Eugenio d'Ors
DOCUMENTOS
Ernesto Laclau, «Xenius, el bienvenido»
(publicado en Revista Jurídica y de Ciencias Sociales, año XXXVIII, Buenos Aires, mayo-julio de 1921, pp. 245-250)
Haz tu propia vida como la elegante
demostración de un teorema matemático
(La Bien Plantada)
Mal le sabría a quien aconsejó no cantar ni exaltar nada, sino medir, contar y definir todo, se le ofreciera en glosa ditirámbica un estudio sobre su personalidad. No es que pretenda sintetizarla en este breve artículo, en el cual solamente haré algunas reflexiones sobre el carácter representativo de su obra, más sugestivo para nuestra juventud que el valor absoluto de las doctrinas del filósofo catalán.

No es precisamente el maestro de la lógica como una inmunidad a quien hemos dado nuestra bienvenida, pues si bien en esta monografía —La fórmula biológica de la lógica— afirmó conceptos nuevos e ideas originales, no puede ser el aspecto más interesante de quien sostiene que la razón no es toda la realidad, pero que conviene cultivarla, porque, como la conciencia, sin ser todo el espíritu, es su punto más luminoso.
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En triste herencia, el siglo XIX nos legó la gran tragedia del pensamiento contemporáneo. Contra el espíritu mesurado y pagano de la época clásica había reaccionado el romanticismo con su sed de infinito, sin sospechar que en su seno habitaba el germen de una escuela empírica, que cambiaría, poco más tarde, el renunciamiento de lo absoluto por la omnipotencia científica de la humanidad. Intelectualismo y pragmatismo, fueron los términos indecisos que polarizaron la actitud mental en los comienzos del novecientos. El cienticismo, en desenfrenado afán de dominio, cerró el siglo pasado infiltrando sus fórmulas en todos los órdenes de la actividad; la filosofía, en nombre del positivismo, fue encerrada en los laboratorios, para tomar en ellos la forma de una superstición; la democracia, en nombre del individualismo, esclavizó los principios de la sociología; y la vida toda languideció, artificializada en la concepción rígida de un racionalismo estático. «¡Buen siglo XIX, nuestro padre!» —exclamó Ortega y Gasset—. ¡Siglo triste, agrio, incómodo! ¡Frígida edad de vidrio que ha divinizado las retortas de la química industrial y las urnas electorales!
El intelectualismo perdió su poder frente a las conquistas de la Biología; la vida, en su moderna concepción dinámica, había desmentido esa noción estática del mundo sensible, que daba fuerza lógica al falso principio de la identidad.

Cuando los intelectualistas pecaban, así, por deterner la razón en principios fijos que escapaban a la comprensión vital, y el pragmatismo, en exagerada reacción, pretendía subordinar la ciencia «al éxito que proporcione a la vida, a las exigencias de donde ha nacido»; cuando un vago escepticismo anunciaba la gran tragedia del espíritu humano, llegó «Xenius», con el credo de su ideal novecentista, a decirnos que lo que ha sido es; que lo que aquellas corrientes nos han traído ya no nos es dable desconocerlo; pero que el nuevo sentido de la vida es un deber de superación.

He aquí el eclecticismo sui generis de d'Ors. Atento a los datos que le traen uno y otro, aunque incline sus preferencias hacia «la buena tradición intelectualista, clásica en el pensar occidental», unifica su doctrina, no ya en la conciliación, que es anochecer filosófico, sino en la superación de ambos sistemas, que es amanecer de una nueva ideología. La síntesis de este intelectualismo restaurado, que no olvida los aportes pragmatistas, y al que d'Ors renueva en propia inspiración, se encuentra contenida en la conceptuosa filosofía de «El hombre que trabaja y que juega».
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Al igual de esa función fisiológica, que permite al individuo digerir y convertir en defensas, substancias que le serían tóxicas a no contar anticipadamente con la asimilación de su organismo, en el mundo psicológico, igual proceso mantiene el hombre en su equilibrio racional. Las impresiones del mundo externo llegan al individuo, y la razón —diastasa espiritual— convierte lo que pudo ser toxina, a no existir aquella actividad asimiladora, en defensas propias que dan a la lógica el contenido de una inmunidad adquirida, previsora de las fuerzas irracionales del mundo biológico. El individuo sucumbiría en la realidad, si contra el ataque de lo irracional no pudiese emplear el arma del concepto formado. Pero así como el organismo suele superar, con su actividad asimilatoria, a las necesidades de su conservación, dándose un exceso de energías, la lógica, inmunidad adquirida, excede frecuentemente a las necesidades prácticas de nuestro espíritu, dando a la razón las funciones de una actividad creadora. El hombre trabaja, en su lucha contra la irracionalidad, hasta la medida de lo necesario; pasado el límite, puede distraer sus energías en el juego. El conocimiento ya no es una exigencia espiritual. He ahí la filosofía del hombre que trabaja y que juega. Ambos términos, trabajo y juego, se desenvuelven en la lucha constante de «una potencia interna contra una resistencia externa». Una intuición personal que pretende ordenar el mundo exterior de acuerdo a las formas que elige su libertad individual. La potencia, lo interno, lo que pertenece a nuestro ser y se ampara en la libertad, agita nuestra vida en la continua lucha contra la resistencia, lo externo, lo que pertenece a nuestro ser y se ampara en la fatalidad. Tal el ejemplo sencillo que da el maestro: el leñador frente a un árbol que desea derribar. «Por una parte —dice— yo, mi deseo, mi vigor, mi brazo, mi mano, mi hacha. Por otra, el árbol, su dureza, sus raíces y la tierra que las refuerza».

De este modo de ver la vida como una lucha continua entre la potentia y la resistencia, surge el alto valor de la acción. Ésta es, acaso, la consecuencia más hermosa de su doctrina; la que más se adapta al sentimiento de nuestro siglo. D'Ors es el filósofo de la acción. Las discusiones las considera estériles; así ha podido concebir una estética de la efectividad, que dé valores artísticos a lo útil. «Para hacer jarros —ha dicho— antes que nada, hacer los jarros. Porque acontece si no que, quien no tiene un mueble que hacer, se hace su estatua»…

Pero no es esta filosofía la faz más interesante del maestro catalán, sino aquella otra, valiente, fuerte y renovadora, que alienta la diaria tarea de sus glosas, que nos revela el heroísmo de la continuidad, que nos hace grandes en nuestra humildad, que pretende cimentar el conocimiento sobre la profesión, para poder unir la instrucción al aprendizaje, y que afirma su nuevo credo en el catecismo de la raza que se llama La Bien Plantada.
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Un instinto vital fuerza la raza hacia designios que no debemos contrariar, sino fecundarlos en la inspiración de la «santa continuidad». Por eso, dotada de los atributos de la substancia clásica, Teresa, mujer arquetípica, nacida por sangre de catalanes en el corazón de la tierra americana, encarna la continuidad de esa inteligencia ancestral, de esa cultura instintiva que dormita en el alma de nuestra raza. ¡Bien venida sea La Bien Plantada, que restuara su tradición fecunda; bienvenida, porque extrae del humilde laborar de todos los días su más hermosa lección: la de la callada energía!

Y no se infiera una doctrina claudicante de lo que es renovación vital. Teresa ha nacido para ser madre; por eso se casa, para fecundar el espíritu de la tradición en la inspiración renovada de sus hijos. Ella sabe que «las mujeres son las palpitantes canales por donde llega a lo futuro la sangre ancestral y toda su gracia infinita». Ella no quiere ser el símbolo estático de una raza, sino la figura arquetípica que encauce la vida en su continuo devenir. Cierto es que no quiere revoluciones, sino continuación, pero una continuación que realice innovaciones, en proceso libre, con normalidad y mesura, sobre la fuerza tradicional de una cultura instintiva.

Acaso esta doctrina parezca tímida para los hombres jóvenes de la Argentina; acaso desearan ellos, como desearía yo, que Teresa, la divina Doctora de la Armonía, hubiera traído al nacer, en rasgo no heredado de su genio ancestral, la línea no menos armoniosa que perfiló el rostro de la diosa Temis; y que, al rechazar a un pobre, no lo hiciera en razón de no ser día señalado a la limosna, sino porque la nueva edad, la edad novecentista, hubiera sustituído en ella la Caridad por la Justicia.

Hace un par de años, interpretando el pensamiento de nuestra juventud, escribía a propósito de la revolusión rusa: «El mundo vive una hora de experimentación. Nuevos principios de derecho entran en juego; un movimiento universal tiende a atenuar la exagerada omnipotencia del liberalismo individualista, en bien de una solidaridad que aspira a objetivar en las funciones del individuo la medida de sus derechos.

La Bien Plantada es extraña a esa concepción social […] principios de nuestra justicia. Ella cumple su ley tranquilamente, con la misma noble obediencia de un mulo de noria. «Las inspiraciones significan momentos divinos; pero la continuidad es también —para ella— una inspiración que santifica una larga serie de momentos.

Yo, que sé algo de esa juventud argentina, de espíritu indócil, rebelde a la imposición del medio; yo, que sé algo de su sentimiento, que se agitó angustioso en las primeras trágicas horas de la revolución; yo sé bien que, para esa juventud, Teresa sólo es la hermosísima imperfección de un sueño no integrado. En la Argentina los hombres jóvenes, intuídos de porvenir, viven en esa continua disconformidad, madre fecunda de la acción. Aquí «al intelecto y la contemplación se prefiere ese otro modo de vida que gravita sobre la pasión y la voluntad» (Ortega y Gasset).

Porque la queremos a Teresa, sin estar con todo en ella, por eso su huída nos ha dejado en nostalgia y en tristeza. Yo tengo para mí el secreto de su partida; te lo revelaré, lector, en confidencia, para que ella no pierda su simpatía americana: Teresa emigró, porque el anhelo de Justicia —que ella pospone a su cultura instintiva— era tan bravío en estas tierras, que su sangre catalana, florecida en armoniosa inteligencia ancestral, no podía adaptarse aquí. Pero ella es nuestra, porque aquí nació; porque aquí aprendió a purificar su sangre en el aire de nuestras pampas; porque aquí ha de volver algún día, dotada de los atributos que le faltaban, a buscar el novio que su anterior imperfección no pudo encontrar.

Afirma en mis sospecha los motivos de su ida, el hecho que de la misma Barcelona, provincia natal de su ascendencia, donde hoy en forma violenta la pasión humanista reclama Justicia, tuvo igualmente que emigrar. ¿Dónde fue? No se sabe. Alguien la vió «en las cercanías de la santa ciudad de Roma», «en Tívoli, la del verdor y de los placeres, dignificada por tantas gracias antiguas». Yo la he visto en Grecia, adonde llegó sin quererlo, soñando una civilización entre los escombros del munfo helénico… «Xenius», que ha oído sus más hermosas palabras, dice haberla visto ascender al cielo y fijarse a su manto azul en estrella de plata, a la que ha bendecido con el nombre dulcísimo de La Bien Plantada.

Pero la que el cielo reclamó para sí fue la Teresa símbolo. La Teresa real, la que ama y cree en la vida, esa no se ha ido; está en el mundo, está en nosotros, fecundando en su vientre generoso el genio de la nueva edad.
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Hombres más eruditos habrán llegado a nuestras playas, pero ninguno ha inspirado su labor en ese nuevo y profundo sentido vital que alienta la obra de Eugenio d'Ors. Por eso tiene nuestro cariño, que es la fórmula cálida y elocuente de la admiración.

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Última actualización: 29 de octubre de 2007