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Eugenio d'Ors
COLABORACIONES A TRAVÉS DE LA AGENCIA SERCO   
PROLE DE TURNER. PAISAJES DE FRANCISCO LOZANO
 
(Las Provincias, sábado 26-XII-1953, p. 16; El Norte de Castilla, viernes 1-I-1954, p. 8)

Tenemos en nuestro Museo del Prado un par de paisajes velazqueños. Estos dos paisajes, abocetados —y cuya gracia consiste, precisamente, en haberse quedado así—, no fueron pintados con propósito de exhibición. Ni siquiera de ostentación privada, en palacio o galería. Se trata de desahogos líricos, tal como los versos que un poeta dedica a su amada. Tienen mucho de confidencia de convaleciente. Así, convaleciente de calenturas, en Roma, estaba su autor cuando los pintaba.

Como género pictórico independiente, el paisaje no se había constituido aún dentro de las normalidades de nuestra cultura. Empezó a existir en el siglo XVIII, tras de algunos balbuceos en el XVII. Para ello era necesario que el ideal del humanismo tramontara. Entonces, pasado ya el Concilio de Trento, apagados los fuegos renacentistas, empezó el ideal de la Naturaleza divinizada a ocupar en los espíritus el trono que, anteriormente, había ocupado el ideal del hombre.

En las representaciones pictóricas, los personajes —es decir, el hombre— fueron reduciendo su importancia, primero; luego, su tamaño. El mundo vegetal imperó, donde se habían desarrollado las escenas humanas. El mundo geológico, campos, montañas, horizontes, ocupó todo el ámbito de los lienzos. A ello vino a asociarse el cielo, con sus nubes, sus celajes, sus meteoros. La Naturaleza, en su conjunto, empezaba a acaparar el interés de las gentes. El siglo XIX colocó la Naturaleza en el centro de los ideales humanos.

Naturalmente, había que preferir uno de los ritos de la naturaleza en el género pictórico del paisaje. Durante todo el siglo XIX, a través de una producción artística propensa difusamente al abuso, ser pintor y ser paisajista han venido a constituir dos términos sinónimos. Esto ha durado hasta los últimos tiempos. Lo que habían empezado los holandeses y los ingleses llegó a convertirse en tarea general. En el aire libre se encontró templo para los oficios y ritos nuevos. Ello había de acontecer en el norte. Allí, precisamente, donde el aire libre no podía proporcionar al hombre una comodidad, es donde le había de proporcionar un recreo. El holandés, el inglés, siguiendo la dirección del menor esfuerzo, se quedan en casa. Allí se encuentra la belleza, allí donde hay, por lo menos, una dosis ligera de heroísmo.

Algunas estaciones intermediarias, en esta marcha ascendente de la boga del paisaje, tuvieron todavía un sabor clásico. Claudio Lorena fue uno de los mejores paisajistas. A la gloria de los árboles y montañas, mezclábase todavía la de la arquitectura. Es una alianza, que, en el camino de regreso, ha renovado ahora Gigiotti Zanini, pintor y arquitecto, en una posición donde el gustador no sabe dónde empieza la gravedad de las moles y donde acaba la poesía de las frondas.

Pero esta posición de síntesis constituye una excepción. La dominante general del paisajismo está en una especie de religión panteística con que el dominio de la Naturaleza lo absorbe todo y el recuerdo de la intervención del hombre se ha desvanecido. No queda ya ni siquiera la versión nostálgica de un «Et in Arcadia, ego»… Cuando llega el impresionismo, no es sólo la figura humana la que desaparece, sino el entorno de los objetos. El verdadero impresionismo comienza en Turner, emperador de los meteoros. Turner realiza, en el paisaje, una especie de reproducción de la hazaña de Galileo, trasladando el centro del interés hasta el cielo, desde la tierra. La tierra ya no será ópticamente sino un caso particular, el más monótono y estrecho, de un cosmos gigante, a cuyo lado entran en el microcosmos las mismas montañas inclusive. Al mismo tiempo, la exigencia de corporeidad en la representación se aligera. Las nubes, las nieblas, la tenuidad de la lluvia, la transparencia del arco iris, el humo de las locomotoras, se imponen con una objetividad que consiente la ligereza, pero que no tolera la divagación. ¿Quién pensaría ante la musicalidad de los paisajes de Turner, ni siquiera en las evocaciones de la Arcadia, si el nombre de la Arcadia había de estar grabado en una piedra?

Nadie, sino el capaz de acordarse todavía de los cultivos del arroz o de los útiles de pesca, ante los cuadros que hoy, a última hora, ha traído a Madrid un paisajista de Valencia, el íntimo, el secreto, Francisco Lozano, respecto de cuya mágica sensibilidad, cualquier anécdota de alusión tendría que parecernos grosera. Lo de Lozano es un sueño y el papel de la luz, que, por ejemplo, en obras como las de otro gran pintor contemporáneo nuestro, vale como un estallido, cumple aquí la amorosa misión de una caricia: no vanamente la pintura de Francisco Lozano se inició, ayer mismo, en nuestras exposiciones, bajo la advocación y signo de la literatura de Azorín. Al autor de Los pueblos le tenemos por magistral en el arte de acompañar el desarrollo de los elementos argumentales, sin nombrarlos. Al pintor de Benidorm, le admiramos por su maestría en distribuir la luz, sin encuadrarla.

Benidorm es palabra que parece cifra de un buen dormir. El buen dormir está acompañado de imágenes felices. La felicidad de la obra de Lozano nos seduce, a la vez que nos reconforta. Cuando, en un ángulo de un lienzo, la maestría del colorismo ha señalado unas huellas, casi mordidas en la arena, no sabemos si estas huellas son las de una labor humana o las de una caricia del viento. Y, quien sabe si de los ángeles…


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Última actualización: 17 de enero de 2006