Eugenio d'Ors
DOCUMENTOS
Crónica universitaria. Eugenio d’Ors. Su presentación al auditorio universitario
Del vice rector de la Universidad doctor Rovelli

Señores consejeros, señores profesores, señores estudiantes:

Señor: La Universidad Nacional de Córdoba que por su más alto cuerpo directivo acogiera simpáticamente y sin reservas, la iniciativa de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales acerca de vos, os recibe como a su más dilecto huésped, con la efusión que habréis podido apreciar y como hermosa promesa para su propia vida.

A tan feliz iniciativa, expresión del anhelo de estudio, que informara nuestra última reforma, y a la generosa condescendencia vuestra, se debe que hoy podamos asistir a la inauguración de vuestro curso. Y pues habéis dicho que en él presentaréis, por primera vez, en conjunto sistemático, vuestro pensar filosófico, a la importancia trascendental que el bello acontecimiento tiene en la vida universitaria, se unirá para honra nuestra, la circunstancia de que esta casa de estudios, de vastas proyecciones en la intelectualidad argentina, quede vinculada por la cátedra que ha erigido para vos, a tan insigne manifestación del pensamiento contemporáneo. Doble será así la satisfacción y el orgullo por el anhelo ya realizado, de incorporarse siquiera por breve término a su docencia.

Señor: desde que la nave que os conducía de vuestro país entrara en aguas argentinas, sois para nosotros el bienvenido. Contad pues, que estáis en vuestra propia casa. Yo os saludo en nombre de las autoridades universitarias y os entrego la cátedra, a la que vais a ilustrar con vuestras lecciones.

Por ellas; por vuestra enseñanza; por vuestra palabra exquisita, en la que sabemos siempre va unida la profundidad a la belleza de vuestra forma peculiar de decir, que hace amables las cosas graves, se siente ya una palpitante ansiedad.

Pero antes de iniciar la tarea, el profesor de Filosofía general doctor Deodoro Roca, precisamente el que diera a la Facultad de Derecho la idea de invitaros, va a hacer uso de la palabra, para cumplir un honroso mandato de esa Facultad.

He dicho.

Del profesor doctor Deodoro Roca

Cuando hace un año propuse al Consejo de la Facultad que llamara a Eugenio d’Ors, confieso que la posibilidad parecióme remota. Los que en las Obras y en los Días de este cazador de eternidades, de quien pudiera decirse como de aquel gran menorquín, alegre y dinámico: hombre no sólo vivo en sí, sino en todas las cosas, en todos los hechos, en todas las esperanzas y recuerdos; los que en el cauce ancho y profundo de esa obra y de esa vida —ruta de eternidad abierta a lo vasto del mundo—, aprendimos por labios de Octavio de Romeu alta y pura lección de cosas memorables, no pensamos que tan presto llegara el día de escuchar su palabra férvida. Y en este venturoso día de agosto, en esta vieja y noble casa que alzaron los mayores, encendida hoy de un entusiasmo renacentista, el maestro ha llegado con su viva presencia.

¡Bienaventurado —ha dicho él mismo— quien ha conocido maestro! ¡Porque ese sabrá pensar según cultura e inteligencia! Nosotros tampoco hemos tocado cuerpo de sabio, ni como dijisteis en el “Flos Sophorum” seguimos de lejos, en la amplitud de una plaza histórica o universitaria el paso de una de esas graves figuras que unge la nobleza y agobia el peso de haber alcanzado a escuchar la revelación de uno de los grandes secretos de la Naturaleza o del Espíritu. Pero en cambio, vosotros, maestros españoles, ¡habéis amado y conocido maestro! Aquel a quien llamara Antonio Machado en tierna recordación “el viejo alegre de la vida santa”, don Francisco Giner de los Ríos, simplemente “don Francisco”; aquel anciano extraordinario cuya lumbre fue fulgura en vosotros, correspondiente al linaje heroico de Sócrates y de San Francisco al mismo tiempo, firme y ondulante, maestro y camarada, ejemplo de santidad y amigo de pecadores, ardiente de entusiasmo, encendido de amor verdadero, creyente del espíritu, y para quien el destino del hombre consistía en colmar la naturaleza saturándola de espíritu humano. Por eso fue grande. Por eso en silencioso esfuerzo se superó constantemente. Por eso “la tarea de la vida parecióle como educación en toda la plenitud de su significado: educación propia, educación ajena”. Por eso su espíritu fue su obra, ejemplificando en una perenne lección de austera belleza, de recia sabiduría. Y yo me complazco ahora en recordarlo en este hogar de estudiantes y en esta ocasión, en que se abre nuestro huerto, propicio a la siembra de uno de sus discípulos amados. Esa España donde él alentara “tan desesperado del presente como seguro del porvenir” toda obra de liberación, esa España que inflamara durante cincuenta años de apostolado laico, administrándole —como él dulcemente decía— el santo sacramento de la palabra, ha roto los diques seculares y sobre todo por la ancha herida de Cataluña se ha precipitado el torrente fecundo, henchido de los mejores gérmenes del Occidente. Es arrastrado lo que en la tradición estaba muerto. Por sobre los mares soplan vientos de universalidad trayéndonos las voces de la España renacida: Ayer Ortega y Gasset, hoy Eugenio d’Ors más pleno de significación aún, nutridos ambos en el amor y en el ejemplo de aquel varón justo, sabio, bueno. Y yo gozo ahora recordando aquella “viva lucecita de albergue” como la llamasteis, evocándolo y mezclando su nombre preclaro en la iniciación de vuestra noble tarea, y pienso como Xenius que acaso se apagara “porque ya en el horizonte apunta una indecisa claridad”.

Eran los días del desastre. Mejor: los de la conciencia del desastre. Una generación prócer —la del 98— dotada de sensibilidad histórica, irrumpe en la vida española emprendiendo la revisión de todos los valores nacionales. El proceso de descomposición general del ochocientos, que alcanzó a todos los dominios del occidente, era más agudo en España que en cualquier otro país. En Europa se deshumanizaba la cultura, se desvanecía su esencia vital, se rompía la sagrada unidad de la obra del hombre y éste, mutilándose, se hacía corporativo, gregario. En España, tres siglos quietos, estancados, de inferencias discontinuas, esporádicas, especificaron el mal. Y cuando ya lo inficcionaba todo, amenazando con morder lo esquelético de la Raza, aquellos hombres próceres irrumpieron por todos los caminos, frenéticos de ardor constructivo. Ninguno como d’Ors, con una conciencia más alegre y valerosa de la tremenda responsabilidad, con un dominio más cabal de sus instrumentos de combate, con una visión más penetrante de los problemas, con curiosidad más ardiente, con generosidad más fecunda, con horizonte más abierto en lo perdurable humano a la integralidad de una obra. Y esa obra tiene un acento inconfundible. Está toda ella, en lo diverso y en lo sistemático, fecundada en ansias de “superación”. Tanto en lo universal como en lo nacional, flagrante —lo observa Maseras— “en esa su nobilísima lucha por la coherencia de todos los elementos morales y espirituales de un pueblo —de su pueblo— y por la coherencia de todos los elementos culturales adquiridos por el hombre; en ese su continuo predicar la universalidad y la tradición”. Posición que más tarde —cuando el crimen de la gran guerra llegó a turbar la serenidad de los mejores— habría de mantenerlo “au dessus de la melée” en nombre de la unidad moral de Europa.

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Filósofo, escritor, artesano: he aquí las direcciones convergentes de esta libérrima actividad espiritual. El punto de convergencia: humanismo. En la primera va reduciendo su pensamiento a unidad, aspira ambiciosamente a organizarse en sistema, retomando el hilo de la tradición occidental, enriqueciéndola con los aportes de lo superado en la especulación post-pragmática y cinéndola bajo el nombre promisor de “Nuevo Intelectualismo”. En la segunda, aparecen Octavio de Romeu y “Xenius” el glosador: su “Eckermann”, “Laudate si, diversitá delle creatura, sirena del mondo”, cantaba el poema d’annunziano. La libre diversidad de las creaturas, de la vida y del mundo, fluye inagotable, y se expresa en las páginas del “Glosari”. La vida universal —dice el recordado Azorín, en Los Valores Literarios— vista, sentida, expresada por un temperamento que, siendo clásico, prístinamente clásico, beneficia de todas las aportaciones, ya definitivas, de la revolución romántica. Tal la substancia del Glosari. El artista recrea gozoso. La substancia se purifica en ese fuego y —como él gusta en repetirlo— la Anécdota se consume en ara de la Categoría. Brotan creaciones, alumbran las normas y el libro se empapa de amor y de ciencia, de ciencia socrática.

En la tercera, aparece el artesano, el metalista de la conmovida glosa, convertido después en forjador de obras más complicadas, en fundador de instituciones de la cultura, en canalizador de esfuerzos colectivos, en tenaz constructor del futuro, en inquietante sugeridor. Con razón afirmáis que de aquellas tres hijas vuestras no es esta última la que haya crecido menos, ni la menos amada. En toda ella palpita cordial un ancho latido humano. Cobra formas vehementes el amor y el dolor del hombre. Nos encontramos a principio de una Era nueva y si como dijisteis en Sabadell “una nueva Era trae siempre consigo una nueva manera de partir el pan”, habéis obrado bien —que eso también importa— conforme a la imperativa dignidad de esta hora. Si en nombre de la unidad moral de Europa estuvisteis apartado, más allá de la contienda, hoy, en nombre de la unidad moral del mundo, sois un militante de la civilidad. Internacionalista sin ritos ni capillas, habéis superado el antagonismo entre la unidad y la libertad y —para decirlo con palabras vuestras— habéis sabido unir en una síntesis verdaderamente digna y propia de la dialéctica federativa, Tradición con Revolución. El mundo, quiéranlo o no, entra definitivamente en una Edad Nueva y también necesitamos aprender ciencia de juventud. Necesitamos espacios amplios, virtudes sencillas, de esas que al renacer de tarde en tarde, crean y difunden esa claridad milagrosa que, al decir de Vidal Tolosana, ilumina el comienzo de cada época: Austeridad y Sacrificio, Santa Continuación: las que destaca Xenius, el prescriptor.

Corren ya por los campos las luces del amanecer y en esos hombres mañaneros, sencillos y claros, tal como en los primeros siglos cristianos, alumbra el Espíritu sus nuevos conceptos. Y está en verdad más cerca de la ciencia nueva un pastor comunista que todas las academias juntas. Y la ciencia nueva es la del hombre integral.

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Bien habéis hecho en venir, maestro dilecto. Cuando manos villanas os asesinaban al hijo formado por vuestro dolor y por vuestra esperanza, a la misma sonrisa lívida de los de aquí, respondía una misma cólera joven. Los tiempos son los mismos, los hombres de una época nos parecemos y el mismo hierro ensangrienta las manos. Vuestro magisterio es tan precioso aquí como allá. Y no os equivocáis al pensar que las juventudes argentinas os quieren por otra cosa más que por filósofo, escritor o fundador y que os consideran ya como propio, como hombre que no sólo va a trabajar, sino que ha trabajado ya por su propio pueblo. Nunca sabréis hasta donde llegaron sagradas semillas de rebelión. Pero, … ya las finas manos del escultor están impacientes por modelar.

Bien sé que no es ésta la oportunidad de esbozar humildes apuntaciones críticas, de formular reservas, a vuestro dualismo substancialista, a vuestra fórmula biológica; que ya la doctrina viene asomando, henchida de vitalidad, exacta y depurada, acaso ya madura para la eternidad. Discípulos atentos, “interlocutores” si queréis, en la pura hermandad que nos habéis concedido, se colmarán las pupilas con la visión amanecida de vuestro orgulloso Universo. Mientras tanto es bueno que se sepa —y así lo entendimos desde un principio y con nosotros la juventud de la Reforma— que no hemos llamado aisladamente al filósofo, al escritor o al fundador, sino al hombre concreto que a todos ellos anima: al filósofo del Hombre que Trabaja y que Juega, a “Xenius” el glosador, y a Eugenio d’Ors, el héroe de la civilidad catalana. Los tiempos reclaman hombres completos. Para los hombres consagrados a las tareas del Espíritu, para los puros de la Potencia, las fronteras no tienen sentido. En la Historia se inscribe y se afirma ahincadamente la gran Injusticia, la gran Resistencia. Y el universo entero es Resistencia. Aquí como allá, la Potencia se inflama con apetitos de histórica liberación. Sobrecogidos por la tragedia del pensamiento contemporáneo, en la hora tempestuosa de este siglo turbado y desgarrado, ¿a quienes, sino a hombres como vos, acercar nuestros pasos, acogidos a ese prometedor intento de superación y de armonía? Se alza el espíritu libre en el esplendor de una adolescencia fuerte, surcada de graves dolores y de alegre confianza. Ya los jóvenes se agrupan en torno vuestro. ¡Miradlos! Las frentes tersas, los ojos diáfanos, las manos cálidas, los corazones dulcemente agitados. Hay un mensaje silencioso, férvido, que apenas oso traducir. Si lo escucháis —y ya lo habéis presentido—, os darán la maravilla de toda imaginación nueva, el tesoro de toda nueva belleza.

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Última actualización: 10 de septiembre de 2007