Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
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"NOVELISTAS Y AUTORES REPASAN SUS OBRAS. DICE EUGENIO D'ORS"
(por E. Estévez-Ortega, La Esfera, Madrid, 20-XI-1926, pp. 8-9)
D’Ors no es, desde luego, un novelista, pese a su Bien Plantada y su reciente tragedia; pero es autor de una enorme obra de filosofía difundida. Sus libros suscitan de cuando en vez, como ahora, entre elogios sinceros, algunos apasionados comentarios. Sabe de discusiones, de polémicas, y también de encuentros felices con anónimos admiradores que le detienen en la rúa al pasar para felicitarle, y que son el duro contraste de otras críticas acres. Es hoy autor de moda.

¿Por qué no hemos de inquirir qué piensa de su obra?

Yo le pregunté:

—¿Cómo y cuándo publicó usted su primer libro?

Respondió él:

—El primer libro que escribí no se publicó, y el primer libro mío que se publicó yo no lo compuse... Esto parece un concetto. No lo es. Verá. La primera alusión se refiere a la tesis escrita para el primero de mis doctorados, el de Derecho, estudiado en España bajo la dirección de Azcárate y Giner; pero ya aquel estudio tenía muy poco que ver con las ideas de Azcárate. Se llamaba Genealogía ideal del imperialismo, y en él las tesis de no responsabilidad del liberalismo manchesteriano eran duramente combatidas, propugnándose con el nombre de imperialismo una teoría de responsabilidad, del hombre sobre el destino de otro hombre, de ciertos pueblos sobre el destino de otros pueblos; de donde también una oposición mía a todo lo que fuese nacionalismo, teoría de la responsabilidad que se basaba en el principio de la paternidad, en la fuerza...

Guardó silencio unos momentos, como para asir mejor sus ideas, y siguió diciéndome:

—Como usted ve, son las mismas ideas que han comunicado hasta su vocabulario veinte años más tarde a mi reciente Guillermo Tell. Las he profesado con ligeras mudanzas, hijas del inevitable progreso experiencial y doctrinal de la mente, toda mi vida, y creo haberlas servido con fidelidad. Mi trabajo escolar lo elogió la comprensiva generosidad de Azcárate, no menos que otro trabajo paralelo que había preparado para la clase de Giner, y que consistía en un programa para la exposición de la filosofía de Kant. Pero si mi profesor la encontraba bien, yo empecé pronto a encontrarla mal y a querer corregirla, eliminando de ella este tono de pedantería y espíritu de "opositor" que comunica a los jóvenes el aula española. Esta deseada revisión se fue aplazando, y ello fue causa de que este mi primer libro no se publicara jamás.

Marcó una pausa, y siguió diciendo al punto:

—Mientras tanto ocurría que algunos trabajillos puramente literarios, publicados en catalán en revistas barcelonesas de vanguardia, sobre todo en el inolvidable Pel i Ploma fuesen conocidos y amistosamente apreciados por algunos de mis camaradas de Madrid, especialmente por Díez-Canedo y Manuel Pedroso, con quienes, por el mismo tiempo, realizábamos algún conato de traducción de Schiller. Canedo tradujo aquellas páginas dispersas, y Pedroso las publicó como primer tomo de una serie nueva que se titulaba "Ediciones del Banquete", y cuyo segundo tomo, que no llegó jamás a ver la luz, había de ser el Gaspar de la nuit... Así nació mi Muerte de Isidro Nonell, primer libro publicado y no compuesto por mí; por cierto, en edición tan preciosa como jamás he podido lograr para ninguna otra obra mía, con dibujos, admirablemente reproducidos, de Zuloaga, Rusiñol, Mir y otros míos atribuidos a Octavio de Romeu. Me figuro que éste fue el primer libro exquisito, de gusto editorial a la moderna, que se haya publicado en España, y he pensado en el mismo al fundar recientemente en París con algunos amigos, entre los cuales se cuentan el impresor León Pichón, Rodolfo Alcorta y Adelia de Acevedo, una sociedad de bibliófilos, la A.L.A., dedicada al libro español de arte.

—¿Tiene usted predilección por alguna obra suya determinada?

—Debemos entendernos en esto de la predilección. Un autor es como un padre. Puede tener una predilección con matiz de lástima por sus hijos menos afortunados; otra predilección de matiz distinto por los mejor dotados, más venturosos. De la primera clase es el cariño que tengo a ciertas obras mías de filosofía que las circunstancias del medio han impedido sacar a luz. Esta es la situación en que se encuentra todavía otra tesis, la del segundo doctorado: el de Filosofía y Letras, escrita en 1913, y que se llama Los argumentos de Zenón de Elea y la noción moderna del espacio-tiempo. Calcule usted que en este trabajo, tomando pie de las teorías físicas de Minkowski, se llegaba ya filosóficamente a la conclusión a que por otros caminos Einstein llegó después. Con otro tipo de predilección, debido a la felicidad que me ha procurado al escribirlo, quiero al libro El valle de Josafat, en que pude encontrar el punto medio justo donde mis fuerzas espirituales se ejercitan sin sacrificio de nada... Explicaré a usted lo que quiero decir con eso. Mi visión primera de las cosas abarca, y reúne a la vez en ellas, lo abstracto y lo concreto, lo genérico y lo propio, lo que tiende a formular su definición y lo que tiende a plasmar su retrato... Es lo que el teólogo Schleiermacher llamaba ver el árbol dado y el árbol producido. Ser únicamente filósofo, o ser únicamente artista en una obra dada, me cuesta ya un sacrificio. Ser una de las dos cosas únicamente en la vida significaría para mí una mutilación; aquel sacrificio, con todo, lo cumplo a veces. Las monografías a que antes he aludido constituyen trabajos teóricos puros, mientras que la Oceanografía del tedio, por ejemplo, y sobre todo las Historias de las esparragueras, que la acompañan, están a punto de reducirse a simples obras literarias. Pero en los dos casos extremos el sacrificio no se cumple sin violencia. En El valle, en cambio, situado a igual distancia de ambos extremos, no he tenido que sacrificar nada. Me he dado al libre juego de mis fuerzas, tal como venían en su plenitud y complejidad...

—¿Y por su discutido Guillermo Tell no tiene usted predilección?

—D'Ors refleja en el semblante entonces una gran satisfacción, y rápidamente contesta:

No he de ocultarle que alguna predilección han de alcanzar por el halago que me han traído mis dos invenciones más populares: La Bien Plantada de un día y este Guillermo Tell, sobre el cual y para decirme algo sobre él, ya hay desconocidos que me paran en medio de la calle, como acaba de ocurrirme ahora mismo, al venir al Museo; encuentro que, por su vivaz espontaneidad, me ha conmovido profundamente.

—¿Qué obra le costó más trabajo escribir?

—Una vez he dicho, en una entrevista con un periodista americano, que mis obras, en realidad, eran únicamente tres: una filosófica, la formulación de un sistema, es decir, obra de unidad; otra, la aplicación de este mismo sistema a la diversidad del mundo y de la vida, obra de diversidad, es decir, el Glosario; otra, por fin, obra de acción, en que el sistema se encara directamente con la práctica, con la realidad de la vida en torno y esta otra, que puede llamarse de política, y consiste, bien en la enseñanza, bien en la predicación, bien en la tarea -que durante muchos años se me ha llevado lo más duro del esfuerzo- de fundaciones y administración de cultura. Al interesar a usted cuál de estas obras me ha costado más, debo excluir la segunda, que tiene para mí tanto de trabajo como de deporte. Ahora costar puede interpretarse como necesitar tiempo. En este caso, la que más me viene costando es la primera, la del Sistema, puesto que en ésta hace quince años que trabajo, y de las tres partes que ha de comprender, sólo la primera, la Dialéctica está terminada. De la segunda, la Física, hay sólo algunos capítulos, y de la tercera, la Psicología, una de las tres partes; calculando que necesitaré para dar cima a todo, dentro de las condiciones de simultaneidad con otros trabajos que me imponen a la vez la necesidad y el gusto, cosa de veinte años más, si el destino no me regatea el plazo...

—Y si me refiriese en sentido de dolor físico, de sufrimiento, ¿qué obra le ha costado más trabajo? —le pregunté entonces.

Él, tras unos momentos de vacilación, en tono apesadumbrado, añadió para sí:

—¡Ah! Si el costar tiene en su pregunta ese otro sentido, si alude a dolor y padecimiento, ponga usted que la que más me ha costado es la tercera obra, la de la lucha por la cultura, alguno de cuyos episodios me ha costado sangre y sudor de sangre.

—¿Siente o ha sentido alguna vez la tentación de modificar o alterar, corregir o cambiar algo de lo publicado?

—No, en lo substancial y espiritual. Nada, casi nada cambiaría en el conjunto de mi obra. Pero en lo formal, en sus detalles, y sobre todo, en su ensamblaje exterior, he de cambiarlo, quiero cambiarlo casi todo. Mi mayor ambición sería poder contar, después de los años necesarios para la terminación del Sistema y para ciertos indispensables resultados en el tercer terreno, con otros años de paz, en que, ya producida la totalidad de la obra, pudiese yo tomarla otra vez por entero, sirviéndome de la primera versión como de un borrador, y sobre él intentar acercarme a alguna perfección, sobre todo en la revelación formal de la estructura y arquitectura. Unos años en que yo fuese, por decirlo así, el alejandrino de mí mismo.

—¿Qué tipo novelesco ha creado con más amor?

—Si me pide usted un tipo novelesco o dramático, tendré que sacar nuevamente a colación, rindiéndome al sufragio popular, La Bien Plantada y Guillermo Tell: el tipo femenino y el masculino... Pero podía ser que más amor que en ninguno, más "cristalización", para decirlo como Sthendal, hubiese puesto en una figura no novelesca, que, con todos los respetos, sería la del matemático Henri Poincaré. ¿Ha leído usted, por azar, la introducción que puse a una serie de anécdotas de la vida de sabios, que se publicó con el nombre de Flos Sophorum, dedicada a la juventud? Allí está explicado cómo la proyección de la figura de Poincaré vino a ser para mí, en unas vacaciones, lo que en las anteriores había sido la figura de Teresa, La Bien Plantada.

—¿Cómo se le ocurrió ese personaje: Poincaré?

—Este tipo de sabio, del sabio, se me ocurrió conociéndolo como todos los demás. Todas mis figuras, Poincaré el sabio, como Sijé la modelito; Teresa, como la narradora de sueños de El sueño es vida; Guillermo Tell, como Bernardo Palissy, yo los he conocido en el mundo... aunque de otra manera. Y todos los he amado, que, en verdad, sin amor no podría decir que los hubiera conocido.

—¿Hubiera usted deseado ser en la vida, llevar la existencia de algunos de los seres ideados por usted y llevados a los libros?

—De todos, de cada uno de ellos, no sólo he podido desear la existencia, sino que la he llevado. Nada me ha parecido tan atroz siempre como soportar los límites que son cadenas de la cárcel de la personalidad. ¡Ser muchos, Dios mío, ser muchos! Tal vez haya un oblicuo resultado de cierta oscura vocación de mi subconsciencia por la multiplicidad en esta pasión por los seudónimos, en esta pululación de personalidades que me acompañan, en estos Xenius, Octavios de Romeu, Guaitas, Ingenios, Xans...; mil nombres más, conocidos por las gentes o jamás transparentados para ellas, que han creado a mi alrededor una especie de muchedumbre. Y no es ajena a ello -esto se lo digo secretamente- cierta forma íntima de piedad por la compañía del Ángel de la Guarda... ¿Qué más le diré? La única vez que he estado enfermo de gravedad he sufrido en mi delirio la extraña ilusión de una multiplicación de personalidades, viéndome y sintiéndome como seis yos pacientes en otros tantos lechos distintos.

Entonces le pregunté:

—¿Qué concepto tiene usted de su obra?

—Me dirige usted una grave pregunta... Quisiera contestarla con una seriedad digna de esta gravedad; no salir del paso con una ocurrencia más o menos feliz, ni envolver en ninguna forma de hipocresía la austera desnudez de un examen de conciencia. Es posible que un lector frívolo (ya no cuento con los aviesos y los impíos) interprete mal las palabras que usted escriba sobre lo que yo le diga, y me cuelgue de nuevo esta atribución de un orgullo con que más de una vez, no lo ignoro, la ligereza me ha calumniado... Si un hombre de cuarenta años, que lleva veinte de consagración a una actividad cualquiera de espíritu, le dice a usted que juzga su propia obra como insignificante, lo primero que debe usted hacer es desconfiar de la sinceridad del que así habla. Pero luego, si esta sinceridad se demuestra, debe preguntarse por qué falta de lógica o por qué cobardía el hombre que así le ha hablado no se esconde en el último de los agujeros, o no corre a inscribirse entre las fuerzas del Tercio para ir a habérselas con los moros.

Hizo un silencio. Y meditando un poco, para asir mejor sus pensamientos, volvió luego a coger la palabra de esta guisa:

—No. Quien por un plazo así y con una exclusividad así se ha dado honradamente y exclusivamente a una obra de espíritu ha tenido que hacer demasiados sacrificios por ella para juzgar que ella no valga nada... No estoy en este caso. Sé que "aquí hay algo", aunque la falta de perspectiva que me impone la inexcusable cercanía de lo propio me impida decir el precio de lo que hay. Pero si conozco esta presencia, conozco también como nadie, puesto que de ello sufro, las dificultades que se oponen a que esta presencia sea una evidencia alegable.

Como quien quisiera sincerarse de algo, añadió después:

—De todos los autores españoles, no soy yo, probablemente, el de nombre menos popular; pero soy también, sin duda alguna, el de obra más desconocida. Ya he aludido a alguna de las circunstancias que explicaban este fenómeno; otras son imputables no al medio, sino a mí mismo. Otras, a la misma naturaleza de mis empresas; otras, en fin, obedecen a una misteriosa lógica de estrella o destino. El hecho es que hoy por hoy esta obra mía parece abrupta, desigual, a trozos deshecha, a trozos al revés. Así una catedral que en plena construcción hubiesen a medias arruinado excesivos terremotos; y de que por un lado, una nave se mantuviera de pie; por otro, un andamiaje señalara la construcción en curso; aquí se destacara, aislado, un arco perfecto; acullá asomara entre basura alguna rota gárgola cómica y lasciva... Quien en ello adivine la ley interior, la lógica mutilada, la potencia en ejercicio, dará prueba a un tiempo de lucidez y generosidad. Pero esto no puede exigirse a todo el mundo. Por eso yo con mis juzgadores no discuto nunca, sino en algún caso excepcionalísimo en que manifiestamente la ineptitud ha podido ligarse con la malignidad.

—¿Siente usted fatiga o desilusión por la literatura? —le pregunté, aprovechando la coyuntura de un silencio.

—En medio de todo esto, como veo crecer la obra y adelantar entre disturbios, y tal como la veo, completando lo que hay que completar, cada día me parece más bella y más digna de ser realizada, por lo que no siento ninguna desilusión ni fatiga, antes al contrario, creciente estímulo.

—¿Le ha afectado a usted la decantada crisis librera de que todos hablan?

—De la crisis a que usted alude no tengo noticias, por la simple razón de que, para decirlo en términos prosaicamente profesionales, en el artículo libro soy productor, o si quiere, fabricante, no comerciante. Las dificultades posibles de la salida no parecen traducirse hoy en el encargo; serán de mercado tal vez, no de producción... Ya ve usted que uso términos propios.

Y finalmente, sonriendo, exclamó:

—No es mucho que si he nacido en Cataluña se me haya pegado, al menos, cierto tecnicismo...

EPÍLOGO
Quiero deshacer la leyenda de un Ors antipático y hostil. Es, eso sí, un hombre retraído, por lo que acaso él no conoce a mucha gente ni mucha gente le conoce a él. Sus glosas le retratan admirablemente. El estilo es el hombre, y él, vario y disperso, se entrega a su obra -que recoge su empaque- con todo fervor... Son idénticos.
E. ESTEVEZ-ORTEGA

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Última actualización: 3 de abril de 2006