Eugenio d'Ors
CRÓNICA DE LAS IDEAS   
CRÓNICA DE LAS IDEAS EN 1946 (1)
 
Un anhelo enorme de paz ha dominado todo el comercio de las ideas en el curso del año 1946. Pero ocurría que ese anhelo, casi instintivo en su profundidad, tropezara con un hábito, de raíces ahincadas también en lo inconsciente. Con el hábito de la disensión llevada hasta el fanatismo, producto de la guerra total y larga. Lo mismo que ciertos estómagos se están ahora readaptando a la disciplina del regular comer, del comer alimentos de verdad, y no vitaminas y engañabobos de la misma índole, se encuentra hoy infinidad de mentes que han de adaptarse a la razonable concordia, por instrumento de una gimnasia de reeducación. Esto, para no hablar de las de tanto aventurero, ventajista y aprovechador, como la guerra cría y, luego, la paz chasquea.

Lo que ya deja hoy de oponerse al espíritu, más bien contrito, de la paz, es el espíritu, fácilmente vanagloriado, de la victoria. Del inmediato ayer padecemos todos; y sólo por vergüenza no nos preguntamos si el juego valía la postura. Lo de la democracia triunfante se ha evaporado y más bien se esquiva cualquier referencia al asunto. Se esquiva igualmente la confesión de una verdad, y es la de la victoria del proletariado. El consuelo entrevisto por las ideas de 1946, postula únicamente la posibilidad de que esta victoria lleve consigo la desaparición del proletariado como clase, y como clase en lucha con las demás. Por una parte, la realidad de las cosas viene incorporando a la extensión dibujada por el contorno económico de aquella clase, a grandes sectores de población, antes adscritos a lo que, tan impropia como convencionalmente, se llamaba una burguesía: el funcionario público a media escala ya no se pregunta siquiera si las condiciones de su vivir le hacen solidario del ujier. Por otra parte, los representantes políticos de la mentalidad proletaria, al entrar con pie de igualdad en la vida internacional, vuelta para ellos ineludible, han debido encajarse en el repertorio de costumbres no ya burguesas sino aristocráticas, como el representado por las tradiciones de los pueblos, únicos hasta ahora en lo de tener diplomacia, soberanías exentas, salones, títulos, etiquetas conversaciones refinadas y formaciones académicas. Introducidos estos dos ingredientes nuevos en el cuadro normal de la clase, era de rigor que éste se rompiera, difundiéndose y confundiéndose el contenido, ayer tan inalterablemente puro. Cuando los primeros representantes rusos comparecieron en Ginebra, al constituirse la ya caducada Sociedad de Naciones, muchos fueron los testigos que, ya con ironía, ya con escándalo, anotaron que llevaban gabanes de pieles. Hoy, en este capítulo, tanto la broma como el fariseísmo parecen fuera de lugar. Mientras tanto, ya la señora del ingeniero no hace remilgos ante la necesidad de barrer la casa o de formar en la cola ante el establecimiento donde se expende mantequilla.

La celebración de los centenarios da coyuntura propicia a la revisión de tal o cual complejo de ideas de que la figura o el acontecimiento recordados es ocasión o pretexto. No ha sido estéril, en este sentido, la conmemoración de Goya por España entera. Esta conmemoración nos ha dejado, por lo menos, una adquisición importante: la emancipación con que ahora se presenta el arte de Goya, como igualmente su figura, respecto de la noción de "lo goyesco", tal como, en esferas no siempre vulgares, se ha venido elaborando desde los días del pintor hasta los nuestros. En una de las sesiones del reciente Congreso de Filosofía en Roma se contó una anécdota de Karl Marx. Parece que, puesto un día Karl en dialéctico apuro por no sé qué contendiente, terco en lo de colocar a aquél en contradicción consigo mismo, hubo de contestar: "Es que yo no soy marxista". Pues bien, con alcance muy parecido, cabe asegurar, desde 1946, que Goya no es goyesco. Lo goyesco ha venido a constituir, con su optimismo pretendidamente casticista, una de las "Arcadias" -concepto éste nuevo en la historia de la cultura-, una de estas entidades de ficción y convención que elaboran para la nostalgia colectiva del "Paraíso perdido" otros tantos menudos sucedáneos. Como, un tiempo, la Caballería de los libros de caballería; como, poco después, las idealidades de la novela pastoril, con sus Filis y Galateos; como, en el romanticismo social ochocentista, el mundo de la pobreza honrada, con sus Jean Valjean y sus costureras sentimentales de buhardilla; y también como las "Bohemias" a lo Murger o "el Boulevard" del Fin-de-Siglo, o, más recientemente, el Hollywood del Cine, "lo goyesco", con su inspiración, que no aparece en Goya y que aparece, en cambio, en "La Vicaría", de Fortuny, ha sido el inventor de todo un mundo de chisperos y manolas, de galanterías y de torerías. La "España de pandereta" ha nacido de esa tradición goyesca, de cuyo auge no tiene el histórico Goya ninguna responsabilidad.

En contraste, del centenario de Nebrija, aunque el gran humanista recibiese aquí homenajes de alta calidad literaria, no me parece haber quedado en el aire ninguna idea. No estaba aquí Alfonso Reyes, que hace un cuarto de siglo subrayó con penetración aquella lucidez con que Nebrija obedeciera a la que llamó él mismo "ley de la tornada", es decir, a una especie de imperativo, que ordenaba, en la hora del Renacimiento, "restituir en la posesión de su tierra perdida los autores del latin, que estaban, ya muchos siglos ha, desterrados de España". Cuando Reyes resucitó esta declaración de Nebrija, nos llamó la atención el problema de si esta "ley de la tornada" representaría en su mente algo parecido a lo que, en la de Platón o en la de Nietzsche -o si queréis en la de Vico-, representó la doctrina del Eterno Recomenzar. Desde tal punto de vista, el hecho del Renacimiento no sería un fenómeno único. Si la humanidad olvidaba ayer el estudio de los antiguos; si ahora, de nuevo, lo recogía, esto podría ser [en] obra semejante <a> aquella que hace que a cada invierno la naturaleza abandone, para darse a ellas otra vez en los siguientes primavera, estío y otoño, las tareas del florecer y del fructificar. Alguna vez hemos creído poder dilucidar esta cuestión en términos de negativa. Pero hubiera sido admirable el que más señores nos hubieran hoy instruído sobre la solución conveniente a la misma.

Las provocadas por el centenario de Leibniz han tenido codigno teatro en el Congreso de Filosofía de Roma, que ha dedicado una de sus sesiones a la memoria del gran europeo. Tres años nada más se han cumplido en octubre desde la ocasión en que el conato de un Congreso de Filosofía, que se quiso internacional, pero que no podía serlo, nos llamaba a Nuremberg. No pudimos aceptar esta llamada; pero enviamos una comunicación al Congreso. Culminaban el sentido y alcance de la misma en una etopeya de la europeidad y en la proposición de la figura de Leibniz, cuyo centenario se avecinaba, como patrón del nuevo espíritu, que debía presidir, en el pensamiento y en la política del mundo, la etapa que a su destino se iba a abrir. La reunión de Nuremberg resultó bastante desangelada. No pudo imprimirse un volumen con sus trabajos; parte de los mismos pasó a verse publicada en los periódicos. Mi comunicación lo fue por la "Frankfuerter-Zeitung". Su final había sido mutilado por la censura: no sé por cual censura. Se había suprimido todo lo concerniente al filósofo. Un año después el bien informado Carl Schmitt pasó por Madrid. Al quejarme con él de la cosa, me contestó: "Hoy no le ocurriría eso, con la alusión a Leibniz. Las ideas en Alemania han cambiado mucho últimamente". No habían de tardar las coyunturas que han hecho forzoso el que cambiaran más.
Pero todavía nos encontramos en el deber de registrar muchos temas, en esta Crónica ideológica de 1946. No la cerramos hoy. Otras notas vendrán a continuar las presentes.

(1) Recogido en la serie «Estilo y Cifra» de La Vanguardia el 1-I-1947

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Última actualización: 10 de octubre de 2005