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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
APÓSTROFE A LOS ARQUITECTOS
(La Vanguardia, 21-V-1944, p. 7; recogido en Novísimo Glosario, pp. 130-133)
Arquitectos, yo acabo de hacer mía, en otro lugar, vuestra causa, en lo tocante a la jerarquía en el Arte mural. Esto, a propósito del Salón de los Once, que acabamos de abrir en Madrid; y en recuerdo de otra anterior tentativa análoga que reunió en París, con ilustres cofrades, a pintores, escultores y artesanos de la decoración. Yo he reconocido ahora, con vuestro Perret, que, en la ordenación estética del habitáculo humano, una pintura al fresco no podía ser otra cosa que un «material de construcción» más, que un revestimiento más. Y he afirmado, con vuestro Marrast, que, dentro del equipo formado por los varios artistas, sólo el arquitecto podía ser el conductor, el «jefe»… Pero mi moral es la Moral del Servicio. Y, dentro de la Moral del Servicio, toda autoridad exige, a su vez, en quien la desempeña, una disciplina. Si deben serviros a vosotros tantos artistas, ¡oh, arquitectos!, bien será porque vosotros a algo —ya sabéis que yo siempre gusto más en decir: «a alguien»— servís.
¿En qué nivel de fidelidad? ¿Siempre en el mismo?
* * *
Por de pronto, debe confesarse que vuestra dominante aspiración en horas recientes parecía tender a dirección muy distinta que la de aquellos jardines y belvederes del espíritu, donde el quehacer de las varias artes se conjuga armoniosamente. La desnudez racionalista —o que se decía tal— pareció consigna entre vosotros. Cualquier elemento figurativo se vio entonces desterrado, con el resto de la ornamentación. El trabajo del pintor o del estatuario no encontró más gracia a vuestros ojos que el del tapicero o el del modelista. El género de construcción de vuestras preferencias proscribió fatalmente cuanto ofrecía carácter representativo. Con el mismo rigor que en esta proscripción habían ya empleado los pintores cubistas en su hora; es decir, un poco antes.
Nunca me atreviera yo a decir que este ya histórico gusto vuestro fuese bastardo o gratuito. Jefes como sois, primeros en la jerarquía entre vuestros colaboradores, la batuta con que dirigís su orquesta obedece a más alta medida. Quien ordena el muro, que, a título de obrero en el equipo, decorará otro artista, también es empleado, dentro del plan de un superior designio, como simple obrero. El fresco revestirá el muro. Pero el muro, por su parte, le viste y cubre una genérica realidad espiritual.
Realidad que no tiene porqué privarse de asistir también directamente al pintor. En la encuesta —data de hace diez años— en que se produjeron las fórmulas de Perret y de Marrast referidas, cierta confusión dominaba, que hizo perder de vista a los tipos profesionales, cuya condición social se trataba de definir. El pintor que debía entrar aquí en juego no era el pintor de paredes; ni el escultor, el modelista. Eran artistas o, si se quiere, artesanos —por el título, no reñiremos— que, desde el momento en que traducían su proyección personal a «figuras», a figuras humanas, ya adquirían con esto solo el derecho a vivificarlas con una propia significación ideal.
Así que la figura humana aparece, así que una inspiración humanista levanta al arte, ya los términos del problema cambian. Con razón teníais tanto miedo a esto, en la hora reciente de vuestro ascético racionalismo.
El gusto esencial por la figura, por el pensamiento figurativo, por la idealidad constantemente revestida en formas plásticas, no es el lote de todos los espíritus ni de todos los sectores de la humanidad. Hay pueblos, hay gentes, hay épocas a los cuales las disposiciones espontáneas de la sensibilidad y de la inteligencia conducen hacia el culto de las imágenes. Hay otros llevados, no menos naturalmente, hacia la antipatía por las mismas o hacia su destrucción.
No el azar, no la versatilidad de los caprichos, no las tendencias superficiales de la moda rigen el fenómeno de que la humanidad haya conocido —y no sólo en las querellas teológicas y políticas de Bizancio— «iconoclastas» e «iconodulos».
El pensamiento figurativo es una disposición auténtica entre paganos y entre católicos. Protestantes y musulmanes han sido, al revés, inclinados por algo constitucional a proscribirlas o a destruirlas. En la casa, en el palacio, en la ciudad del católico o del pagano, el pintor encontrará así abierta la puerta de su acomodación social; y también en la etapa de la cultura, presididas por el signo católico o pagano. En otras partes, el trabajo del artista quedará sin otra solución que el producir objetos destinados a la diversión, bien a título de ornamentos, bien bajo la forma de «cuadros de caballete».
* * *
Así, el trabajo en equipo, la colaboración del pintor y el escultor con el arquitecto, sólo puede producirse allí donde las imágenes son veneradas. Nos equivocaríamos si fiásemos el porvenir del Arte mural a una especie de arreglo —bilateral diríamos— entre decoradores y constructores. Otros elementos de la cultura tienen voz en el capítulo.
Un arte sin relación con las necesidades constructivas prácticas, al pecar por superfluo, se vuelve lujoso y, por consiguiente, vicioso y, por consiguiente, aburrido. Por su parte, una arquitectura que no traduce alguna honda exigencia espiritual, por más utilitaria que parezca, no queda por ello menos en el nivel de un simple devaneo, incapaz de resistir a los cambios del gusto, o la corrosión del tiempo.
¿Que el arquitecto es el jefe del equipo?… De hombre a hombre va cero. De artista a artista va cero. Cualquiera que sea su jerarquía respectiva en el trabajo, alguien, colocado mucho más arriba, les gobierna a todos. A través de las «palpitaciones de los tiempos» un mandato se oye. Fuera de su obediencia no hay salvación.
Sólo Dios es grande, queridos arquitectos.

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Última actualización: 4 de febrero de 2010