Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
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OPINIONES DE LOS QUE NO FUERON A BARCELONA
(La Gaceta Literaria, 15-IV-1930, p. 9)

Eugenio d’Ors
—¿Ha tenido usted alguna razón para no asistir a los actos de cordialidad de Barcelona?
—Sé que nuestro sagaz amigo José Félix de Lequerica, hostil, como usted sabe —y él ha declarado, además, públicamente en algún artículo, el sentido de esos actos—, va diciendo, a propósito de los mismos: “Yo voto con la ausencia de Eugenio d’Ors”… Quizá esta ausencia no tiene la significación que nuestro amigo le atribuye. Desde luego venía impuesta por una razón adjetiva: por la de no tener yo, en la coyuntura, ni posibilidad de invitar, por faltarme la condición de residente, ni la de ser invitado, por no tener las calidad castellana. En la misma situación se encontraba un cierto número de hombres de profesión intelectual extrañados de Cataluña. así los poetas Eduardo Marquina y José Carner, el matemático Terrades, el historiador Pijoan, para no referirme más que a los de una promoción.
—Esta doble dificultad, ¿no hubiera podido vencerse?
—Acaso; aunque note que para alguien, como yo, que soy cada día más amigo de lo ritual y formulario, el detalle no es baldío. Pero, aun salvada aquélla, hubieran aparecido quizá otras de orden más substantivo, como es, fundamentalmente, la de cierta repugnancia al equívoco, que experimentaremos siempre algunos, amigos de la precisión y la nitidez, en todo negocio de intelecto. En el caso de que se trata, ni siquiera las manifestaciones de tono más sincero han logrado desvanecer totalmente la sospecha de que se tratase de llevar el agua de la cordialidad a cualquiera de los molinos políticos al uso…
—Algo, con todo, ha parecido definirse.
—Con menos claridad de lo que se hubiera podido exigir. Por ejemplo, hay una declaración en que han parecido coincidir cuantos oralmente intervinieron en aquella fecha: la declaración de que la situación estatal de un pueblo debía depender de su voluntad, libremente expresada. Pero esa tesis es lo más radicalmente contraria al nacionalismo, que prejuzga que la entidad de un pueblo depende de algo: la Nación, anterior y superior a la voluntad humana. Es la tesis del federalismo, del antinacionalismo de Pi y Margall. Es la buena doctrina. ¿Podemos asegurar, con todo, que se encuentren ya totalmente limpios de resabios nacionalistas, cuantos, en el uno y el otro bando, participaron en las fiestas de Barcelona?
—¿No se pudiera decir lo mismo de las otras fiestas de amistad castellanocatalana, por ustedes organizadas en Madrid, en reciprocidad con las otras y en homenaje al nuevo académico de la Española, señor Rubió y Lluch?
—No. Aquí todo lo definitorio ha sido valiente y claro. Se ha llegado, inclusive, a articular una fórmula de tanta precisión como alcance, donde tal vez se encuentre el laudo que concluya el debate cultural en Cataluña iniciado desde hace más de un siglo. La fórmula siguiente: “Cataluña es un país bilingüe; España un país plurilingüe”. Fue la fórmula, por ejemplo, que inspiró la posición de Menéndez y Pelayo.
—Esto resulta, en efecto, categórico. Quizá una nueva etapa del problema catalán nazca de ahí.
—Lo importante es que la anterior se cierre y que el espíritu se desembarace aquí y allí de una serie de problemas previos enojosos, pudiendo entregarse, por fin, a tareas normales… Un día, Bertrand Russell era mi huésped. Entre otras cosas, hube de aprovechar la ocasión para preguntarle su opinión acerca de la cuestión irlandesa, a la sazón no resuelta aún, como ulteriormente lo ha sido con la concesión autonómica. “Yo —me dijo Mr. Russell— daría a los irlandeses la autonomía, a ver si, por fin, hablan de otros asuntos”… Ya ve usted: hoy se la han dado y los irlandeses siguen hablando de Irlanda. Hoy se pelean entre ellos, dejando, igual que antes, el cuidado de producir valores espirituales auténticos a los irlandeses extrañados de Irlanda, a los Joyce o los Bernard Shaw.
—Estos valores, ¿cree usted que hoy se producen en Cataluña?
—Se producen, sobre todo, en el terreno del arte. En la literatura, mucho menos. Sólo en pintura o escultura parece alcanzado, a veces, aquel nivel en que las manifestaciones culturales de un pueblo se cotizan en el mercado universal. Sin que nadie pusiera intención en ello, una especie de lección de cosas se ha producido en este capítulo. Hace algún tiempo la espiritualidad catalana estuvo colectivamente representada en Madrid; pero lo estuvo por medio de sus pintores, acogidos por el “Heraldo”, con honores máximos. Ahora, de Madrid a Barcelona, no han ido pintores —que no hubieran allí encontrado aprobación o alabanza—, sino escritores… La disposición del fenómeno no hubiera podido ser inversa.
—Una especie de “división del trabajo”…
—… Cuya comodidad no impide que hagamos votos para que un día, si las blandas manifestaciones de cordiales se convierten en honradas definiciones, iniciándose así una verdadera colaboración, cada comanditario traiga a la comandita un equipo de disponibilidades intelectuales completo.


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Última actualización: 30 de enero de 2012