Eugenio d'Ors
CALENDARIO LITÚRGICO
ESTILO Y CIFRA
DE SANTA LUCÍA A SANTO TOMÁS
(La Vanguardia, 20-XII-1946, p. 1)

Escribo estas líneas —cifro este mensaje— en la fiesta de Santa Lucía. Se acerca a su vez, llega por sus pasos contados, la de Tomás Apóstol. Patrona del buen ver es la virgen de Siracusa, mártir de los ojos en el plato. Y el Apóstol es aquel a quien le fue necesario ver para creer. Estos dos númenes tutelares patrocinan la inteligencia. Yo nunca dejo de celebrar al primero, cuando su anual ocasión jubilar; o, si voy a Venecia, así que dejo el tren y me embarco en el Gran Canal, sobre cuyas aguas verdes cae a plomo cierta lápida en los muros de la iglesia donde se custodia la salma incorrupta de aquella a quien se ruega, para Italia y el mundo, luz y paz. Pero alguna vez tenía que atreverme a insinuar también, a lo filosófico, aquello que, a lo divino, está ya logrado: es decir, la absolución de la resistencia del Apóstol, hasta límites de reconocimiento de santidad.

Recordemos, por de pronto, cuán lejos estaba esta resistencia al tipo de las denegaciones del escéptico. En él, un rehusamiento a la fe no se refería ni a la divinidad del Señor, ni a su misión, ni al hecho de su resurrección siquiera. Se refería, concretamente, a la póstuma aparición. Esta aparición era un milagro. El milagro consiste en algo por donde se quebranta la razón. Ahora bien, puesto que le contaban algo por donde se quebrantaba la razón, Tomás se encontraba en su derecho, al pedir que este algo fuera, por lo menos, justiciable a los sentidos. Y prueba del derecho que le asistía la hallamos en que el Señor, en su misericordia, a él se allanara, con una aparición nueva, en que las llagas se ofrecieron a la luz y tocó el dedo las mismas y se metió en la herida del costado. Y otra prueba la da el persistente criterio minimalista de la Iglesia, en punto a hechos que escapan a la comprobación empírica o racional. El creer sin ver constituye, es cierto, una bienaventuranza, pero el creer viendo, constituye una dignidad.

A este propósito, no estará de más que, en coyuntura de acercarse los días navideños, tan propicios a revelaciones aleccionadoras, donde secularmente han colaborado los efectos de las más altas reflexiones con las inspiraciones más calientes del sentido popular, retraigamos aquí una simbólica ficción, que se enlaza con la conocida canción del folklore de Cataluña, que tiene «El mal rabadá» por título. Aparecen en esta canción unos pastores que, alertados por el resplandor de la estrella, se ponen inmediatamente en camino en la noche, cargados con sus humildes presentes, para ofrecerlos y adorar al Niño Divino, que acaba de nacer; en contraste con la zafia indolencia y grosera cerrazón de un rabadán repugnante, que rehusa el moverse de su comodidad miserable. A cada una de las excitaciones de los entusiastas, contesta el desdichado con una salida de tono, donde se acentúa la bajeza de su torpe actitud… Pero, cabe imaginar, entre los apresurados y el abyecto, a un nuevo personaje, pastor igualmente, aunque de alma no tan sencilla. A éste también la maravillosa noticia le ha sobresaltado. Pero se da a pensar y no se mueve todavía. A las invitaciones y a los gritos de quienes ya se han puesto en camino, contesta: «Yo también he visto al lucero fulgir; también llevaré presentes y los ofreceré. Y me arrodillaré y adoraré en el sobrenatural acontecimiento. Todo ello, sin embargo, cuando nos alumbre una claridad. Peregrinaré a Belén cuando sea de día»…

La Teología del amor avanza, en la noche oscura del alma, llenándonos los ojos de lágrimas de emoción, a compás de los pasos tumultuosos de unos pastores. La Teología racional vela en lo oscuro hasta que se apunta en el horizonte una aurora en que palidecen las estrellas. Pero también esa meditabunda expectativa logra su premio. La prima luz del día que nace, toca con un rayo único al Rey de Reyes. Y al Apóstol Tomás, el de la crítica circunspección, nada empece a que le veneremos en los altres como un Santo.


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Última actualización: 15 de octubre de 2008