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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
DE CONVALECENCIA
(La Vanguardia, 16-I-1944, p. 9; recogido en Novísimo Glosario, pp. 27-30)
La de convalecencia puede ser una situación deliciosa. Para el varón de asegurado vivir, se entiende. Pero no precisamente para el de habituales ocios. Diré, al contrario, que nadie mejor dispuesto al disfrute de aquélla que el abrumado por agobiantes quehaceres. La suspensión y tregua en los mismos contribuye no poco al racimo de goces que, de una aceptación resignada, le cabe al convaleciente vendimiar.
El de ver cómo eso que el día de caer enfermo se presentó con proporciones de catástrofe —también por la excitación de la calentura—, no ha hecho que se hundiera el mundo, figura en primera línea en el balance psicológico y social que, por modo a la vez lúcido e inconsciente, se lleva a cabo. A uno se le había antojado que todo en rededor —hábitos, afectos, vida civil, vida profesional— era menos impávidamente estable. También, en el engranaje de una cadena de premuras, se había perdido la noción de la maravillosa elasticidad que posee el tiempo. Angustiosamente se había llegado a creer a la vida, en general, sujeta al mismo rigor que el horario de los trenes —el de su salida, quiero decir—. Ahora se ve cómo quedaban posibles atenuaciones, suplencias y recursos… El secretario que, semanas ha, parecía ser o haberse vuelto incapaz de redactar el más formulariamente sencillo besa-las-manos, ha resultado autor de cien cartas perfectas, según testimonio(1) de las copias; cartas puntualmente postadas, llegadas a destino, y que, inclusive, alguna vez han recibido respuesta, con la mayor corrección, si no siempre con resultado felice.
Luego, pronto se advierte en la convalecencia que este mismo tiempo, sobre su virtud de elasticidad, ha ganado una densidad, de cuya gracia se ignoraba el secreto. Aquel registro alfabético de direcciones, cuyo ordenamiento, en días más agitados, presumimos ingente, espantable tarea, ha venido por fin a quedar listo en cinco cuartos de hora, dentro de los cuales ha cabido todavía el que, por menester ya propio, ya afectuoso, ya mercenario, quedaran las manos y sus uñas hechas un primor. Se ha podido llegar en su lectura al epílogo de aquella novela, de la cual cien veces en el curso de un bienio se probó al pasar de la página 35. Es más: se ha paladeado la tal lectura con una delectación, quizá olvidada desde las fechas del año de la misma cifra. Y otras posibilidades y otras facilidades de fruición más remota se han actualizado de nuevo para el convaleciente, con infinita sorpresa propia. No hablo ya de las de dar solución a algún crucigrama; pero hasta la de poner protectora camisa a las cubiertas de algún volumen derrengado, según proyecto que pensábamos ejecutar ya hacia la época del Gobierno Berenguer.
«Es suficiente contemplar una cosa largo tiempo para que se vuelva interesante», decía Flaubert. Al incremento de ciertas eficacias corresponde, cuando una convalecencia, el de ciertos intereses vivaces. Por lo mismo que fatiga un poco todavía, se pone otra vez fervor suficiente en el recreo de tocar el piano o en el de jugar a las damas o en el de recorrer las reproducciones del catálogo de alguna pinacoteca ilustre. De los objetos que nos rodean, nunca hemos apreciado tanto los bellos aspectos; de las lanas que nos abrigan, jamás habíamos agradecido hasta ese punto la calidad; de los claveles, en el vaso propincuo, el pervivir aparece tan cambiante y dramático como el de unas tulipas… Vemos el mundo con ojos nuevos. Un panorama ante ellos se despliega, abierto a inéditos horizontes. Es como si regresáramos a la frescura de la juventud, de la niñez. De hecho, una buena convalecencia guarda para nosotros no pocas de las gracias, con alguna de las estimulantes inquietudes, de la adolescencia.
¿Hablaremos de los placeres humildes, pero en modo alguno desdeñables, de la primera sopita espesa, del primer alón de pollo, del primer cigarrillo autorizado, del primer paseo al sol? Sensaciones hay de este orden cuyo recuerdo nos enriquece ya para toda la vida. No se nos borra, no, alguno, con ser tan lejano como la infancia. Inútilmente ha perseguido uno después el gusto de aquellos salmonetes a pares y ni muy grandes ni muy pequeños, con las blancas carnes abiertas y, a medias rota, la piel brillante como piedras preciosas, que se nos sirvieron hervidos simplemente, perfumados con una hoja de laurel o con una brizna de tomillo, pero que aderezaban sin parsimonia un aceite frutado y un viril vinagre. También la leche cremosa de las convalecencias tiene sus amigos; y hasta más rústicos manjares, en cuya procura va introduciéndose poco a poco el aliciente de la desobediencia dietética, con el estímulo progresivamente acentuado de que, a pesar de todo, no pasa nada.
Madrid cuenta en la actualidad, dentro del censo de sus gripados, con algunos convalecientes ilustres. Del más famoso fue una de estas tardes a inquirir noticias, que ya se anunciaban mejores, una delegación de la Real Academia de San Fernando, que él dignamente preside. En el vestíbulo diéronse de manos a boca los visitantes con el doctor que salía emprendido por el ayuda de cámara, el cual, con aire un poquillo embarazado y titubeante, le quería decir algo: «—Doctor —susurró—, no sé si tengo obligación de decirle al señor doctor una cosa… Y es que el señor conde no quiere obedecer. No, señor; no obedece. Anoche mismo, al entrar en su cuarto, vimos que el señor conde, por debajo del embozo de las sábanas, se estaba comiendo una gran rebanada de pan»…
Parece que no sólo comía pan el conde de Romanones, sino que tenía a su vera, a punto de atizarse un trago, un verbenero botijo de agua fría.

(1) testimonio] testimonios Nuevo Glosario

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Última actualización: 29 de mayo de 2009