Eugenio d'Ors
CRÓNICA DE LAS IDEAS   
SIGUE LA CRÓNICA DE LAS IDEAS (1)
 
La posibilidad de la desaparición del proletariado como una clase, con la consiguiente cancelación del materialismo histórico; la conciencia de una oposición entre los ideales de libertad y democracia; las concepción de "las Arcadias", como constante histórica dentro del barroco, una de las cuales ha recibido en España la denominación de "lo goyesco"; la renovación del problema del Retorno en la Historia, a propósito del Centenario de aquel humanista nuestro que inscribió la "ley de la tornada", como explicación del espíritu del Renacimiento; la crisis de la europeidad, en ocasión de otro Centenario, el del filósofo Leibniz: he aquí otros tantos temas registrados por el principio de nuestra "Crónica de las Ideas" relativa al año de 1946. Hemos prometido continuarla. Vamos a relatar ahora de ciertas perspectivas abiertas, no en el capítulo del saber sobre la sociedad y sobre la Historia, sino del saber sobre las ciencias físicas y naturales; y cuyo común denominador concierne a la concepción del cosmos por el hombre.

En términos generales el hombre de hace treinta y cinco años se representaba el cosmos, en primer lugar, como infinito en su interior composición, susceptible de un análisis ilimitado, cuya continuación sólo detenía prácticamente la dificultad de los instrumentos materiales, pero no razón intrínseca alguna. En segundo lugar, este universo era representado como obediente a determinaciones mecánicas, las famosas "leyes de la naturaleza", reguladoras de una previsión, cuya generalidad absoluta sólo impedía la relativa pobreza de nuestro saber: de conocer nosotros todo el juego de las causas concurrentes, conociéramos de antemano todos los efectos productibles. En tercer lugar, la representación del universo por el hombre involucraba las dos notas conjuntas de la continuidad y del dinamismo: la evolución, principio general, no consentía que la naturaleza diera saltos. La transformación, ley universal, no consentía que la naturaleza se estabilizara en forma alguna.

Cuando en 1913 un joven doctorando de Universidad española lanzó el grito subversivo de "una lucha contra los prejuicios de lo infinito y de lo continuo", este grito quedó, como era muy comprensible, y por mil razones, sin ningún eco. Las tesis de Duhring, filósofo de mala reputación, afirmador de un número finito de elementos en el universo, estaban a la sazón totalmente olvidadas; las de Einstein, sobre un universo de composición finita, habían de tardar aún unos años en propagarse. Después ha venido toda la atomística moderna a restaurar la noción de átomo, como límite al análisis de lo real. Mientras tanto, la química fijaba sus escalas de elementos, con una previsión de regularidad que permitía inclusive dejar lugares vacíos, para alojamiento teórico de cuerpos todavía por descubrir. La admirable rúbrica a este orden del día nos la ha dado tal vez el año de 1946. Por descubrimiento de un químico-físico nuestro, parece que el número de los elementos de la composición universal es posible fijarlo desde ahora, fijarlo y detallarlo numéricamente. Del término de los descubrimientos posibles en esta escala, también se está cerca. Que se acabe en el que hace noventa y dos o en el que haga noventa y seis, importa poco. Lo esencial es la afirmación previa de que ha de acabarse y de que la figura de cosmos así contorneada se determina en correlación exacta con una figura de pensamiento geométrico; es decir, con una superposición formal perfecta entre lo racional y lo real.

Lo de la indeterminación en el proceso de los fenómenos físicos -grave herida abierta en el flanco de la seguridad que pueda tener para el hombre el "principio de razón suficiente"- era adquisición más antigua, si se quiere, en la historia de la cultura moderna. Antes que la física cuántica, había ya emprendido el camino la filosofía; y no tiene treinta y cinco años, sino el doble, una tesis de la Sorbona, que pudo titularse así: "De la contingencia de las leyes de la naturaleza". Pero la difusión del indeterminismo ha sido cosa de los últimos tiempos. En este año de 1946 aparece en la nueva colección de "La Enciclopedia Hispánica" un breve tratadillo de un profesor nuestro, en cuya portada se lee Física nuclear. Quien levanta esa página, halla en la primera del texto que el autor ha tomado por lema un dístico de musa gnómica moderna: Que -¡inusitada cosa en los hábitos de los científicos españoles!- dos versos se leen como invocación, y casi como resumen, del contenido entero doctrinal del libro:

"Visión y acción se funden en la idea:
La luz empuja, la mirada crea".


Tanta es la difusión actual del indeterminismo, negación de la concepción mecanicista sobre el universo, que nuestra preocupación se cifra hoy más bien en limitar su alcance, haciendo a aquél compatible con la inteligibilidad de éste. Una de las tónicas dominantes en la investigación científica del 1946 ha llevado a hacer lo que gráficamente llamaríamos "echarle una mano a Newton" para que no saliera tan malparado por las revolucionarias tendencias de la Física actual. Un profesor italiano, también recientemente de viaje en España, lo ha probado a su manera. Yo tengo cierta fe en haberlo, con ciertos esfuerzos míos, logrado. Un concepto como el de "creación" comprende a la vez la contingencia y la necesidad. En el de "germen" se insertan, sin contradicción recíproca, la fijeza, que permite la definición, y el acontecer, que permite la superación. Como la metafísica de los gérmenes sustituye en la filosofía a la metafísica de los seres, un germinalismo científico salvaría la oposición entre la vida, que exige el movimiento, y la ciencia, que, en su rigor dogmático, lo hallaría, como Zenón de Elea, absurdo.

Por último, también ha continuado activamente en el año de que nos despedimos la revisión del dinamismo ultrancero, profesado hasta hace poco por las ciencias biológicas. Ya el transformismo había recibido rectificaciones muy serias. La posibilidad de elementos de constancia, limitadores de la generalidad de la evolución, venía imponiéndose desde el descubrimiento weismaniano de un plasma inalterable, desde el mendeliano de los límites en el proceso hereditario de los seres vivos. Pero en 1946 filósofos y naturalistas reunidos en Roma han encontrado nuevos argumentos para definir la noción de "especie", para distinguir el "normal" del "monstruo". Las "mutaciones bruscas" han afirmado una vez más un derecho a ser tomadas en consideración por los sabios, no menos que por los cultivadores y ganaderos. Un mundo finito, discontinuo, en que la determinación se alía a la contingencia, y la estabilidad, a la evolución, es la imagen que lega a nuestra reflexión ideal, al terminar sus días, el año en que ha vuelto a poder concederse, por fin, el pleno sin merma de los premios Nobel.

(1) Recogido en la serie «Estilo y Cifra» de La Vanguardia el 4-I-1947

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Última actualización: 10 de octubre de 2005