Eugenio d'Ors
COLABORACIONES A TRAVÉS DE LA AGENCIA SERCO   
ÁNGEL FERRANT
 
(El Norte de Castilla, miércoles 15-IX-1954, p. 6; Nueva Rioja, miércoles 15-IX-1954, p. 3;
Las Provincias, miércoles 15-IX-1954, p. 16)
[3-IX-1954, original en el ANC, caja núm. 43]

Una vez más se cumple, en el juicio sobre los artistas, la sentencia de que es la tonada la que decide de la canción. El calificativo de «escultor abstracto» podrá convenir o no convenir a Ángel Ferrant. Yo creo que no, y tengo mis razones para ello. Pero, dejemos, por ahora, la cuestión. Yo creo que lo inadecuado del adjetivo «abstracto», si se pretende traducir con ello una exclusividad, o siquiera una antonomasia, queda compensado por la propiedad exquisita con que se aplicaría al arte de él y a su virtud la calificación de «gracioso».

Claro, y nadie lo ignora, que el empleo de los epítetos tiene su cotización, en que se traducen a veces inestables matices, en que mil sutiles circunstancias se enredan. El secretario del actor Villagómez, cuando su compañía empezaba a actuar en una población, visitaba por encargo suyo a los directores de los periódicos, a los cuales iba a decir sin empacho: —El señor Villagómez agradecería mucho a su director el que, en su periódico, le llamara «eminente»… Algo más tarde, el mensajero, que tuvo una fortuna vital muy varia, se tenía que enterar de que en Francia, según el uso habitual estatuido en las costumbres de la prensa, el adjetivo «eminente» se cotizaba como por menos valioso que el adjetivo «ilustre»; al contrario de los modos de la prensa española, en que este último tiene menos lustre que aquél. «Eminente», aquí, no lo son más que algunas poetisas, mientras que la calidad de ilustre se gana con sólo obtener el premio quincenal en el concurso de los autores de estribillos con que anunciar el dentífrico «Deslumbramiento»… Queda el problema de si llamar a un autor «eximio» compensa la falta de cualquier otra ponderación. Nosotros preferimos no entrar en este análisis, siguiendo el principio cristiano, que ofrece nuestro perdón, a cambio de que nos perdonen.

Pero la vindicación del epíteto «gracioso» queda realizada, cuando se la desamortiza de lo cómico, decididamente, para situarlo en la región estética, propiamente dicha, en que se gana el sentido, más que noble, que pudo alcanzar Federico Schiller en sus Cartas sobre la educación del poeta y del artista. Entonces se aproxima nuestra noble concepción al sentido estético, que tiene, para el filósofo, la gracia. La gracia, no sólo representa un valor, paralelamente equiparable con la pura belleza, sino que envuelve un precio superior al de la pura belleza misma. Añade al contenido de la belleza el de una felicidad que aleja de su percepción cualquier sospecha de dificultad o de esfuerzo. Cabría decir que existen cuatro valores estéticos fundamentales: la belleza; la elegancia; la sublimidad; la gracia, en fin. De estas virtudes, la de efecto más discutible es la elegancia. Discutible no quiere decir desdeñable. Se pagaría algo bueno, es claro, porque de nuestras manos hubiese salido una escultura como la del Coleone. Pero, el que de nuestras manos hubiese salido una imagen de muchacha, que recordara, aunque fuese de lejos, aquella Corredora del Vaticano que está a punto de agitarse en el ímpetu de una carrera y no se agita, es una dicha que no hay manera de medir en la práctica del oficio.

Esta dicha la ha alcanzado el escultor Ángel Ferrant muchas veces. No es posible ponderar el placer que hemos gozado en ocasiones, ante el sencillo relieve de una cosedora de máquina o de una mecanógrafa, salido de sus manos. Cuando se anuncia un acontecimiento como la plástica de un ángel, uno espera ver encarnado en él cuantas virtudes soberanas adornan teológicamente a lo angélico. Espera, precisamente, una evasión de las dificultades de lo abstracto. De una obra en que se reúna la pureza de lo abstracto con la fortuna incomparable de las recompensas de lo figurativo.


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Última actualización: 18 de enero de 2006