Eugenio d'Ors
DOCUMENTOS
Santa María della Salute
Discurso de D. Eugenio d'Ors,
presidente de los Juegos Florales de Gerona (1911)

Excelentísimos señores, Damas y señores míos:

Gerona, a punta de otoño no es, en verdad, menos sutil que Venecia en hora de primavera. Por esto he pensado venir a hablaros esta tarde de un crepúsculo veneciano, vivido profundamente [a] en los inicios de la primavera última; y esto, con el temor, no más, de quedar demasiado por debajo de vuestro nivel de sensibilidad, la propia de los hijos de una vieja urbe gloriosa, afinada por la moderna melancolía. Y he pensado hablaros de aquel crepúsculo veneciano, porque en él fue cuando divinamente me aparecía, bajo especies sensuales y claras, el misterio de cómo puede redimirse en belleza la más baja miseria del mundo, y el derecho consiguiente a edificar encima del dolor de los hombres el palacio marmóreo de una cultura. Mantener Juegos Florales, juegos de poesía y de galanía, en pueblos donde acaso las necesidades primarias no han sido cubiertas, ¿no sería una especie de sacrilegio, si aquel derecho no fuese adivinado aun antes que reconocido? Pero en el instante que digo, yo tan luminosamente lo contemplaba, que ahora quisiera llevar aquí un reflejo de tanta luz, por deseo de instaurar la paz y la seguridad en nuestras conciencias.

Veréis: aquel día era el primero en que mi corazón, libertado de turbaciones sentimentales, pudo abandonarse por entero a la seducción de la ducal Ciudad magnífica. La jornada había sido limpida y fría aún como un puro diamante. Había explendido metálicamente el cielo sin mancha, el agua fue bruñida y oscura en los canales, los contornos desnudos de los palacios y de las columnas se recortaban con vertical decisión; en los mosaicos de campo aurífico cada piedrecita tuvo una individualidad precisa y dura; y las venas rojas o azules de los mármoles preciosos se distribuían nítidamente. Pero, a tiempo que la tarde entró en agonía, esta cruda serenidad fuese poco a poco transmutando. Un aliento tibio llegó de la parte de marina. Languidez y humedad subían de las aguas durmientes, envolvieron lentamente las cosas con una caricia, las confundieron con una vibración tierna e irisada, tornaron trémulas todas las líneas como detrás de un velo verdeante, cambiaron en nácar y ópalo toda blancura, y tomando el oro inmortal de los mosaicos lo difundieron un poco a través de la atmósfera mojada, fundiéndolo en ella, liquidándolo, haciéndolo inquietamente palpitar desde el alto cénit hasta la orilla de las rivas profundas, como la sangre tras la frente de un adolescente. Y ya bajo los puentes y por las rinconadas de los «ríos» dormíanse las primeras sombras, cuando el mudo bogar de mi góndola ligera, abandonando el Campo della Caritá, me arrancaba a la ardiente fruición de la Academia, donde había pasado algunas horas en la fastuosa compañia de los máximos venecianos. Belleni y el Giorgione, Tiziano y Robusti, llamado Tintoretto, Paolo Caliari el de Verona, y el tercer Bonifazio y Giovanni Batista Tiépolo, maestro en la gaya pintura, me deslumbraron largamente con el triunfo de la carne dorada y del gozo heróico y eterno. Entonces quise terminar aquella jornada luminosa al amparo de mi templo preferido, de aquel octogonal Santa María della Salute, tan clásico y tan apasionado al mismo tiempo, construído según una imagen alegórica sacada del sueño de Polifilo. Pero, al llegar allí, ya las puertas estaban cerradas sin remedio. Toda la punta de la Aduana quedaba desierta. Y como yo hubiese despedido mi gondolero y me sentase encima de las losas para oír la canción dulcísima de las campanas que se comenzaba a esparcir por el aire de Venecia en hechizo, ví que tan sólo me hacía humana compañía un pobre mendigo jorobado, arrodillado en el primer escalón de mármol del pórtico de Santa María della Salute.

Únicamente en las tierras violentas del mediodía, señoras y señores, se encuentran miserables del horror de aquel miserable. Únicamente nuestro sol sin piedad puede abrasar, mustiar, ennegrecer, surcar, descuartizar hasta tal punto las carnes laceradas y dolorosas. Únicamente en las tierras del vino y del arte saben las tenebrosas compensaciones del infierno arrancar de vientre de madre monstruos así, y mantenerles en la vida como un cruel sarcasmo a la vida. La enana figura del que digo no se me olvidará jamás. Ahora mismo, si cierro los ojos, vuelvo a ver, con color y relieve, la imagen hórrida, y por verla, un frío de hielo se me filtra hasta las raíces mismas del espíritu. Era giboso y más que giboso, el aborto lamentable. Era un retorcimiento de huesos, una caricatura bestial, una manera de cataclismo en el intento de fabricar un hombre. La frente estrecha se coronaba de llagas, el pecho se hundía siniestramente, los desiguales brazos colgaban como carbonizadas cepas torcidas por un incendio; y sobre aquel pedazo de carne macerada y purulenta se habían abatido todas las plagas de Job. El cuerpo medio desnudo y sangriento, temblaba, oscilaba todo, por una enfermedad de maldición. Y él era agachado, contraído, lastimoso, visible y repugnante, y odioso, tan odioso que inconscientemente el pie se os levantaba como movido de la inhumana furia de acabar de aplastar tanta fealdad sobre la tierra. Y era mutilado, y era humillado, y era inválido, y era espantoso de mirar, el jorobado pordiosero en el pórtico de Santa María della Salute.

Imaginad, ahora, que esta cosa tremenda tenía a su alrededor, tenía enfrente, a la otra parte del Canal mágico, el espectáculo de más alta maravilla de que puedan gloriarse ojos mortales bajo la campana de los cielos. Venecia pomposa, reina de las artes y de los mares, inclinaba suavemente, junto al espejo del agua encantada, su cuerpo gracioso, ungido por el óleo y los aromas de tantos siglos, toda entregada al beso rosa y violeta del minuto. La mirada abarcaba desde el Molo, blanco y resplandeciente como un perfecto cristal salino, cerca de la azulada extensión, hasta el primer puente del gran Canal, hasta el Palazzo Cavalli, encaje de piedra verde y gris, tejido en el siglo quindécimo, diríase que por las manos trémulas de una madrina que hubiese contemplado demasiado tiempo, en el fondo del misterio marino, el enroscamiento y alargamiento elástico de las algas. Entre estos límites, la teoría de los edificios se desarrollaba como una música exultante y sensual. Sobre las vegetaciones oscuras del Jardín Real distinguíase la frente rosácea del Campanile. Más hacia acá, al estrecharse la Canalía, daba comienzo la población erecta de los postes de amarra, coronados de una suerte de cabeza, pintados en blanco, de azul y de encarnado, o de oro y de negro, de dos en dos, de tres en tres, siempre doblados por el miraje, sobre el espejo líquido, como en un juego de fantasmagoría. Encima, los palacios con sus muros verticales, bordados de portalones y ventanales y columnas y festones y cornisas y balaustradas y arabescos hasta el agua, que se vuelve a sus pies agua humilde, oscura, trémula, sollozante de ternura y de voluptuosidad, para lamerlos con lengua oblicua y traidora, trabajando en la obra de muerte con el beso corrosivo de la humedad aguda y de la corrupción delicada. El palacio Giustiniani, el palacio Tiépolo, el gótico de Contarini-Fasan, que la hora volvía indeciso y sutil como una telaraña; el palacio Ferro, y el palacio Fini, cerca del campo de Santa María Zobenigo; el palacio de Corner della Ca Grande, vasto y pujante como la realización del ensueño de un mercader llegado de un último viaje a Oriente, con el vientre de la nave desbordando de drogas y preciosas mercaderías; el palacio Bárbaro, cumplido como una joya, y más allá del palacio Frechetti, la iglesia de San Vitale, neoclásica, fría y exquisitamente artificiosa, dando ya a las torcidas piedras, con una suerte de delirio lúcido, el presentimiento de lo barroco. Y el Gran canal suspirador, bajo las resbalantes góndolas negras. Y, a la otra parte, allí mismo, cerca la esfera de oro coronada por la veleta simbólica de la Fortuna, mi iglesia, la preferida, la alta, la más besada, las más nacarada por la luz, con la armonía inefable de las verticales y de las volutas generosamente enroscadas, toda geométrica y toda femenina a la vez, a un tiempo sólida y marinera, milagro de gracia y espejo de la nobleza, prodigiosamente religiosa y prodigiosamente racional. Todo esto, en aquel momento exquisito del día, al último fulgor de la tarde de primavera, se confundía un poco, se entretejía y transfiguraba, hermanando los colores, trocando tornasoles y brillos, enviándose las cosas hermanas de lo lejos a lo lejos sus reflejos, tal como si enviasen sonrisas, vibrando un poco todas a la vez, así una mantilla transparente al paso de la brisa. Y desde cada piedra, desde cada ventana, desde cada duomo, cada columna, cada cornisa, cada balaustrada, cada góndola inquieta, cada fulgor, la gloria ancestral cantaba un himno de recuerdos nobilísimos, ensalzando la riqueza, el genio, la pujanza, la gloria. Y aquella belleza soberana posaba tan dulcemente, tan terriblemente sobre el corazón, que el corazón desfallecía… Pero había un miserable jorobado en el pórtico de Santa María della Salute.

De más allá, de detrás del jardín real, de la plaza de San Marco y de la Piazzetta, venía en oleadas vagas y enormes el rumor de la multitud agitada por la sacra fiebre del saber y del placer. Este año ha sido para la Italia año de fiestas, y el mes de abril derramó sobre la ciudad del Adriático torrentes de sensuales peregrinos, hijos de todo el mundo, escapados por un tiempo de la mezquindad cotidiana, llevados furiosamente hacia la belleza por un movimiento de libertad. Todas estas gentes venían con un ensueño erudito y voluptuoso. Todas querían morder, para sentir encima de la lengua y de las junturas de los labios el sabor, las frutas más azucaradas de la Cultura. Mezclándose con la muchedumbre veneciana, ya de suyo rumorosa y vibrante, estas gentes se distribuían por las callejuelas como ríos repletos, desembocaban en las plazas monumentales con un ondear de marina, y a punto de crepúsculo, se hacían lentas y suspirantes, abriendo el pecho y el ensueño al primer hálito vespertino que parecía que trajesen de lo alto, a la sombra de sus alas abiertas, los vuelos de las palomas. Es el instante en que las jóvenes del pueblo, salidas de sus talleres, pasean enlazadas de dos en dos al amparo de los pórticos, besándose, acariciándose, juntando el oro incendiado de las cabelleras, haciendo martillear las chancletas de talón libre sobre las vastas losas de mármol puro. A su lado las hermosas viajeras venidas del Norte son muy pálidas, como las rosas blancas cerca las rosas de fuego, pero en su carne láctea los hilos azules de las venas se vuelven más dulcemente transparentes. Las había, de estas viajeras, que tenían los ojos de color igual al del agua de la laguna. Las había con las sienes suaves y coloradas con el rosa del campanile. Había las jóvenes nobilísimas de la Inglaterra, que poseen en su patria ochenta castillos y setecientos caballos de estirpe sin mácula, y a las que no se les acaba el viajar al compás del deseo. Había las millonarias de la otra parte del Océano, que son tan altas y pisan tan duro, y que se dejan la garganta al aire como la de una dogaresa, y celan, rodeando el tobillo, un triple círculo de esmeraldas. Había las alemanitas de quince años, vestidas de blanco y de transparencias, con las cinturas suaves que ondulan reposadamente a cada ondeo del respirar. Había las damas de París, de ojos pintados; y las cortesanas también, las cortesanas de nombre sonoro y famoso como el de un combate, de nombre que, por sí solo, basta para encender las pasiones a lo lejos, como la fogata de un centinela en la cumbre de una montaña. Y las cantatrices que mecen nuestra sangre como se mece a un niño. Y las bailarinas que saben del ritmo y del salto, que son agitadas y numerosas… Pero había un jorobado también, en el pórtico de Santa María della Salute.

En esta estación, las modas de la vestimenta femenina comenzaban a ser una tenue máscara de desnudez, una mezcla de encanto ingenuo y de sabiduría perversa. Estatuas vivientes, las beldades dejaban modelar su cuerpo, y de su cuerpo la melodía, por las estofas a la vez pesadas y sutiles que hacen al andar como una caricia ondulante. Los troncos perfectos, ya sin lazos, aspiraban aires y olores, con una perfecta beatitud. Florecían las nucas olorosas amigas de la brisa y del sol. Los brazos nudos trascendían, a través de la muselina traslúcida, sus rosas y el ámbar de las muñecas, y el azul indeciso de la otra parte del codo, y la sombra fiera de las axilas. Sombreros locos tocaban las cabezas locas, como para un carnaval abigarrado y licencioso. Los encajes venecianos, antes de hacerse espuma sobre la carne de las renovadas Afroditas, habían cascadeado tumultuosamente en los aparadores de los grandes almacenes dorados, junto a las sedas del Oriente, los tules tejidos con filamentos de noche, o con filamentos de aurora o con filamentos de rayo de luna, junto a los admirables joyeles antiguos, esculturales y pesados como la proa de un navío, o ligeros y tenuísimos como el mismo deseo. Para la garganta de ellas habían redondeado artistas expertos las bolas de ámbar claro, enhebrándolas ordenadamente según proporción, todas en escolta de la mayor, como a una reina sus damas de honor, o pulido los corales vivientes que florecían antes arbóreos, en la gran calma de las profundidades nativas. Para los dedos afinados o para la capillita donde ellas separan los senos, otros artistas esculpían en el coral mismo, o encima del duro berilo, camafeos acabados, donde es figurada la trágica testa de Medusa o el perfil altanero de una emperatriz romana. Y allí, a la otra parte de la laguna, en el solitario Murano, ornado de cipreses, para que el cristal floreciese en vasos dignos de sus labios, o en espejos donde se pudiese reflejar su hermosura, o en lámparas que derramasen amorosamente la claridad sobre su frente, o en flores y monstruos que pudiesen saciar sus anhelos infantiles y su necesidad siempre renacida de prodigios, el Padre Fuego saltaba gozosamente en las fraguas crepitantes, se retorcía en espasmos de creación, y cantaba al través de sus mil llamas como un órgano al través de sus tuberías. Cantaba una canción triunfal, el Laudo de la mujer y de la Vida, del Albedrío de los hombres y la cumplida obra de Arte. Pero había un jorobado en el pórtico de Santa María della Salute.

¿Cuántos enamorados se escondían en el seno de aquellas muchedumbres, cuántas pasiones, abiertas o clandestinas, puras o criminales, todas exaltadas, todas victoriosas, todas vueltas más intensas o melancólicas más divinamente, el contacto de tanta historia y de tanta fiebre? ¿Cuántas bocas se unían bajo la sombra discreta o a la embriaguez meridiana, cuantos juramentos se interrumpían por el cristalino sonar de las horas y su caer al mar, desde el campanile puntiagudo de San Giorgio Maggiore? ¿Cuántos hombres ilustres, gustadores soberbios del vino embriagador de la humana gloria, se confundían también en el anónimo fluir, cuantos altos vivientes, sabios por haber exprimido, como de un racimo entre las manos, todos los jugos rojos de la victoria? Acaso la Marchessina Morozzo, escapada a la monotonía mundana de Bologna, celaba allí el principio de una nueva empresa y aventura, exasperadora de las trompetas de la fama. Acaso Jacques Emile Blanche, en el aula quieta de algún palacio, trabajaba sin fatiga, entre un ramo de flores y un lebrel, en el retrato de una duquesa de Escocia. Acaso un Lord Avebury apoyaba en aquel momento a la columna de granito sustentadora del León alado, la frente noble, cubierta de un sombrero de paja a lo segador y coronado de los rizos candidísimos, bajando hasta la capa de tricot que abriga la espalda robusta. Acaso Strauss, el músico, sobre los cojines de algún hotel opulento, fumaba cigarrillos índicos con el poeta Hoffmansthal, combinando aún, con fina inteligencia de hombre de negocios, una Electra nueva, para enloquecer a los públicos con los desgarramientos de la fatalidad y de la muerte. Y detrás de estas sombras de hoy, un poco pálidas, se alzaban las sombras de ayer, las sombras de todos los peregrinos de ilusión que consagraron a Venecia su ensueño y allí vistieron los miembros incorruptibles de los pensamientos soberanos con el manto blanco y verde, color de mármol y de laguna, desde Alberto Durero y Theotocópuli, hasta Lord Byron y Richard Wagner. Y se alzaba el pasado todo, cuando los carnavales y las bibliotecas, cuando las nupcias del Dux con la Mar y las nupcias de los pintores con la luz, cuando, cada noche de verano, bajaban de los abiertos conventos, hasta la Piazzeta, los coros de las monjas impuras para melodiosamente cantar; y, a la luna, toda Venecia deslizaba en las góndolas por el canal, escuchando la música arrobadora… Pero había un jorobado en el pórtico de Santa María della Salute.

¡Santa María della Salute, iglesia preferida, iglesia mía, iglesia octogonal, erigida según el sueño de Polifilo clásica y apasionada, sólida y marinera, vertical y enroscada, graciosa y noble, uniforme y nacarina, religiosa y racional! Dios te bendiga, Santa María della Salute, porque la historia de tu fundación es la que curó mi alma de la angustia con que la turbaba la antítesis entre la gloria del mundo y el dolor del mundo, entre la cultura y la piedad, entre la civilización y la justicia! Tú eres marmórea y pura,  pero tus fundamentos, Santa María della Salute, arrancan también del mal. Corrían los comienzos del siglo XVII, y la peste flagelaba a Venecia. Los grandes horrores habían llegado cuando los piadosos venecianos hicieron ofrenda a la Madona, que si les aliviaba y curaba de la calamidad, construiríanle una tan bella casa que fuese admiración y ejemplo para las generaciones presentes y futuras. La Madona misericordiosa oyó su clamor, y el siglo apenas mediaba, cuando el claro Baldasare Langhena terminó el cumplimiento del voto. Así la belleza más pura puede nacer del fondo de la misma miseria. Así el dolor del pueblo se muda en nobleza para el pueblo. Así, entonces y siempre, se levanta la cultura del seno del dolor transfigurado. Así, damas y señores míos, los pueblos más humillados pueden encontrar su redención en juegos de flores, en juegos de poesía y galanía. Y es la miseria hómida de los jorobados de hoy, la que se tornará mañana en nuevo milagro de la civilidad humana, florecerá en la útil, altísima inutilidad de los palacios y templos suntuosos, como vuestra Catedral, hijos de Gerona y como mi Santa María della Salute. He dicho.


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Última actualización: 28 de noviembre de 2006