Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
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"MANÍAS DE LOS ESCRITORES. LAS DE EUGENIO D'ORS"
(por Guillermo de Torre, La Gaceta Literaria, Madrid, 15-V-1927, pp. 1-2 [pp. 55-56])
Al tratar de inquirir la manía de Eugenio d’Ors, me he encontrado con que el singular le quedaba estrecho, y era necesario aplicarle un plural ilimitado. El incubador de Glosas no tiene una sola manía neta, diferenciada, representativa, sino que posee un gran stock de ellas y todas en estado latente. ¿Cómo, pues, aislar un ejemplar individualizado de tales manías que pueda incorporarse a este friso, más pintoresco que patológico, compuesto por las predilecciones extrarradiales, por el instrumento que alegoriza el "violón" d’Ingres, de nuestros primates literarios? Por otra parte, quizá ninguna de las manías d’orsianas encajen en los lindes de esta sección. Pues antes que las manías profesionales, los caprichos, las derivaciones arbitrarias de los escritores, nos interesan las manías personales extraliterarias, marginales, un poco extramuros de la órbita profesional. Son las que revelan la morfología interna del personaje, sus apetencias íntimas, sus predilecciones o sus fobias naturales. Son las que nos ofrecen su escorzo fisonómico más veraz, su fondo insobornable, sin veladuras ni cortinajes.

Pero sucede que todas las manías d’orsianas son de oriundez intelectual, son de alcance literario. Ninguna de ellas tiene carácter instintivo o sensual, ni es una proyección vital, de rasgos pintorescos.

Con todo, vayamos enumerando manías —por mí entrevistas o declaradas por él—, en la espera de que brote alguna utilizable.

* * *
¿Pero qué más le importará a Ors -preguntábame cierto día un amigo-, que la d apostrofada de su apellido se escriba con d minúscula o D mayúscula? Tan caprichosa es una cosa como la otra. Pues bien: he ahí la primera manía de Ors. La del apóstrofo con la d minúscula. Grafía catalana que posee una inevitable reminiscencia irlandesa. Aplicación de un paralelismo nacionalista, cuya significación en 1906, cuando Ors empezó a escribir, a eliminar, a sintetizar, quizá no fuese todavía previsible, pero que después se ha utilizado políticamente.

Me pasa lo mismo que a d’Annunzio -nos decía un día Ors-. Soy víctima del mismo error caligráfico que él sufre, y contra el que ha protestado varias veces: la substitución de la D mayúscula por la d minúscula que nos corresponde.

Otra manía: la que primera salta a los ojos -a los oídos- del visitante -del auditor-; la de hablar en voz baja, la de hacer fluir sus palabras por los tubos estrechos del gran órgano pluritonal de su voz, casi siempre impostada en tono menor, y que sólo oratoriamente oprime los registros graves; la de emitir sus palabras sotto-voce acompasadas por suave ritmo de vals, meloso y tropical -de habanera, más exactamente-. (Filiación aproximada y sujeta a toda clase de ulteriores rectificaciones es la anterior sobre el acento vocal de Ors. Nadie ha acertado aún -ni acertaría el más estupendo fonético- a fijar con exactitud el meridiano geográfico en que pueda encuadrarse el acento de Ors. Acento extranjero -dice el oído castellano-. Acento mestizo -dicen por ahí los demás oídos peninsulares-).

Otra manía, más acusada y perceptible: la pseudonímica, la de multiplicarse en desdoblamientos nominales, la de encarnar en alter egos, la de proyectarse en otros yo. Así han nacido esos personajes enteléquicos que se llaman Xenius, Octavio de Romeu, Guaita y -últimamente, reencarnación mundana y adjetiva- Un ingenio en esta corte. Coro de personajes no divergentes del central -de Eugenio d'Ors-, sino más bien armónicos, concéntricos; desdoblamientos y multiplicaciones que subrayan su personalismo y extienden sus conceptos, sus puntos de vista más genuinos, intransferibles y característicos.

Esta manía pseudonímica halla su prolongación, o mejor su cristalización, en la manía aforística; en la tendencia acusadísima a producir su pensamiento de un modo apodíctico y formulario.

La pasión de la razón, la predilección racionalista de Ors le conduce a lo sistemático, al vértice del aforismo, de la fórmula condensada, que degenera en tópico, en clisé extensible a mil conceptos homólogos.

Ors es un gran "producer" de aforismos. Sus talleres aforísticos han lanzado unos cuantos modelos "ne varietur" que se mantienen, año tras año, en el mercado de las frases. Ors emite un aforismo como quien emite una moneda de nuevo cuño y después de pulir sus bordes la echa a rodar incansablemente en todas sus conversaciones, conferencias y libros. A la hora presente, ya posee un cuantioso stock de aforismos, que, en rigor, no modifica nunca y sólo se enriquece, de tarde en tarde, con la aportación de algún otro nuevo.

¿Ha pensado alguien, algún atento lector d’orsiano, en lo fácil que resultaría extraer un repertorio aforístico de su obra, una especie de común denominador que equivale a todo su conjunto?

Sin malignidad, desinteresadamente, por un puro juego del espíritu, podría agruparse una lista de frases y conceptos, desnudamente, sin apostillas, dejando que ellos solos se casen o luchen entre sí, mostrando sus afinidades o sus contradicciones. El efecto sería curioso:

El concepto de "fin de siglo" en oposición al "novecentismo".

La "santa continuación".

La frase pascaliana mil veces citada sobre "las razones del corazón que la razón no conoce".

Otra frase favorita que bate con la anterior el récord de las reiteraciones: la del coreógrafo setecentista Marcel, utilizada por Wanda Landowska: On ne sait pas tout ce qu’il y a dans un ménuet.

Fórmulas ley-motivos: la unidad moral de Europa. El ideal de la vida sencilla.

Ingeniosidades y "boutades". "Lo más revolucionario que se puede hacer en España es tener buen gusto". "Hay dos clases de hombres: los que saben que el queso es un manjar y los que se imaginan que es un postre"."El hombre que bosteza y que fuma: la mitad, por lo menos, de la vida española".

Y etcétera, etcétera, etc.

* * *
Pero, ¿cuál de todas las enunciadas puede considerarse como la manía más genuina y característica de Eugenio d’Ors? Es hora ya de terminar este soliloquio y de preguntárselo a él mismo. Encuentro a Eugenio d’Ors en su casa, recién instalado, en una calle remansada del barrio de Salamanca, y teñida del "gris fascista" -color ya descubierto por otros- privativo de este "quartier". Recién llegado de un viaje y en vísperas de otro. Sensación de su atmósfera: contradicción viajera del hombre estático. Ratificándola, sobre su mesa, emboscados tras mil papeles, diviso un Baedecker de España y Portugal y, a poca distancia, la antinomia de una lista de miembros de la Real Academia Española.

¡Grave dificultad su antimonismo, su visión pluralista para sintetizar en una sola hora y en un solo artículo el repertorio de manías que cultiva Ors voluptuosamente! Me doy cuenta de ello a los pocos minutos.

—No una, sino tres -me explica-; las que usted ha presentido, pero sistematizadas. En primer término, la manía de la Razón, o más exactamente, al agravarse, la locura de la Razón. Después, la de la pluralidad personal, descompuesta así: proyecciones del yo -"alter ego"-, pseudónimos -desdoblamientos y multiplicaciones-, pasión por el diálogo -"Ángel de la guarda", etc. -. Y, por último, la de los viajes y desplazamientos.

—Sin embargo -insisto yo, resumidor y premuroso-, todas ellas pudieran reducirse a una. Pasa lo mismo que con sus libros: admiten la unificación -dentro de la pluralidad y sin mengua de sus esencias-. Yo veo su obra como algo uniforme que viene girando en círculos concéntricos y en torno al mismo eje desde hace muchos años. ¿Me equivoco, por tanto, al decirle sin ironía, respetuosa, amistosamente, que usted apenas reserva sorpresas de criterio imprevisto; que la articulación de su pensamiento alcanza tal lógica y trabazón, que, conociendo sus esquemas apriorísticos, puede uno intuir ya de antemano cómo va usted a juzgar una cuestión, una idea que se le presente? En suma: su sistema de reacciones intelectuales apriorísticas, por una lado, es admirable, y por otro lado, me resulta pernicioso. Antes de afrontar una idea ya la tiene usted asida, prejuzgada, inscripta en su cuadriculado mental, siendo capaz de llegar incluso a la deformación de esa idea para que penetre en el enrejado de sus conceptos apriorísticos. Eso da a su pensamiento un cierto aire de automatismo, de maquinaria automática. Se diría que insertando en una de sus ranuras una ficha va a salir inmediatamente la respuesta, el aforismo, la definición empaquetada, como si fuese una cajita de bombones-

—Exacto -me ataja Ors risueñamente-. Eso espero yo, a eso quisiera llegar: a convertir mi pensamiento en algo casi automático, en la máquina de bombones conceptuales. Sin embargo, ese momento aún está lejos y mucho imprevisto me salta cada día al paso de mí mismo. Pero digo esto sin satisfacción, como me digo en vísperas de madurez sin haber llegado a ella. Pues sabrá usted que he compuesto la "réplica a Darío", unos versos que titulo Madurez, divino tesoro, y que voy a entregarle para un próximo número de LA GACETA LITERARIA.

Una pausa en la conversación. Yo insisto en reclamarle "su manía" para este friso, en pedirle que la singularice, que la unifique. Pero Ors, amablemente, insiste, a su vez, en reclamar un espacio para más de una. En posponer a otra ocasión la que a mi se me antojaba más sugestiva -los pseudónimos-, adelantando únicamente la manía que está más cerca de su espíritu en todas las horas: la manía de la Razón.

—Respecto a los pseudónimos -aclara Ors-, yo le contaré a usted en otra ocasión, con más tiempo, algunas anécdotas curiosas y cómo este afán de desdoblamiento se halla tan consubstancializado conmigo mismo, que en una ocasión, hallándome enfermo, con fiebre alta, me creí desdoblado en siete individuos, en siete enfermos. Pero, le repito, que sobre este pluralismo auténtico del Yo quisiera hablarle más extensamente. Hoy me limitaré a darle algunas precisiones, justificativas de mi culto maniático a la Razón, comenzando por una anécdota.

Mire usted, un día en Francia, en ocasión de los movimientos religiosos provocados por el jansenismo, y como un cementerio se hubiere convertido en lugar de cita para agitadas muchedumbres, llevadas allí por la expectativa de ciertos milagros, parece que los desórdenes subsiguientes a ello fueron cortados de raíz por las autoridades, haciendo poner en la entrada del cementerio un rótulo en verso que decía:

"De part du Roi, défense a Dieu
de faire miracles en ce lieu".


Esta broma me parece puede encerrar todo el sentido de un programa ideológico, la norma de toda una actitud en el arte y en la vida. Lo irracional, lo misterioso, lo ilógico, no es negado, sino prohibido. No se le suprime por incomprendido, pero sí le exorciza por desordenado y feo. Se le prohibe, se la exorciza porque se le teme. A mayor peligro, mayor defensa. A mayor tentación por el Misterio, culto más fanático por la Razón.

—Luego su actitud intelectual implica un logicismo extremado. Usted considera la Lógica como una defensa, como una barrera que detiene los embates del misterio.

—Eso es -prosigue Ors-. La Lógica es la "señal de la Cruz" de los ritos o la "fagocitosis" de las inmunidades, como usted quiera. Se toma la realidad —la venenosa realidad— y se la descompone o se la parte en cuatro con un esquema lineal. Así se vuelve inocua. Esto, en suma, es lo que llamé un día "Fórmula biológica de la lógica". Y la defensa de la Razón es más necesaria cuando la Vida es sentida con más intensidad. Un primitivo necesita pocos conceptos, porque su sensibilidad desconoce gran número de las tentaciones que ponen a la nuestra en peligro. Por eso Octavio de Romeu decía: "Hay que agarrarse a la razón como a un clavo ardiendo".

—¿Lo ve usted, querido Ors -le atajo sonriente-, cómo ya tenemos en acción a su ente más conspicuo y por qué debiéramos dedicar nuestra charla a este su "Monsieur Teste"? Sería curioso saber cómo nació en usted ese personaje, Octavio de Romeu, inquirir si su génesis tiene los mismos caracteres que el de Valéry. Si es un ente autónomo, si ha nacido con individualidad independiente de usted o si fue obtenido -como Monsieur Teste- "par le fractionement d’un otre réel dont on extrairait les moments les plus intellectuels pour en composer le tout de la vie d’un personnage imaginaire".

—No; seguramente no habrá ninguna paridad entre esos dos entes de razón -replícame Ors-. Por otra parte, mientras el héroe de Valéry está nutrido de substancia bergsoniana, yo y el mío marcamos netamente una reacción antibergsoniana. Mi vocación es la restauración del intelectualismo. Quisiera cumplir, si tuviese fuerzas para ello, lo que llamo "revolución Kepleriana de la filosofía".

—A ver: ¿quiere usted explicarme ese concepto? Renuncio, por hoy, a su manía pseudonímica y me quedo con la teoría revolucionaria.

—Verá usted: La Astronomía de los antiguos describía el Universo, atribuyendo al movimiento de los astros el esquema de círculos. Andando el tiempo, la observación había multiplicado la evidencia de ciertos hechos astronómicos que no se ajustaban a tal esquema, que no se explicaban según él. Se estaba, pues, conducido a juzgarlos como irracionales. Quedaban al margen de la lógica, en el desorden y la anarquía una gran cantidad de fenómenos.

Kepler incorporó estos elementos dispersos a la concepción racional del mundo, ensanchando esto, haciendo su descripción del movimiento de los astros según un esquema más complejo, más flexible, más laxo que el del esquema de los antiguos, substituyendo el círculo por la elipse, figura en que ya se inicia la multipolarización.

La obra de la generación anterior ha sido, en el pensamiento, dar su fuero a los elementos no racionales de la realidad. La obra de nuestra generación, reducirlo nuevamente a lo lógico, a precio de plantear un racionalismo igualmente puro que el antiguo, pero menos rígido. Repetir la hazaña de Kepler.

—Tendencia que, en efecto, implica casi una subversión de valores y va en contra de muchas ideas estatuidas ya en nuestro siglo y arraigadas en España.

—Cierto -me responde Ors-. No ignoro, no, que esto ha de parecer lo más contrario al espíritu castizo, al genio nacional que puede darse. Aquí, la tradición uniforme está en el dinamismo, en el biologismo, en la aversión por la Razón, en el carácter. Pero espero que se consentirá, y aún agradecerá, que en la iconografía de nuestra tradición haya siquiera una imagen que no sea la madera policromada.

* * *
—Pregunta marginal y, en cierto modo, de actualidad. Yo y todos sus amigos y lectores ya conocemos su concepto del novecentismo. Lo ha definido usted con singular pertinacia en centenares de glosas. Ha considerado usted como heterodoxas y no atendibles algunas otras definiciones -a mi juicio nada desatinadas- que han surgido posteriormente.

Por ejemplo: -dicho esto sin vanidad y sin ánimo polémico, ya que hoy vengo como oyente, y no como antagonista— la que yo un día propuse, queriendo hacer más elástico su concepto del novecentismo y negando que caigan fuera de su órbita los movimientos artísticos, los conceptos intelectuales de vanguardia madurecidos -pero no surgidos- en la guerra y trasguerra. Por ejemplo: la definición últimamente aportada por Bontempelli a la cabeza de su 900, donde sostiene, diferenciándose de usted, que el siglo XIX no acaba hasta 1914 y que el siglo XX no comienza hasta un poco después de la guerra.

Ors frunce el gesto. Se le ve impertérrito, heroicamente abrazado a su concepto del 900, dispuesto a no transigir ni admitir nuevas explicaciones. Y dice así:

—Cuando antes le hablé a usted de "nuestra obra", de la tarea racionalista, yo aludía a todo un siglo. No se puede entender el siglo XX -el Novecientos- más que como unidad. Ya sabe usted que creo que puede existir en esta unidad paréntesis, como el de los años de guerra y trasguerra, que son recaídas en el "Fin-de-siglo" y, en general, en el Ochocientos. Creo que esto se ve cada día más claro. Ejemplo: Erik Satie, hombre de "Fin-de-siglo" y de trasguerra. Paul Valéry, hombre de anteguerra y de hoy.
—Los ejemplos son hábiles, están bien elegidos -insinúo yo-, pero …

—No, no -replica vivamente Ors-. Pretender lo contrario, es barajar las cartas haciendo trampas.

—Bien, admirado glosador. Todo sea por su Dios racionalista, por su afán catalogador, por su afán de sistematizar todo, aun lo más sujeto a subjetivismos y revaloraciones. Inmolo mi criterio distinto en el altar propiciatorio de su manía, de su Diosa Razón.

—La Razón —-oncluye Ors, lúcido, a pesar de su temperatura alta, -no vale nada hasta que no es sentida como una fiebre.

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Última actualización: 2 de enero de 2006