Eugenio d'Ors
COLABORACIONES A TRAVÉS DE LA AGENCIA SERCO   
LOS COLORES VIVOS
 
(Nueva Rioja, miércoles 28-IV-1954, pp. 1 y 8; Las Provincias, miércoles 28-IV-1954, p. 6;
El Norte de Castilla, jueves 29-V-1954, p. 8)
La Gaceta del Norte. Bilbao, 29-IV-1954)

El epíteto «charro» se prodigaba todavía, no hace mucho tiempo, como apelación al buen gusto. Calificaba los tonos enteros en el vestir y la ostentación virulenta del color. Se le oponía los medios tonos y, en general, el apagamiento cromático. El escarlata de un corpiño era charro; no lo era el empleo del verde manzana. El tipo de la redención de lo charro estaba en el gris. En la iconografía de nuestro Goya se advierte, cuando su producción artística llega a la entrada del siglo pasado, la sustitución casi canónica de los colores vivos por el gris. Basta visitar un Museo en que las salas estén ordenadas según las épocas para advertirlo.

Esto llevaba anejo la casi prescripción del arte popular, el cual era la base, para lo más común de sus reproducciones gráficas, de la litografía; y, dentro de la litografía, predominó, por largo tiempo, la tendencia a añadir al tiraje de la plancha en grabado negro, unas ilustraciones fragmentarias «au pochoir», dadas a mano y con moldes o trepas, que salvaban el ámbito ofrecido a ciertas zonas o detalles. El rojo y el verde enterizos eran los colores más empleados. Sólo ya bien entrado el nuevo siglo, y después del gran auge que, en la edición de las estampas de Epinal, el pintoresco pueblecillo de Lorena, tradujeron el entusiasmo por la epopeya militar napoleónica y la afición por los pintorescos uniformes (en que un concienzudo dibujante, Georgín, se mostró excelente), el atrevimiento de algunos espíritus inventivos, se atrevió con el color fresa, que una especie de moda generalizó a todas las reproducciones gráficas: yo poseo, por haber sido coleccionista de «imágenes» de Epinal, ciertas escenas del Calvario, en que una mancha imponente de color fresa traduce el cielo para figurar el caos que acompañó, en las escenas de la Pasión, la muerte de Jesucristo. La moda no amainó hasta algún tiempo después. Pero, entonces, ya el uso de la decoración «au pochoir», es decir, de la iluminación polícroma dada a mano y con molde de trepas para las zonas o detalles, había cedido el paso a los procedimientos enteramente mecánicos y lamentablemente empobrecidos. Hasta que éstos duraron, la iconografía no tuvo inconveniente en seguir los gustos populares por los colores vivos y por el expresionismo pintoresco. La época de oro de las estampas de Epinal se sitúa, pues, en la primera mitad de la penúltima centuria. Advirtamos a este propósito, la coincidencia de este florecer con el de la canción popular y de otras manifestaciones espontáneas del instinto, en reacción contra la timidez dudosa de la producción característicamente burguesa.

Los colores vivos, mientras tanto, se habían mantenido con veleidades en la indumentaria campesina. Ha sido muy corriente, sobre todo entre nuestros extranjeros, el atribuir a los campesinos españoles un gusto declarado por las coloraciones sombrías y por la generalidad de los lutos. No ha sido rara la generalización que veía en los campos españoles una vocación cromática hacia la expresión de la muerte. En esta materia, importa sobre todo distinguir la uniformidad. La uniformidad ha sido, sobre todo un lugar común de ciertas presunciones literarias. En parte, éste ha sido uno de los tópicos de la característica «España negra», tan subrayada en ciertos períodos de nuestra producción artística, dominada por los prejuicios particulares del «Fin de siglo». Habría al contrario que distinguir cuidadosamente y matizar las vocaciones. Parece que la variedad debe advertirse en este capítulo, incluso respecto de lugares nada recíprocamente remotos. Por ejemplo, más de una vez se nos ha hecho observar la diferencia entre las provincias del país vasco, aficionadas las vizcaínas a la monocromía, mientras que las guipuzcoanas se inclinan a la divertida vivacidad. Esto se repite, en otras regiones, en general, valga el caso, Castilla guarda cierta obediencia al concepto de gravedad; mientras que en ciertos enclaves dentro de la misma, Medina de Rioseco, verbigracia, no tiene reparo en dejarse representar, sobre todo, naturalmente, en la población femenina, por atuendos del más valiente color. La misma policromía da la nota dominante, en localidades determinadas. Así, Tordesillas. Ya lo dijo el romance:
«Año de ventura. Las tordesillanas,
tendrán telas nuevas, para cuerpo y falda,
tendrán telas nuevas, azafrán y rosa»…

Cosa parecida puede decirse de Cataluña, sobre todo en los pueblos marítimos. Y, principalmente, la excepción que debe subrayarse es la constituida por la distinción entre los vestidos de uso cotidiano y los que sirven para la ostentación en ceremonia o días de fiesta. No debe olvidarse nunca que, cualquiera que sean sus accidentes morfológicos, el uso de las ropas de ceremonia no debe ser nunca identificado, en la coloración, con los trajes propiamente populares. Por la misma razón que ciertas danzas en las romerías nos traen el recuerdo de las danzas de salón, el atuendo popular en los días de fiesta está lleno de detalles suntuarios que denuncian a la legua su norma o su origen aristocrático.

Sea como sea, la vivacidad del colorido está lejos de encontrarse proscrita, al revés, de los gustos de ahora. No hay inconveniente en que parezca charro lo que lucen las damiselas en los salones. Y no hay que decir, si en las playas.


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Última actualización: 17 de enero de 2006