayor parte de mis contemporáneos, trabajo el fragmento.
La colección de estos fragmentos ha sido, con todo, reunida y
clasificada en 1915 por dos de mis discípulos, en una antología
que lleva el título La filosofía del hombre que trabaja
y que juega. La segunda etapa, entre 1915 y 1921, prepara la sistematización,
por medio de los cursos en mi seminario de filosofía de Barcelona;
a partir de este momento, no escribo yo ninguna monografía
filosófica más… El sistema ha sido expuesto
por entero y por la primera vez, en 1921, en la Universidad de Córdoba
(Argentina).
Una primera parte, la Dialéctica, puede considerarse
desde este momento como acabada. Quedan otras dos, para completar el
conjunto: la Física, o tratado de la Naturaleza, y la
Poética, tratado del espíritu (entendiendo siempre
espíritu como creación, poesis). Esta última
parte me ocupa actualmente: la Kulturwissenschaft, ciencia
de la cultura, constituye uno de los últimos capítulos
de la misma. En cuanto a la Física, una parte de ella ha sido
objeto de un curso profesado en la Academia de Ciencias de Lisboa sobre
«la concepción cíclica del universo».
Pero, por diverso que sea el contenido de este conjunto, insisto en
creer que puede reducirse siempre a un esquema, a un cuadro sinóptico,
a un dibujo. De buena gana hago mía la palabra de Lord Kelvin:
“Lo que se me puede dibujar, lo comprendo; lo que no se me puede
dibujar, no lo comprendo”.
Pero no se trata solamente de comprender, sino de vivir. Antes de abstraer
y después de haber abstraído, si no se quiere anemiar
la substancia filosófica, a fuerza de claustrarla, hay que ponerla
en contacto con la realidad en todos sus órdenes, y hasta servirse
de ella como de un arma de combate.
—Ha predicado usted con el ejemplo: no es en este momento,
en que han sido revelados al público francés sus trabajos
sobre Goya, en este momento en que nuestros editores publican traducciones
de sus «Tres horas en el Museo del Prado», «El arte
de Goya» y «La vida de Goya», en este momento en que
la Escuela del Louvre acaba de encargarle de un curso público
sobre la escultura española, cuando puede olvidarse su actividad
como crítico de arte.
Nuestros lectores se acuerdan, por otra parte, de esta «Oceanografía
del tedio», que renueva de un modo tan imprevisto el cuento filosófico.
Esperamos con impaciencia la traducción de «La Bien Plantada»,
de «El Valle de Josafat», y de este «Glosario»,
cuyo texto ha sido sucesivamente catalán y español, y
que comprende ya una veintena de volúmenes. Hay, por último,
su actividad de profesor y de conferenciante…
—Rigurosamente, y a pesar de una bibliografía personal
que empieza a ser copiosa, no he escrito y al mismo tiempo vivido mas
que tres obras. En primer lugar, el Sistema de que hablamos
hace un instante: la obra de un pensamiento que se encara con su propia
unidad. Viene luego el Glosario, en que el pensamiento se encara
con la muchedumbre de las cosas y de los problemas; puede considerarse
a una gran cantidad de mis trabajos literarios, incluso aquellos que
se refieren a la estética o a la crítica de arte, incluso
los que tienen el carácter de una invención imaginaria,
más o menos comparable a la novela o al ensayo, como a otras
tantas ramas que parten de este tronco común: el Glosario.
Queda, por fin, una tercera obra, constituida por los documentos de
intervención en empresas de vida activa y de idealismo militante.
—Todo lo que concierne al arte parece haber pasado al primer
plano de sus preocupaciones.
—Sí; y quizá no es efecto de un puro azar el hecho
de que (aparte de algunas monografías técnicas y memorias
filosóficas, traducidas desde hace largos años) los trabajos
que he escrito sobre temas de arte hayan sido los primeros introducidos
en Francia. He visto muy comentada mi concepción sobre lo barroco
y el barroquismo, así como ciertas fórmulas del género
de la que separa, en pintura, las formas que vuelan de las formas
que se mantienen de pie. Todo esto, en mi intención, constituye
un capítulo de una investigación muy amplia sobre la morfología
de la Cultura, investigación donde cada forma es estudiada como
el caso particular de un esquema aplicable sin distinción a dominios
muy alejados del arte, de la ciencia, de las instituciones sociales.
Así, en un volumen reciente, Las ideas y las formas,
que debe aparecer en francés a principios del año próximo,
analizo el estilo común al arquitecto Palladio y al
naturalista Linneo, a la Cúpula, como forma de arquitectura,
a la Monarquía, como forma política, etc, etc.
Una morfología de la cultura está en vías de constituirse
en los medios académicos de la Europa central, pero tiene el
inconveniente de no interesarse sino por las formas primitivas y rudimentarias
de los productos del espíritu, por la civilización de
los pueblos salvajes, por las civilizaciones prehistóricas. Ciertamente.
No se me oculta el interés de tales estudios: averiguar que la
tiara de los emperadores de Oriente reproduce la forma de los cuernos
del toro o que el sombrero de los jefes de tribu está dibujado
como la techumbre de una cabaña de aldea negra es un hecho instructivo;
pero no veo por qué no tendría el mismo «interés»
el relacionar, por ejemplo, la ornamentación «manuelina»
de los edificios portugueses del Renacimiento con los elementos adquiridos
por la visión de la profundidad del Océano de la época
de los descubrimientos marítimos; o que la pintura de Rembrandt
está compuesta de elementos distribuidos bajo la forma de andrajo,
como el pobre material que se encuentra en las tiendas de baratillo
de un ghetto.
Añadamos que estas averiguaciones, en cuanto al arte y en cuanto
a la forma, se encuentran, en la hora actual, singularmente facilitadas
por el hecho de que el público ha vuelto a mirar, a
ver, a servirse de los ojos, reaccionando así contra
las consecuencias de una formación abstracta, todo lecturas,
que ha seguido a la difusión de la imprenta… Se lee hoy
peor tal vez que hace 100 años. Pero se sabe mirar mejor…
La abundancia de exposiciones de pintura, grandes o pequeñas,
el cinema, los escaparates, el reportaje fotográfico, las colecciones
y museos de toda clase… La civilización de mañana
será, estoy persuadido de ello, una civilización
visual.
—Pero la parte literaria de la producción de usted
no se limita a los trabajos sobre el arte. Acaba de decir usted que
incluso sus cuentos y sus novelas forman en este orden de ideas como
ramas que salen del tronco del Glosario. Pero, en fin, ¿este
Glosario está también inspirado de espíritu filosófico?
—Usted sabe que el Diccionario filosófico portátil,
de Voltaire, es el que se ha dado como precedente formal del género.
Acaso piense usted en los Propos de d’Alain: habría
mucho que hablar. En cuanto a la inspiración fundamental de la
empresa, puedo resumirla en estas palabras: he colocado la obra del
Glosario bajo el patronato de San Cristóbal.
En las antiguas corporaciones, el trabajo estaba siempre puesto bajo
el patronato de un santo. Yo he elegido a San Cristóbal como
patrón del Glosario. San Cristóbal era, para
sus fieles de la Edad Media, uno de los catorce santos cuya devoción
tenía una eficacia particular. Protegía contra «la
mala muerte», es decir, la muerte por accidente; por esta razón
ha llegado a ser patrón de los automovilistas. Además,
como en aquel tiempo ya les era difícil a las gentes el recogerse,
los decoradores de las iglesias tuvieron cuidado en colocar la imagen
del santo de tal manera que pudiera ser percibida desde fuera, y la
hicieron también muy grande para que fuese vista desde lejos
y sin esfuerzo.
Si este saludo rápido, en medio de la agitación cotidiana,
bastaba para defender durante una jornada la integridad corporal, bien
parece que debamos, por otro lado, proporcionar a todo ser humano el
medio, entre la dispersión enloquecedora de la vida moderna,
de obtener un contacto cotidiano, por rápido que sea, con ideas
capaces de santificar una jornada empleada en gestiones y preocupaciones
materiales. El tesoro de la vida del espíritu no debe permanecer
encerrado en las Escuelas. Por el periódico, por la conferencia,
por carteles, inclusive, por carteles fijados en las paredes, el espíritu
debe avanzar hacia las muchedumbres y otorgarles nobleza y dignidad.
—La larga y decisiva campaña de «política
de las luces», cumplida por Eugenio d’Ors en España,
sobre todo en su Cataluña nativa, acude en este momento a mi
memoria, al oírle hablar de esta necesidad de darse, de ser útil,
de «comulgar con el alma popular». Director de Instrucción
Pública a los treinta años, a la vuelta de sus viajes,
como estudiante en el extranjero, ha empleado quince años de
su vida en fundaciones de cultura. El período de 1910 a 1920,
en Barcelona, fue, a este propósito, especialmente fecundo.
—En esta época —me confía—, cada quincena
estaba señalada, bien por la fundación de una escuela,
de un instituto de altos estudios, de una biblioteca, bien por la publicación
de un libro o de un fascículo de revista. El esfuerzo debió
cesar, vencido en parte, en 1920. No siento, sin embargo —añade
d’Ors—, el haberle consagrado mi juventud. Hubo en ello
jornadas muy bellas.
En 1921 tuvo lugar mi viaje de cursos y conferencias en Argentina y
en Uruguay, donde el sistema de filosofía fue expuesto por primera
vez. Después, la Residencia de Madrid, la enseñanza de
la Ciencia de la Cultura, la Academia, en 1927… Y, todavía,
nuevas tentativas de Aufklaerung, de difusión de las
luces.
Hay algo misterioso en este destino que me conduce de cuando en cuando
a renovar con los humildes de la tierra una especie de antigua alianza.
Permítame a este propósito evocar un recuerdo de infancia,
que no me ha abandonado a través de los años, y que, en
circunstancias decisivas de mi existencia, ni siquiera tengo necesidad
de resucitar; tanto ha conservado el carácter de obsesión.
Hacia el fin del siglo XIX, las luchas obreras fueron, en una ciudad
industrial como Barcelona, particularmente activas. Había muchas
manifestaciones de primero de mayo. Estas manifestaciones, ocurría
que tuviesen por escenario el mismo paseo elegante al que los niños
ricos eran conducidos por sus familiares o institutrices. Y he aquí
cómo un día me aconteció el perderme, niño
chico, abandonado de la mano que me conducía, en medio de esta
muchedumbre. Me encontré entonces solo, creo que por primera
vez en mi vida, solo entre el pueblo manifestante, con mis manos enguantadas,
con aquel famoso gabán forrado de pieles, que me daba tanta vergüenza…
Pero la corriente de manifestación que pasaba hubo pronto de
incorporarme a sus olas tumultuosas. Y así fue cómo me
manifesté un día, sin darme cuenta de ello y lloriqueando,
a favor de la jornada de las ocho horas.
Una mujer manifestante se burló de mí, y, era fatal, de
mi gabán. Otra hubo que rió muy fuerte, oyendo a la primera.
Pero una tercera, una trabajadora de fábrica —veo todavía
sus cabellos muy rojos, a lo Luisa Michel—, viendo mis lágrimas,
se me acercó, me acarició, hizo callar a las desvergonzadas
y me dio la mano. Un poco más lejos me confió al primer
guardia que se encontró en el camino: no importa, yo había
sido ya, durante unos instantes, un manifestante más, un manifestante
del 1º de mayo.
El contacto de esta mano áspera sobre la mía demasiado
tierna he continuado sintiéndolo toda la vida. Lo siento aún.
Fue una manera de pacto tácito, una alianza sellada para siempre.
Y quizá esta es la razón de que, filósofo encerrado
en las especulaciones más abstractas, estético amoroso
de los juegos formales más raros, escritor obscuro, según
dicen, amigo de los medios más selectos y de las sociedades más
exquisitas, no haya podido yo, a pesar de todo, claustrarme en la famosa
torre de marfil de los diletantes egoístas; de que un impulso
casi constitucional me haya siempre llevado a servir, a hacerme
útil, incluso en las formas de mayor modestia.
—Las mismas obras y trabajos de vulgarización no repugnan
a usted.
—Me niego, en general, a dar este nombre a páginas que
se refieren más bien a un orden de conocimientos sintético,
traducido a formas vivas y amables, sin traicionar por ello la complejidad
y la dificultad de los problemas. Bien al contrario, cabe pensar que
se encuentra ahí un modo de actividad pura en la investigación
de la verdad por el hombre. Recuerde usted cómo, según
la escolástica (y hasta según Aristóteles), la
jerarquía de las inteligencias coloca en el más alto lugar
a aquellas que alcanzan a conocer, por medio de actos más sencillos
y menos numerosos, la de los ángeles, por ejemplo, y, en supremo
grado, la de Dios. No estaría yo lejos de reclamar el título
de «conocimiento angélico», como aplicable a estas
formas de operación intelectual en que una opinión impía
persiste en no ver otra cosa que una «vulgarización».
Sócrates, prodigando su saber en medio del mercado y en formas
divertidas, hacía el papel de ángel, al lado de la enseñanza
pedantesca de los sofistas de su tiempo. Ciertas obras de un gran alcance,
a despecho de sus formas sociables y de su tono de buena crianza, reproducen
el mismo carácter angélico… Pienso, sobre todo,
en algunos productos esencialmente franceses: el Discurso del Método,
verbigracia, o ciertas Memorias de Lavoisier.
—No ha faltado quien advirtiera que, de un tiempo a esta parte,
parece complacerse usted en emplear las palabras «ángel»,
«angélico». En una carta abierta a su amigo Valery
Larbaud, que «Le Roseau d’Or» ha publicado, llega
usted a aludir a algunos estudios que acaso se refieren a este orden,
bastante misterioso, del saber.
—Baste decirle, por el instante, que a las calidades profesionales,
harto diversas, que hasta hoy han podido serme atribuidas, habrá
acaso que añadir pronto otra: la de «teólogo».
Y he aquí, por lo menos, un punto —añade sonriendo
Eugenio d’Ors— que me relaciona con las tradiciones nacionales.
La profesión de teólogo debe de quedar, a los ojos del
mundo, como algo de carácter bastante español, ¿no
es así?
En todo caso, me atrevo a garantizarle que, cualquiera que sea la orientación
que tomen estos estudios, permanezco yo demasiado fuertemente anclado
en la tradición científica occidental, en la actitud de
la vida del laicismo secular y mundano, para que pueda convertirme en
profeta. Un profeta es un hombre que usa barbas muy largas, y no he
oído jamás hablar de un profeta que supiese nadar.
Dichas estas palabras, el filósofo se zambulle y reaparece
pronto, algunos metros más lejos, batiendo el agua con una mano
vigorosa.