Eugenio d'Ors
DOCUMENTOS
Despedida a Eugenio d'Ors
por Saúl A. Taborda
(Discurso pronunciado el 2 de Noviembre de 1921, en la Universidad de Córdoba,
en representación de la Facultad de Derecho y de la Federación Universitaria;
publicado en Revista de Filosofía, año VIII, nº. 1, enero de 1922, pp. 84-86)

Esta Universidad no cumpliera el compromiso sellado en las jornadas del 18, con aquella juventud tocada de ideal que abrió nuevas perspectivas para las actividades espirituales, si no se hubiera apresurado a incorporar a sus tareas la más alta función del pensamiento.

Cuatro años hace apenas que estaba en deuda, y en deuda secular, con las más hondas exigencias de la vida consciente. Ajena a las profundas inquietudes que trabajan, que atenacean, que estrujan lo más íntimo de la conciencia de estos tiempos, prolongaba en el silencio de sus aulas la rumia interminable de la pretérita sentencia latina y el estéril monólogo del dogma. Una inepcia, que se dijera congénita si sólo se atendiese a la fuente originaria, cegaba sus pupilas para el beneficio de la nueva luz que disipa la sombra de las escuelas, y cerraba sus oídos para la voz anunciatoria que clama, desde hace siglos, en los senderos de la tierra. Sobre sus puertas cerradas para toda novedad y todo afán, fenecía sin eco el reclamo milenario y angustioso del espíritu, cuya terca y sagrada obstinación, aguzada sobre los oscuros problemas del mundo y de la vida, hace y deshace, día a día, sus sistemas, sus concepciones y sus fórmulas, interrogando el sentido de las cosas, y tratando de sorprender el secreto que vela el misterio del arcano. En esa atmósfera solipsista, impregnada todavía del designio docente de las Constituciones de Ignacio de Loyola, acentuada con el estrecho civilismo quiritario que se empeña en detener las corrientes de la historia, Alves Pacheco, «el del inmenso talento», a quien una equivocada filiación de progenitor exclusivista y patriota sitúa en una aula de Coimbra, siendo así que nace diariamente en toda aula de derecho, creía aquí, entre los artículos del Código Civil, nutriéndose de los aforismos jurídicos de Ulpiano y de Modestino; llenaba después las funciones de la magistratura; repetía desde la banca parlamentaria que el siglo «es un siglo de progreso y de luz»; y ascendía a las cátedras universitarias para interpretar a su manera las palabras de Pascal: «Burlarse de la filosofía es filosofar de verdad»…

Bien vistas las cosas, en el fondo de la recia e inconclusa campaña en favor de la reforma educacional, lo que importaba en esencia y en realidad, aun cuando nunca se dijera en términos precisos, era la urgente, la impostergable necesidad de volver por los fueros de los valores espirituales. De un modo más exacto todavía, de lo que se trataba en aquel entonces y de lo que se trata ahora mismo es de instaurar de manera definitiva, el pensar filosófico, la crítica de la ciencia, que pondera y afirma la actividad de la conciencia. La Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, en cuyo nombre y representación ocupo esta tribuna, así como en el de la Federación Universitaria, que me honra con su mandato, aspira a satisfacer tan legítimo anhelo, en la medida de sus fuerzas, reconociendo el rango y la preeminencia que corresponde al estudio de los problemas eternos. Sabe bien que no cumplirá con totalidad el designio que se propone mientras tales estudios, intensificados y ampliados como lo exige su propia naturaleza, no se sumen de modo orgánico y permanente a su labor cotidiana. Pero es mucho ya que haya sabido poner oído interesado y atento a las cuestiones que agitan la conciencia filosófica de los tiempos que corren, y es, a la vez que prenda de su intención, programa de obra y de acción la magnitud que ha sabido dar al curso que se clausura en esta sesión.

Signo de augurio y de altas promesas es que sea a Eugenio d'Ors a quien haya tocado iniciar y señalar rumbos a esta cruzada del pensamiento. Llegó a nosotros en persona cuando ya estaba aquí con nosotros, muy dentro de nosotros mismos, ya que, al decir de San Agustín, el maestro está dentro y no fuera de su docendo. Fue día de fiesta para el espíritu, aquel en que, por primera vez, entró a esta casa, todavía llena de aromas de leyenda y de sugestiones de tradición. Despertaron las inquietudes adormecidas al conjuro de su palabra vigorosa y sutil, y, bajo el exorcismo de sus imágenes animadas y medidas, el alma, suspensa de emoción, comulgó la fuerte sabiduría contemporánea en la belleza inmarcesible de los diálogos eternos. Aquí, en esta cátedra signada por el prestigio de su saber, expuso su pensamiento filosófico nutrido por la ciencia y la experiencia de la vida. No es momento de juzgar; estudiarle es la tarea que nos queda encomendada por la propia exigencia espiritual que ha suscitado. Maduras opiniones y juicios provisorios, o impacientes, podrán disentir con su hondo contenido, y es bien que así suceda, pero siempre tendremos que agradecerle el esfuerzo por aclararnos el sentido moral de la existencia. El pacto está sellado. A medida que esta casa penetra en la comunidad de la cultura, el eco de esta voz que al despedirse nos habla de verdad y de belleza, seguirá resonando tal como dicen que los sones antiguos suenan errantes en las noches de los templos solitarios. Poco importa que salgan al camino las actitudes de escepticismo y de negación. Es natural que las posiciones sobrepasadas se defiendan todavía. Es natural que se yerga contra el sentido irónico de la ciencia el positivismo que representa todavía en universidades y colegios «la superstición del resultado por encima del espíritu creador, la dogmatización de la ciencia hecha en perjuicio de la ciencia que se hace». La enseñanza del maestro nos ha hecho comprender con qué benévola tolerancia es necesario recibirlos. Cuanto a la sonrisa burlona de los discípulos trasnochados de Luis Buchner, ya fueron dichas las palabras del personaje anatoliano: «no es fácil hacer beber a un asno cuando no tiene sed». Y ahora, sea dado esperar que, después del éxito que ha coronado el primer paso, nos interesen más aún los afanes del alto pensamiento, que aprendamos a arriesgarnos más en lo incierto y desconocido, y que nos hiera mejor la ambición de crear el tributo de cultura que es la moneda de ley con que se penetra con sello de eternidad en el espíritu universal. Se trata ahora —según la comprensiva y hermosa expresión de Eucken— de que nosotros mismos reflexionemos sobre los fundamentos de nuestra existencia, sobre nuestra relación fundamental con el mundo, se trata de interponer recurso contra el tiempo mero y simple ante lo que hay de eterno en el tiempo, contra el hombre mero y simple ante los poderes y las autoridades superiores que hacen del hombre algo más que un mero ser de la naturaleza.

Maestro:
Sostiene una leyenda transmitida por los primeros iniciados del Santo Grial que cuando Lucifer cayó desde las esferas de luminosidades increadas al círculo tenebroso de la tierra, perdió la piedra tocada de luz que esplendía sobre su frente nimbada de rebelión y que fue en la copa tallada en esa piedra donde José de Arimatea recogiera la sangre de Jesús. Un símbolo rosa-cruz preserva esa leyenda haciendo de la sangre de Cristo la divina sabiduría que cae gota a gota en la personalidad humana engrandecida y glorificada por el dolor de la rebelión. No sé porqué en este momento de despedida, ya la mano en la mano, la mirada en la mirada, y el alma en el alma, se me antoja que esa copa, tallada acaso por la mano sabia y amorosa de Bernardo de Palissy, está aquí, llena de vuestra ciencia y que me es dado levantarla en vuestro homenaje en el Santo Grial de la comunión espiritual.


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Última actualización: 19 de septiembre de 2007