Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES   
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NUESTRAS VISITAS. EUGENIO D'ORS, ‘XENIUS’
(por El caballero audaz (José María Carretero), La Esfera, Madrid, 10-VI-1916, pp. 8-9)
Este periodista, lector, es una abeja que tan pronto trae a su colmena de La Esfera miel de las flores de Castilla, como de Andalucía, como de Aragón, como de Cataluña...

Verás. Un automóvil nos había dejado a Casas Abarca, a Campúa y a mí, en el número 416 de esa hermosísima vía barcelonesa que se llama Diagonal y un ascensor nos llevó a un piso suntuoso, piso de prócer artista, nunca hogar de un escritor que tiene que andar por la vida con la muleta de su pluma. Era la casa de Xenius, el gran escritor catalán, el exquisito filósofo, todo cerebro y rebeldía...

Él mismo nos pasó a su despacho.

Xenius es joven, alto, recio... Su gesto es blando, afable, casi infantil; de vez en cuando, se ilumina con altiveces y orgullos que luego su palabra fácil, lenta y dulce, se encarga de desvanecer... Durante su conversación, no aparta un instante sus pupilas de las del interlocutor, como queriendo penetrar con su espíritu en el rincón más recóndito de las almas... De vez en cuando, interroga con la mirada o bien con estas preguntas: "¿No?..." "¿Eh?..." Alguien me dijo que Xenius era antipático... Como yo le concedo una importancia a la simpatía, le observé libre de todo prejuicio... Xenius es simpático. Tiene, sí, la vanidad del hombre que no ignora su propio valer; pero es simpático...

Y como viese que me sorprendía al ver una maleta al lado de la mesa de su despacho, me dijo, sonriendo:

—Es mi compañera... Está siempre preparada para un viaje. Para mí, la maleta es lo que el cráneo para los ascetas; me recuerda que soy libre de la localidad, libre de la vida... Por eso no me desanimo.

—Sin embargo, ama usted mucho a Cataluña, puesto que en ella tiene usted su residencia...

—Amo a Cataluña, sí, sobre todo y sobre todas las cosas. Pero no crea usted, ahora estoy quieto aquí, quieto, porque mi cargo de Secretario General del Instituto de Estudios Catalanes, convertido por mí en una institución de estudios generales, me tiene amarrado. Mi espíritu es errante e inquieto. Para mí no existen las fronteras y creo el mundo una Patria Universal que se debe recorrer poco a poco y a la que debe amarse por igual...

—¿Usted nació en Barcelona?...

—Sí, señor; pero soy un poco mestizo en americano y catalán. Aquí estudié, bien estudiada, mi carrera...

—¿Abogado?...

—Sí... Yo terminé de aprenderme todos los libros y fundamentos de Derecho a los veintidós años, que me doctoré...

—¿Y tenía usted afición a su carrera?...— inquirí.

Xenius apresuró la respuesta.

—No, nunca, no.. Era el uniforme, ¿eh?...

Hizo una pausa; después prosiguió con lentitud:

—Lo que me ha interesado siempre hondamente es la filosofía... Y mi crisis, cuando terminé mi carrera obligada, era que yo no encontraba en España ni maestros, ni libros filosóficos... Poseído de un febril deseo de aprender, marché a Madrid... ¡Estaba aquello en materia filosófica tan estéril como Barcelona! Algo, un poco, me ofrecieron Giner y Salmerón.

—¿Escribía usted ya?...

—Sí, señor...; comenzaba... De Madrid marché a París...

—¿Tenía usted fortuna?

—¿Cómo fortuna?... Yo, en París, me ganaba la vida con la pluma.

—¿Escribiendo en francés?

—No, señor. Me llevé desde aquí la corresponsalía de La Veu y en ella escribía con tres o cuatro seudónimos distintos... Xenius, d’Ors y tres o cuatro nombres más. Mi vicio era y es la multiplicidad... Disfrazarme... Dar a conocer con mi misma pluma individuos distintos. ¿No?...

—Entonces comenzó usted en La Veu su famoso "Glosario" tan notable y justamente elogiado.

—Lo empecé hace diez años, en 1906, y desde entonces, día por día y sin faltar uno siquiera, he enviado mis cuartillas a La Veu desde el rincón del mundo donde me encontrase... A veces las he pergeñado en una estación, a bordo, en un tren, en el hotel, en donde estuviese... Yo, jamás he faltado. No me lo exigía nadie, pero era y es una obligación que yo me había impuesto; y a los mandatos de uno mismo son a los que se debe ser más fieles. Bueno... Al año de estar en París, vine a España a casarme; a los quince días volví a París...

—¿Y allí encontró usted maestro?...

—Sí, señor; Poincaré... Él ha sido el hombre que me ha enseñado a interesarme por las ciencias y el que me encaminó rectamente por el sendero de la filosofía, que empecé a producirla el año 1908 en dos Memorias que escribí. Una de ellas, titulada Tratado de la libertad y de la pujanza de Napoleón; recuerdo que para llevar a cabo este trabajo, tomé una casita cerca de Bruselas y de Waterloo... También escribí por entonces dos libros más: El residuo en la medida de la ciencia por la acción y Religio est libertas. Se publicaron en francés y en italiano. A poco de esto, estuve en Alemania, fui miembro de un Congreso en Italia, donde pasé un semestre; después regresé a París, donde estuve dos años estudiando Psicología... Y estos dos años los pasé de observación en dos asilos de locos... Tras de esto, me trasladé a Holanda, donde me interesaban unas experiencias biológicas de un ingeniero llamado Vries... Hice también grabados al aguafuerte... Escribí varios libros, Memorias y tratados y el año 1909 me nombraron aquí catedrático de los estudios universitarios sobre materias filosóficas...

—¿Y se trasladó usted a Barcelona?

—No, todavía no. Venía un mes al año y me volvía a París, Alemania, Munich, Italia, donde estuviese mi espíritu. ¿No?... Así, pues, como le digo a usted, era un hombre errante. Los últimos viajes ya los hacía en relación e inteligencia con elementos de aquí, que querían trabajar en cosas nuevas. A poco de esto, fui llamado para el Instituto de Estudios Catalanes... Allí he fundado en tres años una biblioteca compuesta de 47.000 volúmenes... Y, por ahora, apenas me permito hacer alguna excursión a Madrid, París y Suiza.

—Y usted —le pregunté un poco intrigado— ¿qué aspiraciones tiene para lo porvenir?

Xenius, el joven laborioso y filósofo, meditó un instante; después, como pensando en alta voz, exclamó:

—¡Mis aspiraciones!... Mi aspiración es la serenidad de la vida, como me parece que ha de ser la de cualquier hombre que quiera vivir con intensidad igual la eternidad y la modernidad... Yo, amigo mío, soy y quiero ser a la vez nuevecentista, es decir, hombre de mi siglo, hombre del siglo XX, e idealista, hombre que se esfuerza en ver una ilusión en el tiempo... El sophrosine, la armonía, calma, equilibrio y continua posesión y dirección de sí propio, me parecen el bien humano más apetecible, y así me lo concediesen los dioses, en los cuales, al pie de la letra, creo. Pero el hombre moderno se encuentra con dos enormes motivos de turbación, que un griego no conoció: la Mujer y el Trabajo. Estos motivos de turbación se nos han impuesto, son inevitables; no podemos eliminarlos. Se trata, pues, y este es tal vez el problema fundamental de la Ética moderna, de incorporarlos al juego de nuestra serenidad moral. La solución del primer problema está, acaso, principalmente en el cultivo y goce de las artes figurativas, únicas que, sin quebranto de nuestro monogamismo esencial de hombres trabajados por el cristianismo y el sentido de derecho, pueden traer a nuestra sensibilidad el escape de la angustia y el enriquecimiento de la multiplicidad. La cuestión del trabajo, la cuestión profesional, es aún más difícil; la civilización moderna ha centrado su ideal en el tipo del trabajador, del artesano, y yo mismo he canonizado de todo corazón este tipo humano en Aprendizaje y Heroísmo. Este tipo, sin embargo, es anti-griego y hay que esforzarse en conciliarlo con el tipo perfecto de aquella civilización: el filósofo, hijo del ocio exquisito... Ser a la vez, en la propia profesión, filósofo a lo griego y artesano a la moderna, ¡qué difícil ideal!... Difícil, pero insustituible.

Calló d’Ors. Todo esto, dicho con una perfecta sencillez, me había encendido en más admiración sincera... Le pregunté:

—¿Cuáles son sus literatos preferidos?...

—Mis veneraciones literarias tienen dos caminos. De una parte, procuro inspirarme en la tradición de esos grandes antepasados, maestros de la multiplicidad -que ya le he dicho a usted es mi gran pecado, mi sirena-, de Leonardo, Leibniz, Goethe... El tipo de filósofo o de hombre de ciencia jamás ha correspondido, en los mejores tiempos, al estrecho tipo de profesor especialista miope creado por el siglo XIX. Aun en este siglo, mi maestro Henri Poincaré continuó la buena tradición: cuando él murió yo escribí que había sido el último sabio a la manera renacentista. Sin embargo, lo mismo se escribió cuando Berthelot desapareció y no era cierto; siempre nos equivocamos cuando contamos lo último en algo. Hoy mismo tengo gran admiración por Pierre Duhem, físico e historiador admirable. Por otro lado, mis admiraciones literarias van por los autores estrictos, secos, económicos. He aprendido muchísimo de los autores de prosas breves, como Aloysius Bertrand o Julio Renard, y mejor que nadie La Rochefoucauld y La Bruyère, a los cuales he traducido enteramente. En la literatura castellana tengo en aprecio grande a "Azorín", estilista maravilloso.

—¿Es usted aficionado al teatro?

—En absoluto -rechazó-. Dos cosas no me interesan ni me gustan: el teatro y la oratoria...

—Pues es raro, porque habla usted muy bien.

—Nada de eso; me animo conversando; la cosa que me parece más importante es el diálogo. Sea el que sea... desde el amoroso hasta el profesional. Me parece que no se puede pensar sino en diálogo; las cosas grandes se han hecho conversando; pero lo que importa es que la conversación sea verdadero diálogo; el monólogo es mortal; el monologuista u orador termina siempre por funcionar sin pensar.

—¿Cuántos libros tiene usted publicados?

—No recuerdo... Además, sería cansado enumerar sus títulos, pues son de materias distintas.

—Dígame, entonces, cuál se vende más.

La muerte de Isidro Nonell y La bien plantada. De ellos se han hecho cuatro ediciones. La bien plantada sobre todo, se vende mucho en América; al castellano lo tradujo Marquina... Ahora le dedicaré a usted algunos de mis libros; no todos, por no abusar de la hospitalidad de su maleta...

Reímos. Mientras que Xenius me los dedicaba, yo curioseaba unos dibujos muy originales que adornaban las paredes...

—Son hechos por mí -me dijo d’Ors-. Pensamos con los ojos, ¿no?... y yo gusto de dibujar siempre la imaginada o el imaginado por mi pensamiento... Así, pues, antes de describir tipos con la pluma, los dibujo... ¡claro que sólo para mí!... En tiempos se publicaron algunas cosas mías...

Eran las tres menos cuarto. Campúa me dirigía unas miradas chispeando cólera, por el retraso de nuestras comidas. A Casas Abarca le había puesto de pie la impaciencia...

Xenius y yo nos dimos cuenta de la "situación" y tuvimos piedad para los estómagos...

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Última actualización: 1 de febrero de 2006