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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
DEL ILUMINISMO
(La Vanguardia, 10-VI-1944, p. 3; recogido en Novísimo Glosario, pp. 187-191)

Como a la palabra «Evo», como a «Conciente» o «Consciente» y a sus derivados, he ofrecido algunas vigilias, entre las ocupadas por intentos de fijación del vocabulario filosófico castellano, a la palabra «iluminismo», muy frecuente desde algunos años en la prosa de los estudiosos, sobre todo entre parte de los jóvenes, que han recibido, o lo simulan, una formación cultural alemana… El lector, inclusive un «lector leído», puede sorprenderse aquí. Su sorpresa cesará cuando se le diga que esto a que los tales dicen «iluminismo», «iluministas» no es otra cosa que la designada bajo etiqueta de «enciclopedismo», «enciclopedistas», hasta un muy inmediato ayer.
No tengo a la innovación por feliz. Por de pronto, ¿a qué el sustituir un término abonado por una ya larga tradición en el uso, prefiriéndole otro que ni expresiva ni conceptualmente le añade nada, y cuyos primeros pasos entre el público han de estar onerados, en proporción con su novedad, con la ambigüedad? No parecerá indiferente añadir que, en España, se ha dicho «enciclopedistas» desde las horas más vecinas al fenómeno histórico designado; hubo inclusive tiempo de que el vocablo entrara en el léxico de la Inquisición. Ahora bien, lo mismo en Filosofía que en Historia, nadie debe, en esto de las denominaciones, rehusar a la contemporaneidad derecho preferente. Nadie, a no ser el ilustre profesor señor Gómez Moreno, que, con toda su merecida autoridad arqueológica, dormitando homéricamente aquel día, se empeñó en que los textos antiguos, que hablaban de pintar barcos «a la encáustica», no sabían lo que era la pintura «a la encáustica» de los antiguos… Con un poco más, nos hubiéramos acordado de aquel apostador de casino, que, llevado frente a la jaula del león, en la Casa de Fieras, y como éste lanzara un rugido poco análogo a lo que el de la apuesta había asegurado ser, «¡No es eso; no es eso!», díjole meneando un índice inflexible, en denegación enérgica y obstinada.
Sobre superfluo y antitradicional, el empleo de la nueva terminología resulta aquí lamentablemente equívoco. Ahora bien, al equívoco no hay que perseguirle demasiado, en el léxico de la Filosofía; ni falta siquiera quien encuentre en aquél la condición esencial(1) para que una expresión sea vivaz y seminalmente filosófica. El holandés Bolland, honor  <y> oprobio, a la vez, de la Universidad de Leyden, como corresponde al autor de la frase: «La Filosofía es un juego de calembours sublime», infería de ahí ser el francés una lengua inepta para el verdadero pensar; porque —decía—, en ella, a cada palabra, corresponde automáticamente, desde Descartes, un concepto. El alemán, ya es mucho mejor, por más indeciso; pero lo que no tiene precio es el bajo-alemán, el Platt-deutsch; por lo cual, en sus conclusiones, «el holandés es la lengua de la razón»… Si cabe, empero, pensar que la ambigüedad es ventajosa en la especulación de la Filosofía, no hay, desde luego, nada más funesto en la Historia de la Filosofía, en la cual sobremanera conviene que cada palo aguante su vela; y que, cuando se miente al Iluminismo, nadie se encuentre en el caso de preguntar: «¿Es a mí?».
«Iluminismo» se ha llamado siempre —eso también desde los primeros días de su difusión— a un movimiento espiritual, de muy fuerte color barroco, que, nacido en alguna región, también fuertemente barroca —sean los Países Bajos y orillas del Rhin, sea tal vez en España—, concibió o adoptó diversas herejías, todas a base de cierto aprendizaje esotérico, en cuyos grados o «iluminaciones» superiores se llegaban a averiguar cosas muy interesantes, inasequibles al vulgo ignaro; y, a veces, tan ventajosas, como que el pecado no existe, o bien ha sido cancelado para siempre por la Redención; de lo cual sacaban los adeptos de la que fue, en muchos puntos, bien organizada secta, que «¡ancha es Castilla!» o que «¡ancho es el Brabante!»; y hasta hubo un franciscano de Ocaña, de los que en nuestro país llamáronse «alumbrados» y que, según dijo Fray Antonio de Pastrana al comunicar el caso al cardenal Cisneros, lo era «con las tinieblas de Satanás», que dijo ser su obligación el «juntarse con diversas mujeres santas, para engendrar en ellas profetas»… Todo esto, perteneciente al género de la poca lacha, complicábase en otros, justo es decirlo, con metafísicas y teodiceas muy sutiles y muy por lo fino y hasta con actitudes de sensibilidad y de cultura, a las cuales debemos —en opinión del profesor Carl Schmitt— varias obras del Bosco, especialmente El Jardín de las delicias, que está hoy en el Museo del Prado.
Por otra parte, si cabría estrechar la etiqueta del Iluminismo al movimiento sectario fundado por Adán Weishaupt en el último cuarto del XVIII, lo más propio de la ciencia de la cultura —que no está lejos quizá de ver ahí una «constante histórica»— es, al revés, extender la denominación a un cierto número de actitudes, florecientes en muy varios tiempos, y con especialidad en aquellos donde el barroquismo domina, a las varias tentativas de sustituir la «enseñanza» de ciertos principios por la «iniciación» en ellos; por la iniciación privada y secreta, en la cual ciertas disciplinas de la voluntad tienen más papel que todos los despejes de la razón. En nuestra terminología menudea el caso de que —según en un artículo sobre mi «Aldeamediana» advirtió José M. de Cossío— un sentido lato doble un sentido estrecho, así como acontece al hablar de «misticismo». Y no porque, como dice Cossío, este último sea una ampliación de aquél, sino, a la inversa, porque de un Iluminismo general, por ejemplo, se haya hecho aplicación para inventar, como Weishaupt, una sacrílega parodia de la Compañía de Jesús.
Lo que de ningún modo anda por tales aledaños son aquellos otros movimientos que justamente se distinguieron por el cultivo arrojado, y hasta muchas veces abusivo, de lo que acabo de llamar «despejes de la razón». Es el racionalismo; son la difusión y popularización de la enseñanza; son el(2) combate con supersticiones y la irreverencia respecto de cosas que no se dirán(3) tales, a que se dio el nombre de Enciclopedismo. Y que no vale que en Alemania, se llame «Aufklärung», es decir, ilustración, para que en castellano traduzcamos por «iluminación», «iluminismo»… Quizá Bernard Palissy, al descubrir en los fósiles de las altas montañas restos de un vivir paleontológico, era un poco iluminista; pero, en todo caso, Voltaire, al negarlo y burlarse de aquél, era un enciclopedista de tomo y lomo. El químico Sthal, que conservaba para la explicación de la combustión la entidad energética llamada «flogisto», pudo pecar de alumbrado; pero, ¿quién más enciclopedista que Lavoisier al atribuir el fenómeno a causas puramente mecánicas? La cuestión de si, en el primer punto, era Voltaire quien marraba, mientras que en el segundo el equivocado fue Sthal (o quizá no; ¿quién sabe?; ignoro el estado actual del problema) ha de parecer ajena a nuestro propósito. Nuestro propósito se reduce, por el momento, a lo puramente formal. Estamos en un tema de vocabulario. Y se trata de cortar paso a un abuso.
En cuya reprobación, seguramente, nos hacen compañía el duque de Maura, que, por razón de su donoso libro sobre las supersticiones del tiempo de Carlos II, y de otras obras suyas, habrá tenido que entendérselas con más de un alumbrado, y el doctor Gregorio Marañón, muy avezado a la cuestión histórica del enciclopedismo, y no sólo por Feijoo. Y, desde alturas respecto de las cuales, si no la consulta, cabe todavía la adivinación, don Marcelino Menéndez y Pelayo, a quien eso del Iluminismo le hubiera sabido, paradójicamente, a «niebla hiperbórea», y de don Juan Valera, que, en alguna carta a aquél, no hubiera dejado de decir que «le daba tres patadas».


(1) esencial] especial Novísimo Glosario
(2) el] om. La Vanguardia
(3) se dirán] son La Vanguardia

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Última actualización: 8 de febrero de 2010