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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
EDGAR POE EN LAS CARTAS Y EN LOS CUENTOS Y PARADOJA DE LA SINCERIDAD
(La Vanguardia, 5-II-1944, p. 3; recogido en Novísimo Glosario, pp. 33-36)

Ahora me doy cuenta; ahora, ante la traducción castellana de Carlos Rodríguez-Barbeito… ¡Cuan inferiores —en valor de intimidad, inclusive—, las cartas de amor de Edgar Poe, en parangón con sus Cuentos extraordinarios! Una retórica grandilocuente ha vuelto fofas las primeras, como en un romanticismo a lo Víctor Hugo. Mientras que una sobriedad estricta ciñe a los Cuentos, como ya votados a que viniera su versión al romanticismo de Baudelaire.
Puede parejamente ocurrir que haya más afectación para un quídam en presentarse desnudo que vestido. No es nueva entre las mías la observación de que, si bien se mira, la práctica del llamado nudismo pertenece al estilo barroco. Fuera tal vez de algún país hiperbóreo, donde un puro calor deportivo llegue a acallar, efectiva y completamente, la doble censura del frío y del pudor, lo que resulta regla general es que a la eliminación de los «últimos velos» acompañe en quien la cumple el efecto de una buena dosis de artificio. Porque, si el can puede estar desnudo sin tener teoría alguna en la cabeza, el cínico, no.
Recomendada está en el Decálogo de la Sencillez la pobreza; pero también en esto conviene la moderación, por modo que no se llegue a ser extremada y abusivamente pobre. «La miseria, se lee allí, es patética, contorsionada, sobrecargada». La miseria choca al buen gusto. Nos atreveríamos acaso a decir lo propio acerca de ciertas formas de la ascética mortificación: si yo me llamara Simeón y hubiese vivido en Jerusalén hacia la cuarta década del siglo V, hubiera hecho publicar una gacetilla suplicada en los diarios, precisando que el Simeón Estilita no era yo, ni nadie que a mi familia perteneciera.
Tal vez nunca se dio precepto más sabio que el contenido en la clásica divisa: «Ne quid nimis». Nada en demasía; porque el exceso de sinceridad conduce a lo artificioso; por lo mismo que la supina ignorancia, a la más encrespada pedantería. Y, en los escritores, la negligencia del estilo, a las extravagancias del estilo… Muy a menudo nos echamos a los ojos tal cual página de prosa, cuya andadura recuerda la que estuvo a punto de tener aquella nodriza que para su chico tomó un día Amadeo Vives, el compositor inolvidable.
¿Conocéis la historia de la nodriza que tomó Amadeo Vives?… De pagos extremos venía, y en tal rusticidad, que siempre hasta entonces anduvo descalza. Sus nuevos señores, para que saliera con el rorro a tomar el sol al Paseo de Gracia, le adquirieron unos zapatos, junto al Mercado de San José, en las tiendecillas de la Virreina. Tras de largo aguardarla a la puerta de su cuarto, salió el ama de allí dando unos torpes y claudicantes saltitos. —«¿Qué le pasa, «dida» —le preguntaron— para andar así?» —«Nada, la novedad —respondía la cuitada,—. ¡Ya me acostumbraré! »… Era que había conservada la guita con que se ligaba el inédito par.
A la legua se deja ver, cuando ciertas lecturas, que el embarazado autor ha conservado la guita, sí no como en el «parte» del consabido guarda jurado, que le participaba al juez lo que el apresado, furioso y deslenguado malandrín iba haciendo, o diciendo hacer, relativamente a la madre de Su Señoría, «cuya vida guarde Dios muchos años»…, por lo menos como en los prólogos de tantos libros nuestros de ciencia, que no parecen sospechar término medio posible entre la sequedad del algoritmo y la cursilería del floreo. Una buena serie de ejercicios de redacción durante las enseñanzas primaria y segunda —como los que la tradición impone discretamente en las escuelas francesas—, hubieran remediado la cosa. Pero, ¿qué remedio cabe, en el caso de que aquel que escribe quiera ganarnos, al revés, con una apariencia de simplicidad, que trasciende más bien a fermentación de la más averiada retórica?… «¡Un trozo de vida palpitante!», puede clamar entonces la bobería novelera; cuando lo que hay allí, en realidad, es una libresca basura.
Claro que esos afectos de la inexperiencia literaria no se encuentran en las cartas de amor de Edgar Poe. Pero, sí, enmarañándolo todo, el resultado de la desorbitación sentimental. El enamorado deja, sin duda, hablar a su corazón. Pero ocurre que la lengua del corazón, que auténticamente se compondría tan solo de gritos, por no decir aullidos, necesite, para convertirse en verbo humano, de la intervención de una inteligencia que sirva de intérprete. Y no vale apoyarse en una sentencia profunda de Stendhal —profunda y certera, pero aquí inoperante—, cuando alegó que «en las naturalezas enfáticas, el énfasis es natural». Porque, para eso precisamente está el arte: para limpiarnos del énfasis.
Para que la desnudez, aun requerida como incentivo, se vele un poco. Para que la mortificación ascética se adecente. Para que la sinceridad se decore con el estilo. Para que la sencillez del pobre no se retuerza en el patetismo del miserable. Para que la anécdota de unas cartas de amor se eleve a la categoría de unos cuentos extraordinarios.


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Última actualización: 21 de julio de 2009