Eugenio d'Ors
CALENDARIO LITÚRGICO
ESTILO Y CIFRA
TEORÍA DE LA ASUNCIÓN
( La Vanguardia, 16-VIII-1946, p. 1)

Nadie confunde la Asunción con la Ascensión. Pero, a no todos se alcanza la distinción teórica entre las dos maneras de ser llevado ante los ojos al Empíreo. El Señor no fue asumido, porque Él ya era Dios, ya estaba esencialmente en la Santísima Trinidad; y su existencia histórica se identificaba con su esencial destino. María, en cambio, para ser recibida por Ésta —a media distancia entre Tierra y Cielo, según se ve materialmente representado en la figuración del Misterio de Elche—, debía continuar una existencia que, divinamente señalada desde el principio, no consumó su esencial destino, sin embargo, hasta el momento de la Dormición.

Ser asumido significa mucho más que sumarse, pero mucho menos que identificarse. Quizá no hay vocablo en nuestro léxico que me parezca mas preñado de inéditas secuencias filosóficas que éste de «asunción»… ¿Cómo es que la reflexión de los grandes pensadores no las haya entrevisto, a estas horas, todavía? Todos parecen creer que, aparte del análisis, que deja a cada objeto su ceñida individualidad —y hasta la establece, allí donde no aparecía—, no hay sino la síntesis, en que los objetos funden sus respectivas existencias en una esencia común. La Dialéctica hegeliana, por ejemplo, no sabe salir del principio de contradicción, donde cada cosa es inexorablemente igual a sí misma, sin caer en el panteísmo, donde cada cosa es igual al todo. Bien se deja advertir que formulaciones de esta índole no han salido de pensadores que fueran, a la vez, artistas. Un poco de arte, de espíritu de arte, les hubiera abierto los ojos, al mostrarles la posibilidad de operaciones intelectuales realizadas según la armonía, en que se reúnen lo singular y lo múltiple, lo único y lo diverso, sin que la esencia aniquile las existencias, ni la pluralidad deje convertida la unidad en un mero nombre.

La teoría de la Asunción es, con un paralelismo de figuración perfecto, la teoría del Nimbo. Hablo del nimbo de las representaciones iconográficas, del disco y atmósfera de luz, que envuelve, en tales representaciones, la cabeza, a veces todo el cuerpo de la imagen santa, y que encierra toda una zona de luz que forma y no forma parte de su individualidad. La luz del mundo se ha personificado ya en el nimbo: se llama Ana, se llama José, María, Pablo, Agustín, Francisco, Vicente. Por el otro lado, la cabeza, el cuerpo, se han santificado ya en el nimbo, han cambiado su anécdota terrenal en una perdurable comensalía a manteles de lo divino. Como la llama de la bujía, el nimbo es, a la vez, atmósfera y vela. La vela ha asumido una esencia de atmósfera, gracias a la cual difunde su función en el espacio. Por su parte, la atmósfera ha asumido una virtud de vela; es decir, que viene a cumplir aquello por lo cual la vela se llama vela, o sea, la vigilancia. La llama es una atmósfera, que vigila, una atmósfera consciente. Es, al tiempo mismo, una vela que se derrama, una vela generosa. ¡Cuán superficial, el contemplador que se obstinara aquí en considerar entidades distintas! ¡Cuán pedante —y, encima, cuán impío— el que se precipitara a hablar de síntesis, el que pretendiera que, en la llama, vela y atmósfera, objeto singular y actividad difusa, han pasado a constituir una sola realidad! El primero será un empírico supersticioso, incapaz de ver más allá de sus narices. El segundo será un no menos supersticioso racionalista, ridículamente ambicioso de ver en el interior de sus narices.

El sentido ingenuo del hombre inteligente, del hombre completo, del hombre que trabaja y que juega, repugnará igualmente al encharcamiento en la concreción alicorta que al perderse de vista en los vuelos de la abstracción. Por esto, la doctrina que instituye la base teórica del culto, cuya festividad celebramos hoy, el culto a la Asunción de María, ha tenido siempre tanto favor popular. Un favor al cual no son ciertamente ajenas ciertas inclinaciones a la vindicación de lo Eterno Femenino y de la santidad de su función. Cuando, en Elche, la tarde solemne del 15 de agosto, vemos, sobrecogedoramente maravillados, ascender hacia la cúpula del templo el cuerpo de la Virgen, acompañado por el cántico de sus Ángeles músicos, encuadrados por el «Ara-Celi», nuestra emoción, cuajada de ideología es, sin duda, muy intensa. Mas que no pretenda equipararse al arrobo instintivo de la muchedumbre de las mujercitas del pueblo que, en el momento culminante del espectáculo, ondean en su conjunto como un mar, lloran, sollozan, lanzan gritos estentóreos en su entusiasmo y agitan sus brazos, a pesar, a veces, de la carga de las criaturas. Para ellas, la Asunción de la Virgen representa algo así como una oscura vindicación. La corona, que María ciñe en su triunfo, viene a ser como la reparación de la tarea secular, del dolor perpetuo, de la inmemorial humillación de la mujer en la tierra. La Virgen ha sido asumida, da nimbo a la Trinidad que la corona. La esencia una y trina se difunde, como en la llama la luz de la bujía. Se difunde, gracias a esta gloriosa atmósfera, tan terriblemente cuajada en tierra, que son el cuerpo y el alma de la Mujer.

Hay un filósofo, que sospecho muy apercibido para comprender la teoría de la Asunción. Es el abulense, el norteamericano Jorge Santayana. Desgraciadamente, si Jorge Santayana ha estado en Ávila y en los Estados Unidos y en Londres y en Florencia, no ha venido nunca a Elche. A veces, en sus textos, le vemos rondar la verdad de la Asunción; un poco a la manera del beodo, que pasa una y varias veces frente a la puerta de su casa, sin acertar a entrar en ella. Si hubiese venido a Elche, la puerta de su casa, de su verdadera casa, se le hubiera abierto sola.


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Última actualización: 2 de mayo de 2008