Eugenio d'Ors
DOCUMENTOS
Enero. Lo que dejan los meses de 1938 para la historia.
Se crea el Instituto de España
(Vértice, 1-I-1939, p. 25)
En lo más fuerte de la guerra, entre las angustias que por aquellos días provocaba la situación del frente de Teruel, el Caudillo, sereno, sin desmayo, puesta siempre la mirada en el futuro y la predilección, en las perennidades de la Cultura, piensa en dotar a ésta de un supremo Senado, creando el Instituto de España, donde se reúnen las seis tradicionales Reales Academias y que se destina además a servir de conducto autorizado, por el saber a la vez que por la objetividad, a todas las intervenciones del Poder público en materia de investigación científica y estudios superiores. Restauradas las Reales Academias, por Decreto que se dio el 8 de Diciembre anterior, para remozo de nuestra antigua costumbre de ligar el vivir doctoral al dogma de la Inmaculada; tomados corporativamente los oportunos acuerdos, por los representantes de aquéllas, que se reunieron en Burgos el 29; convocado, el 2 de Enero, el Instituto, a la vez que elegía a Manuel de Falla su Presidente y a Eugenio d’Ors su Secretario Perpetuo, la primera sesión se celebró con gran solemnidad en Salamanca, el día 6 de Enero de 1938 festividad de los Santos Reyes, prestando todos los Académicos el juramento de fidelidad estatuido y leyéndose una Memoria de los trabajos iniciales, que terminó con un «Apóstrofe al Caudillo».

No todos los españoles se han percatado de que las rencorosas rebeldías revolucionarias, cuya explosión y desarrollo nos han puesto a prueba en los últimos tiempos, cifrábanse en dos conspiraciones, no en una sola. Se representaba, es cierto, escandalosa y cruentamente, en primer plano, una infernal asonada —de origen demagógico, de inspiración extranjera, de teatro pronto ceñido al Levante y al Sudeste de nuestra tierra—, contra la Religión, contra la Familia, contra la Patria, contra la Propiedad, contra los mismos fundamentos sociales de la Civilización… Pero se manifestaba también —incruento, es verdad, pero no por ello menos bárbaro ni menos peligroso, en ámbito más vasto, como que su virulencia se ha ejercido también entre nosotros, de origen mesocrático y de inspiración castiza—, otro movimiento, hijo de otro resentimiento: una difusa, solapada, sorda conspiración contra la Inteligencia.
La diferencia más esencial entre las dos ha consistido en que, así como la primera desencadenada y armada desde el mismo Poder público, por miedo a la venganza del pueblo auténtico, se imponía pronto en las regiones aludidas, se adueñaba de sus propios suscitadores, se apoderaba de los instrumentos de gobierno, se imponía irremediablemente allí por el terror y la contumacia, la otra forma de anarquía, la subversión contra lo intelectual, después de haber asomado un punto en nuestro ambiente, con manifestaciones más o menos vulgares y ramplonas (la ramplonería puede inclusive producirse en libros) había de verse sojuzgada, antes de que se apoderara del gobierno y arrastrara desde allí los brotes de Inteligencia y las semillas de Cultura que la guerra no sólo no había destruido, pero, al contrario, abrigaba, en una cálida germinación.
Si hoy el riesgo ha pasado, si a esta segunda conspiración cabe darla por vencida; si aquellos gérmenes y brotes se aprestan ya a florecer y granar, gracias sean dadas a un grupo de hombres que, una invocación de lo cultural en los labios, se decidió en otoño de 1937 a tomar al otro (sic) por las astas y a afirmar, dentro de nuestra gloriosa nacional Reconstrucción, la primacía de los valores de la Inteligencia. A la cabeza de ellos, el providencial Caudillo y Jerarca —jerarca en aquel maravilloso sentido de colocación de cada cosa en su lugar—, que en el Egipto alejandrino hubiera merecido el nombre de «Sotero»; pues función de soteriología esencial, como la de un Ángel de la Guarda, es este quehacer de salvación, justificación a la vez de toda una Causa.
Quienes la vivieron, no olvidarán nunca aquella mañana nivosa de Salamanca, en que, como en conjuro del fuego nuevamente se encendía, los cien brazos de los Sabios de España se tendieron, unánimes, en el gesto ritual, en aquel saludo romano que marca humanísticamente, clásicamente, la medida del hombre y, a la vez, sublimadoramente, cristianamente, el camino abierto a sus posibilidades de futuro… De algún corazón sé que entonces repitió la misma oración con que, asistente al Santo Sacrificio, suele acompañar la lectura del Evangelio:

Gloria a la Palabra
Sea carne el Verbo,
Corra la Escritura
Viva el Intelecto.

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Última actualización: 8 de octubre de 2009