Eugenio d'Ors
CRÓNICA DE LAS IDEAS
CRÓNICA DE LAS IDEAS EN 1950 (1)
I
Hace cuarenta años, y como consecuencia de una iniciativa universal, procedente del movimiento de investigaciones psicológicas que, en Ginebra, conducían los profesores Flournoy y Claparede, se organizó una encuesta acerca de los métodos del trabajo personal en los matemáticos. Algunos estudiantes fueron admitidos a colaborar en la empresa; y a mí me tocó, en el avance de la misma, el interrogar, en París, a Henri Poincaré. Entre los mil pormenores interesantes de su respuesta estaba la confesión de un sistemático apartamiento del trabajo nocturno. "De día, en el condicionado proseguimiento de mi existencia privada y profesional -declaraba el sabio-, infinitas interferencias de costumbres y deberes, amén de la constante intromisión de las gentes, seccionan y limitan los apartes de mi reflexión. ¡Pero, de noche, con tantas horas de aislamiento por delante! En la quietud y el silencio, mi cabeza se pone a cada intento a funcionar automáticamente. No podía detenerme de encadenar descubrimientos. Al día siguiente, no era bueno para nada". Yo comencé a sospechar entonces, con esta confesión a la vista, que la labor íntima de los matemáticos podía ser infinitamente más mecánica que la de los poetas.

Hoy me acuerdo obsedentemente del episodio, con la particularidad de que ahora la confesión ha de venir de mí. Se refiere a lo progresivamente difícil que me resulta el ejercicio de una tarea de información sobre lo producido por los demás, cuando, en impulso paralelo e inverso, la propia creación se me antoja cada día más cómoda. Antaño, en las horas del primer Glosario, por ejemplo, me pirraba por traer a los lectores hispanos noticia y reclamo de las novedades intelectuales extranjeras, saboreando voluptuosamente la mezcla de humanismo y periodismo que había en tal función. Hoy me cuesta considerablemente más esta única página de crónica, dada aquí, anualmente, acerca de la actualidad ideológica general, que escribir treinta páginas de un tratado original sistemático. Al revés de lo que pasaba al personaje del dicho, a mí, el escribir, me va quitando del leer. Así mi actualidad va convirtiéndose en una actualidad asumida. Ya, al intentar la crónica de las ideas en el año que acaba de transcurrir, lo que acude a la imaginación de quien se querría ecuménico es un solo acontecimiento de escenario ecuménico, aunque también los del ámbito hispano hayan de ser tales en la intención. De no serlo, faltaríales el derecho a ser contados como entrantes en el mundo puro de las ideas.

II
Acontecimiento mundial es el significado por el momento en que un matemático recibe el Premio Nobel de Literatura. Ni siquiera cabe tomar como antecedentes de la síntesis en ella representada una atribución de aquel Premio, anteayer, a Rudolf Eucken; ayer, a Henri Bergson. Porque en Eucken era la plena adecuación a la inspiración idealista -y tal vez, más exactamente, espiritualista- del fundador del Premio, lo que se galardonaba; y, de Bergson, todos habían celebrado las dotes estilísticas, que han hecho del filósofo francés un clásico ejemplar de la tarea de aplicar a un pensamiento anticartesiano una claridad cartesiana. Pero en Bertrand Russell ninguna de estas circunstancias concurría. Nunca habíamos oído celebrar literariamente las dotes del severo cultivador de la Logística. Y, en cuanto a sus tesis filosóficas, las dos fases sucesivas que han tenido las de Bertrand Russell, ni la segunda, francamente nominalista, ni la primera, a la cual plugo el presentarse como un realismo -en un sentido harto diferente del de la Edad Media- se asemejan ni remotamente a lo que da color idealista a la obra de Eucken o a la de Bergson. Más bien pensaríamos, a su propósito, en una continuación del criticismo a la fría manera de Hume. Alguien capaz de representarnos, como el autor de los Principia Mathematica, que es racionalmente ilegítima la conclusión de que "todos los hombres son mortales", pues lo único que la experiencia puede enseñarnos es que Pedro se ha muerto y que Juan se ha muerto, así como todos los personajes célebres incluidos en la "Biografía Universal", es hombre que ni siquiera consentirá en ver en las matemáticas una belleza platónica, sino un simple instrumento práctico; su deseo, en filosofía, ha de ser el de reducirla a lo científico y dentro de lo científico a lo abstracto. Todo esto acaba por hacer del logístico Russell un agnóstico declarado. El aprecio, en él, de una excelencia literaria, ha de realizarse en virtud de una superior estética, capaz de gustar más valor artístico en un Voltaire que en un Rousseau. No seré yo quien repugne a esta manera de ver. Reconozcamos que no es la general.

Los reflexivos encontrarán fácilmente el resorte de la relación que une el hecho de la atribución a un matemático del Premio Nobel de literatura con otro hecho de que el mayor éxito reciente de la librería hispanoamericana, aquel que ha exigido más pronto la preparación, por demás laboriosa, de una segunda edición, sea el alcanzado por un voluminoso y especialísimo Diccionario de Filosofía: el publicado en Méjico por el español José Ferrater Mora, y cuya reaparición se prepara, con aumentos y mejoras considerables, en Buenos Aires. No me da empacho el declarar que de la referencia que a mi concierne en este Diccionario no puedo estar contento. El artículo reseña tan sólo algunos de mis trabajos iniciales, y aun respecto de los mismos la interpretación ha de pecar algo de errónea cuando atribuye una nota de pragmatismo a alguien cuya primera tarea filosófica consistió en plantarse contra el Pragmatismo, y ya en la época en que éste dominaba, subrayar la naturaleza indispensablemente estética de la generalización científica. Pero en otras caracterizaciones biográficas, aún las de españoles modernos, en que el aporte de bibliografía crítica ajena es, desgraciadamente para nosotros, más exiguo, las referencias de Ferrater Mora alcanzan la excelencia. A él se debe la sistematización mejor que hasta hoy se haya hecho del pensamiento de Unamuno. Parece que las mejoras introducidas en esta segunda edición que hoy en Buenos Aires se prepara, han de llevar su afortunado texto a la categoría de libro clásico.

III
En Buenos Aires, igualmente, ha tenido lugar lo que pudiéramos llamar la proclamación solemne de una ciencia nueva, la Ciencia de la Cultura. Largos trabajos previos han conducido a este venturoso instante. Los iniciales -no olvidemos ahora las luces aportadas por geniales anunciadores, desde el San Agustín de La Ciudad de Dios, hasta el Giambatista Vico de La Ciencia Nueva- se realizaron hará un cuarto de siglo, al abrirse universitariamente las primeras cátedras de Historia de la Cultura. Sus profesores debieron preguntarse en conciencia, a la ocasión, en qué consistía esa entidad, la Cultura, que de historial se intentaba. Se impuso entonces la necesidad de barrer gran número de vaguedades y pseudoconceptos: la identificación de la Cultura con la instrucción; lo que la confundía con la "buena educación" y hasta con los "buenos modales"; lo que la convertía en una invención germánica -tan combativamente removida cuando la guerra del 14-. Simultáneamente había que barrer de este campo los efectos de la propensión relativista -tesis de la pluralidad de culturas, prejuicios sobre el "carácter nacional", nacionalismos-. Algún curso, sistemático ya, en Madrid, Valencia, Cádiz, Burdeos, París, Ginebra, fue señalando las etapas de una gestación dichosa. Lo de Buenos Aires ha sido ya un alumbramiento. La teoría de la Cultura goza hoy de un carácter plenamente científico. Se ha hecho con lo que era hasta ahora considerado únicamente como un valor, lo que Sócrates y los estoicos hicieron con el otro valor, el Bien. Convertirlo en concepto, susceptible de estudio y tratamiento objetivo. La Ciencia de la Cultura, según alguna vez ya se ha dicho, se diferencia de la Filosofía de la Historia en lo mismo que la Química de la Alquimia.

Madurez semejante se espera para otra adquisición ideológica, apenas anunciada en el año que ahora se cierra. El descubrimiento, rico en porvenir, de la generalización posible para el término "parusía", que, en los Evangelios y en San Pablo -pero no por primera vez- designa la situación espiritual de quienes, tras de la venida del Señor, quedaron esperando -sin saber ni el día ni la hora- la segunda, prometida por él mismo. El término griego "parusía" viene de "pareimi", "yo aparezco" -o, mejor dicho, "parezco", en el sentido en que, en castellano, se dice, por ejemplo: "Hace días que no parece por allí"-. ¿Qué es, filosóficamente considerada, la parusía? Una síntesis de la presencia con la ausencia, en que entran elementos psíquicos de recuerdo, de esperanza y de actualización constante. Se adivina, apenas la novedad insinuada, el tesoro ideológico que la sugerencia nos trae, en punto a escatología, a doctrina de la influencia recíproca entre vivos y muertos, a presencias espirituales y culturales, y también a superación de lo empírico en una zona que no es tampoco la de la abstracción, sino en que impera la soberanía de la figura.

(1) Recogido en la serie «Estilo y Cifra» de La Vanguardia el 10-I-1951

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Última actualización: 11 de octubre de 2005