Eugenio d'Ors
DOCUMENTOS
Discurso de Eugenio d'Ors
en su primer viaje a la República Argentina en el Salón de la Galería Güemes (1921)
 
Señores y amigos:

Al dejar las aguas de Montevideo el buque que me conducía a vuestro puerto, los facultativos argentinos, que, en cumplimiento de su deber, procedían a la revisión de sanidad, desnudaron mi brazo y me tomaron el pulso. Uno de ellos, informado de mi identidad, y evidentemente amigo de la literatura, mientras, con experto pulgar, apretaba mi muñeca, me dirigía, prenuncio de la cortesía porteña, algunas frases galantes… Una idea barroca cruzó entonces por mi mente. «He aquí —me dije— que ya andamos ahora en pruebas de psicología experimental. Antes de recibirme, la República Argentina quiere previsoramente conocer el coeficiente exacto de mi cantidad de resistencia emotiva al halago»… Y me dispuse interiormente a no ser demasiado infiel al culto que siempre he profesado por la proporción y la medida; me dispuse a lo que vulgarmente se llama «quedar como un hombre»; que, al fin y al cabo, en ésta como en otras cosas, «quedar como un hombre» es la mejor manera, es la condición indispensable para quedar como un filósofo.

Pero, deberíais reconocer conmigo, amigos y señores, que lo de estos días, que lo de esta noche es ya demasiado fuerte, aun para las virtudes de modestia y contención mejor templadas. Vuestra generosidad tanto se ha excedido por amor hacia mí y hacia mi trabajo, que ya temo corramos todos peligro de confundir la amistad con la gloria, y de abandonarnos a la dulce embriaguez de tal confusión… Y no ha de ser así, porque la embriaguez es siempre un pecado; para un discípulo de Sócrates, el peor pecado, estoy por decir, el único… Que el mal está siempre, dentro de cualquier humano negocio, en perderse, en enajenarse, en alejarse de la calma y serenidad, en salir del dominio lúcido en que gobiernan los máximos valores intelectuales. El mal nunca es grave en las almas, mientras no se extingue en ellas la luz. El mal no es la soberbia, sino la embriaguez de la soberbia. El mal no es la codicia, sino la embriaguez de la codicia. El mal no está en la sensualidad tampoco, que la sensualidad, mientras quede en limpia y elegante, es la mejor almohada para la razón, sino en esa sucia embriaguez de sensualidad, que enturbia las decadencias. Ni el mal está en la apropriación, en sí misma, sino en la abominable embriaguez de apropiación que envilece a las sociedades plutocráticas; ni, saltando de un peligro a otro, el mal, está en la revolución, por audaz, por radical que sea, sino en la oscura embriaguez de revolución, que hace románticamente caer en el amor de la revolución por la revolución, en el parnasianismo revolucionario, el que ama la revolución como fin, no como medio… El mal estaría, señores, no en el exceso cuantitativo del elogio, sino en la embriaguez estéril que el exceso cuantitativo del elogio pudiese producir a cualquiera de los aquí reunidos.

No toméis, pues, a mal, que, como coronamiento de una hora tan grata, me aplique, por vía de contención, a analizar entre cuencos de análisis, el torrente de felicidad que ahora me inunda el pecho. No toméis a mal que, en cierto sentido, os haga objeciones a mí mismo, intentando encontrar las raíces, ya que no las suficientes razones de esa opulenta cosecha de amistad que he podido recoger aquí…

He contado alguna vez del abad del monasterio de Silos, en España, quien, como le fuese preguntado, entre cierta sociedad, de qué modo imaginaba él el estado de bienaventuranza eterna, hubo de contestar así: «La bienaventuranza… —¡Deliciosa definición!— Objeciones dulces al Ser Supremo»…

Objeciones, es decir, la duda, el problema, la investigación, el vicio supremo, la virtud heroica del intelectual; objeciones, conformidad difícil, inquietud espiritual, activa. Pero «dulces», objeciones dulces. Objeciones dulces, puesto que estamos en la bienaventuranza y que en ese estado, la oscilación de la luz no puede llegar a producir la sombra jamás. A la convicción de que la vida es sueño, contestaba un día nuestro Calderón estoicamente:

Obrar bien es lo que importa
por si llega el despertar.

Digamos nosotros paralelamente, llevando de lo moral a lo intelectual la sentencia:

«Razonar» bien es lo que importa…

Sí, razonar bien es lo que importa, para cuando la tentación de embriaguez se disipe; para cuando aquella miel que, anchamente, gustó la boca, sea sólo un recuerdo fragante entre los pliegues escondidos de las encías.

Y para razonar, para «razonar bien», yo debo preguntarme: ¿Qué verán en mí las selecciones aquí reunidas o representadas de este país, que ya es para mí una patria desde hoy (y acaso, señores, algo más íntimo, algo más entrañablemente poderoso que una patria), para que así tan encendidamente me honren? ¿Agradecer acaso alguna lección de filosofía? No, que en filosofía, la verdadera recompensa es la adhesión; y, tal vez más que ésta, el estudio; recompensa que suele otorgarse en la meditación y el recogimiento. ¿O alguna virtud de escritor? ¡Pero si he dado hasta hoy casi todo el trabajo literario a un habla distinta, con dificultades que se os oponen a la comprensión íntegra, y, por consiguiente, al posible goce!

¿Entenderán, por ventura, estas selecciones argentinas pagar —algo que aprieta todavía en el fondo de mi corazón, me sugiere aquí la palabra «indemnizar»— el esfuerzo empleado en obras y construcciones de cultura en mí pais?… No. Creo ver claramente que aquéllas me consideran ya como propio, como hombre que, no sólo va a trabajar, sino que ha trabajado ya por su propio pueblo. Creo ver claramente que, más que por filósofo, o por escritor, o por fundador, por otra razón me quieren. Me quieren porque me consideran así como un artesano, diría como un escultor, en alguna tarea nacional suya… Como un escultor, sí; esta es la palabra: como un escultor que hubiese arribado aquí después de colaborar largamente, desde la lejanía, en el modelado, en el cincelamiento, en la erección de un momumento, y que hubiese venido a levantarlo aquí, en vuestra patria, desde esta tierra nutricia, hasta este cielo dilatado, entre cuyos abiertos confines cabe holgadamente, y sobra espacio, cualquier imagen histórica de grandeza.

Este monumento ante mí lo tengo, ante vosotros lo tenéis. Lo he descubierto y el descubrimiento me estremece en este instante de júbilo… Altos y magníficos son, señores, los palacios que vuestra soberbia metrópoli ostenta con orgullo; poderosas las construcciones erectas por vuestro vigor magnífico de trabajo; atrevidas las gigantes torres multicelulares en que abejea vuestro negocio; dignos y nobles los edificios destinados a la enseñanza; múltiples las columnas y estatuas, ornato de vuestras democráticas plazas públicas… Pero hay aquí estatua mejor, monumento más glorioso. Este monumento, esta estatua, es —dejádmelo decir lleno de admiración y lleno de orgullo a un tiempo— el joven argentino de nuestros días. Es el mozo de veinte años, nacido en el novecientos o en los confines del novecientos; el que ha adquirido conciencia de su época y de los derechos y deberes que le confiere su época. Ante mí le veo, ahora, simbólicamente, único y representativo; palpitante escultura, que con los iluminados por los resplandores del día nuevo, revela sentir, a la vez, el ímpetu bravo de su fuerza y los graves frenos de una tremenda responsabilidad… Veo este cuerpo hermoso; esta mirada clavada en lo futuro; esta frente, que ya el idealismo ungió; estos músculos tensos, que parecen a punto de estallar; estas manos, que ya se aprestan, impacientes, a la construcción; estos cabellos, que han agitado todos los vientos de la universalidad; estos pies, que parecen hundirse, firmes y seguros, en las entrañas de la raza… ¡Espectáculo admirable de esta juventud! En verdad, os puedo decir que yo, hombre de larga experiencia en la correría y en la comunión con la mocedad, no lo he encontrado hoy tan bello ni en Barcelona, ni en Madrid, ni en Lisboa… Yo sé bien lo que me digo; y hablo, señores, a corazón desnudo… Y sé —acaso, en este momento, mejor que vosotros— qué riqueza es ésta, qué garantía para el porvenir es ésta, qué fuente de viril santidad hay aquí para la República… Y también, también que en el momento, en la estatua triunfante del Argentino nuevo, yo he tenido mi parte; que ello es vuestro, bien vuestro, pero también un poco mío. Porque el ritmo que ha sosegado clásicamente su impulso y le ha permitido alzanzar la nobleza, es —no lo ignoro ni lo oculto, como no lo ocultáis ni lo ignoráis vosotros— un ritmo que un día dictaba mi propio corazón. Porque en la fundición tumultuosa de los hirvientes metales de esta estatua, se me quemaron a mí antes los dedos y las cejas, y en las llamas del horno matriz, ardió años y años, en un holocausto silencioso, toda mi vida.

Amigos míos, permitidme que en el ara de este nuevo y máximo monumento de la República Argentina, suspenda las flores que, fraternalmente, me habéis ofrendado; y que, ya disipada por el razonamiento cualquier tentación de personal embriaguez, vierta, como en sacrificio pagano, ante la imagen de este joven Dios, desde la copa que vuestra generosidad acercaba a mis labios, el licor destinado a mi libacion de esta noche.

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Última actualización: 30 de mayo de 2006