Eugenio d'Ors
CALENDARIO LITÚRGICO
PRIMER DOLOR. LA MADRE Y LA VOCACIÓN
(Blanco y Negro, 28-III-1926)
I
Enójame, ¡oh Madre mía!, a mi primer paso de meditación por el sendero de tus dolores, traer como compaña la sombra de un hijo de la raza que te dió tanto que padecer. Pero esta raza era la tuya, María… Acontece que los más crudos artífices de nuestro padecimiento pertenezcan siempre a nuestra estirpe.
No hay página en la psicología moderna que, en dones de genio y efectos de turbación, gane a aquella donde Sigmundo Freud, tras de hallar la razón oculta de muchos trabalenguas y distracciones del vivir cotidiano, entrevé la posibilidad de servirse de la misma explicación, para la tendencia misteriosa a repetirse que tienen los actos y elementos de nuestra existencia, y, en último término, para el angustioso enigma de lo que se llama el destino… Error cometido una vez, volverá otro día, cuando las condiciones que le vieron nacer se reproduzcan. Golpe de mañana tundirá precisamente el lugar de nuestro cuerpo lastimado por el golpe de ayer. Lloverá dicha sobre el mojado de ventaja; lloverá percance sobre el mojado de desventura. Nuestro futuro va poniendo el pie dócilmente en las huellas que hundió en el polvo nuestro pasado. Así cada lucero de dolor preside una constelación de dolores. Y el primer dolor es la nuez, donde ya están el tronco y las ramas, las flores y los frutos…
María, cuando Simeón, varón justo, habló de la espada que atravesaría tu corazón, él mismo, sin darse de ello cuenta, era ya una espada.
II
Espada en tu carne, Simeón y su palabra, la herían en aquello para que había nacido tu carne, como toda carne de mujer; que es para perpetuar en el mundo la paz y el reposo.
La mujer es el embajador de la tierra. La naturaleza tiene en ella un agente secreto, dentro del dominio del espíritu. Si mujer enciende, lo hace para apagar. Si destaca, para confundir. Si individualiza, para servir a la especie. Si suelta de los flancos, para llevar a los pechos. Si suelta de los pechos, para meter en el hogar. Si suelta del hogar, para conducir a un tálamo… Lo que la empuja blandamente en la vida es una honda, oscura,  a veces tortuosa, enemistad hacia el heroísmo.
María, tú has aceptado, humilde ancila, el don terrible del Señor. Y bien sabes cuán grave carga guardó tu seno de niña, cuán grave carga traen tus débiles brazos.
Mas, quizá, mientras vienes al templo, una secreta ilusión se ha prendido a los vuelos díscolos de tu esperanza. Quizá te dices: «Todavía puede ser que, al Hijo de mis entrañas, su egregia condición no le haga sufrir demasiado… Que pueda cumplir el peligroso mandato del Padre, suave y cautamente, sin nada ceder de su integridad y grandeza, pero sin producir tampoco demasiado escándalo entre los hombres… Que sólo un número exiguo de redimidos se entere de la obra de Redención; y amengüe con ello la violencia que a su entorno ha de rebelarse. Por ahora, hagamos lo que todos: vengamos al templo y cumplamos con el rito». Y la astucia de tu cariño te vuelve pequeña, María, al entrar en este santo lugar, lleno de gente y de potencias del mundo. Te vuelve disimulada y como furtiva, al avanzar, abrigando a la vez, entre los pliegues de tu manto de pobre, a un niño y a un secreto.
III
Pero ya la voz de Simeón, varón justo, se eleva en el ámbito de la casa de Dios. Estaba allí desde hacía muchísimos años, y no quería moverse de allí. Ni se salía ni se moría, en expectación de esto y para que sus ojos lo vieran. ¡Ah, cuán pronto los ojos viejos debieron de descubrir tu temblorosa juventud, Madre mía, y cuán pronto también tu carne y los temores de tu carne debieron de descubrir, en Simeón, al enemigo!
Ya avanza las manos hacia tí, esbirro del Herodes de la Vida. Ya sus manos toman al Niño, que tú ya habías hurtado una vez a los esbirros del Herodes de la Muerte.
La profética voz se eleva en el templo:
—He aquí que éste es puesto para la ruina y confusión de muchos y para servir de pasto a la contradicción.
Y a tí te dice:
—También tu alma será traspasada por un cuchillo.
Ahora, ahora la traspasa. Ahora, que conoces el primer Dolor, del cual nacerán todos los Dolores, y a cuyo desgarramiento los otros dolores ya nada podrán añadir. Ahora, que ya se ha dibujado para siempre, con el destino del Hijo, el tuyo. Ahora, que ya han quedado impresas, en el polvo de tu camino, las huellas sobre cuyo cuenco vendrá a poner sus pasos todo padecimiento futuro. Ahora, que ya siente al Hijo perdido, perdido como luego entre los doctores, como luego entre los apóstoles, como luego entre los soldados, como luego entre los ladrones y en la muerte y en la tumba. Ahora, que ya ves cómo la flor bendita de tu carne pertenece a la contradiccion, y no al reposo; a la guerra, y no a la paz; a su misión, y no a tí…
Ahora, Madre mía, que tus dos manos convulsas, tus dos manos de naturaleza, mientras las de Simeón, levantadas, enarbolan muy alto al Verbo de Dios, en ofrenda al Espíritu, se agarran a la túnica, se agarren a las mangas, se agarran a los brazos —como para hacerlos caer, —como para disputarles la presa.

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Última actualización: 15 de octubre de 2008