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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
SANTOS DE ESTOS DÍAS
(La Vanguardia, 28-VI-1944, p. 6; recogido en Novísimo Glosario, pp. 230-234)
No quiere decir: de la actualidad. De los días que pasan, corren, se hunden en el pasado y no vuelven. No vuelven, porque «no nos bañamos dos veces en el mismo río»… Sino de los días de celebración, en que, por consiguiente, cabe decir que los Santos celebrados «regresan». Que reproducen el pasado, como lo reproducen las «constantes históricas». Y de este modo, San Juan Bautista y San Pedro Apóstol y los hermanos mártires Santos Juan y Pablo, vienen a traer a nuestras vidas privadas y al fluir general de la Historia aquellos elementos de estabilidad, de fijeza, de constancia, de razón; consuelo único al terror pánico, que, sin ellos, nos produciría el irrestañable acontecer.
I
SAN JUAN BAUTISTA
Éste es el que dijo en la soledad: «Yo soy la Voz clamante en el desierto».
Convenía cumplir una misión, más dura aún. Ser la Voz, que, desoída, clama en el tumulto.
Así, aun vista por los ojos de los contemporáneos no advertidos—o que, por tener aquéllos nublados, no sabían reconocer en el acontecimiento la realización de la profecía—, la tarea de Jesús debió de aparecer más alta que la de Juan. Y no ser éste el único en decir que no era él digno de desatar a Aquél la correa de las sandalias.
La protesta puede alguna vez formularse en el monólogo. La edificación moral necesita siempre del diálogo.
Por ello está escrito: «Cuando conociereis una verdad, predicadla sobre los tejados». Sobre los tejados de casas bajas, se entiende; no sólo para que se le oiga a uno, sino para el caso en que haya que recibir pedradas.
Al hombre de la soledad en el desierto, no hubieran ido a prenderle allí. Los apresamientos que conducen a la cruz se hacen en el Huerto de los Olivos, entre la mezcolanza de la enemiga soldadesca y de la discipulesca dormida o cobarde.
En todo orden de cosas la distancia entre el Precursor y el Realizador es infinita. ¿De qué nos sirve, ¡oh sombra veneranda de Menéndez y Pelayo!, el que tal hidalgo de luengas escrituras haya dicho, en alguna pedestre redondilla, que tiempos podían llegar a los cuales viniesen noticias a caballo de centellas o que, en un «Ente dilucidado» de cualquier pelaje, se vaticinara que los hombres iban a volar. El quid estaba en inventar, de veras y para siempre, el telégrafo o el avión. Y el super-quid, en poseer la normal atmósfera científica que hace posibles tales invenciones, con sólo traducir a alguna ingeniosidad práctica la certera construcción de la teoría.
Esto, metidos los inventores en hoz y en coz dentro de lo social; en el ágora, que es donde fructifica el espíritu; no en el desierto, que es donde únicamente se aventa. Y, más apretadamente aún, en la Asamblea. Porque solamente sobre las asambleas descienden las Pentecostés del fuego.
Juan Precursor, tú que viste con tus ojos al Realizador y con tu corazón te reconociste y con tus manos le bautizaste, ya, después de esto, no te quedaba sino morir. El nunc dimittis, que el Sacerdote podía y debía decir con serenidad, en ti, Juan Precursor, debió de ser ya impaciente. Y el Padre, de todos modos, te concedió un destino digno de ti. A falta de levantar tu cuerpo, a la vista de las muchedumbres, en la infamia de una cruz de madera, te fue dado el acostar tu cabeza trunca, para privada abominación de un banquete, en el involuntario nimbo de una bandeja.
II
SANTOS JUAN Y PABLO, MÁRTIRES
El retiro a la soledad, que fue, en el Bautista, previo, fue subsiguiente en los caballeros oficiales Juan y Pablo. Más vale así. En lo primero, de no haberse luego acercado a Herodes Tetrarca, no hubiera encontrado el Precursor el martirio, es decir, la corona. Mientras que en lo segundo, lo hallaron estos gentiles varones, para quienes aquella soledad no fue proclama, sino escarmiento.
Juan y Pablo eran lo que hoy llamaríamos oficiales de la Guardia noble, de la Guardia de Palacio. Cristianos ya, como procedentes de los nombramientos de Constantino, esta fe suya les volvió difícil la situación, cuando sobrevino, como Emperador, Juliano el Apóstata. Entonces dimitieron. Se fueron a vivir recoletamente en una casa que poseían en el Monte Celio, en Roma. Su ideal fue allí el verse olvidados.
Pero, ¿qué tendrá la tiranía, con su obstinación de hostigar, en especial ensañamiento, a quien, al retirarse inerme, le ha dejado el campo libre?… Juliano mandó aviso a sus oficiales para que se reintegraran a sus puestos. La respuesta de los requeridos no pareció satisfactoria. Entonces se dio orden de que fueran a degollarles en su propia casa.
Unas versiones dan a estos mártires por hermanos. Otras, simplemente, como amigos. A mí me basta el que fueran Interlocutores. ¡Qué diálogos, cuánta compañía, cuánto superar los límites malditos de la individualidad recortada, en los coloquios y en las confidencias de la casa de Monte Celio! Una entrañable síntesis se impone dulcemente ante su recuerdo. Como instintivamente hicieron los venecianos, que llaman, en su sabroso dialecto, San Zanipolo a la iglesia dedicada, a la vez, a los dos Mártires San Juan y San Pablo, yo gusto de fundir los dos nombres en una advocación única de santidad.
III
SAN PEDRO, APÓSTOL
¿Por qué ocurre que la figura capital de la Iglesia, la más elevada en su jerarquía, la de quien recibió del Señor vicariato suyo sobre la tierra, sea aquella con la cual, en todos los países, el folklore se suele tomar más libertades? ¿Por qué tal antinomia entre lo canónico y lo vernáculo?…
A mi entender, no cabe otra explicación genética que aquella según la cual esta antinomia traduce una ambivalencia afectiva. ¿No es un sentimiento ambivalente el amor, que —según uno de los sonetos de la Corona poética a José Antonio—, «tanto como escupe, bebe», y encierra, de creer al mismo texto, una «divina antropofagia»? ¿No lo es también la amistad, cuando, en la subconciencia, esconde un movimiento de protección, de dominio, por ende? Pues, ¿por qué no iba a haber igualmente ambivalencias en el respeto?… Uno, en bien modesta esfera, no ha dejado de advertir que los que a todo trapo le dan el «don», son cabalmente los que no le reconocerán posición magistral nunca.
No podemos ni siquiera conjeturar cuál fue el que llamaríamos efecto social entre sus contemporáneos de esta a quien la jerarquía les obligaba a considerar como «cabeza visible». Tal vez aconteció que la imagen del pobre pescador de un día, así como la de sus heriles renuncios, se les hubiese borrado a todos de la imaginación, ante la presencia del Pontífice de Roma. Luego, por obra de la posteridad, en todas partes, la semblanza evangélica debió de irse sobreponiendo al emblema canónico. Y más veces, según la imaginación particular, San Pedro oyó cantar el gallo cabe(1) la puerta de servicio o llevó la conserjería de las puertas del Cielo, que se consideró como piedra para la fundación del edificio o se vio sentado en el trono o paseado anacrónicamente en la silla gestatoria. Aun a nivel superior al del desenfadado relato folklórico, la soberanía de San Pedro se deja siempre tutear, y su bondad no se enfada con el sonreír.
Esto, amalgamado, da un común denominador de ternura. El pueblo ha adoptado para sí a San Pedro como a San José. Hacia ellos, la ambivalencia juega en un órgano de infinitos registros. Y no hay sino las buenas ingenuidades del simpatizar para obtención de las sumas sabidurías del comprender.

(1) add. a La Vanguardia

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Última actualización: 8 de febrero de 2010