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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
EDILICIA
(La Vanguardia, 3-V-1944, p. 3; recogido en Novísimo Glosario, pp. 122-126)
Mucho me ha alegrado(1) la coincidencia que juntaba a mi elogio, en el mismo número del mismo diario de Madrid, otro elogio procedente de un cronista titular de la Villa; enamorados los dos del nombre de la calle que da todavía al aire, como si le diese un suspiro, el rótulo: «Calle de Válgame Dios»… Ya quedan pocos de ese talante. Y como suelen ser, las bautizadas así, calles exiguas, sólo un corto número de contemporáneos nuestros, entre los cuales no abundan los de nombradía, puede pagarse el lujo de traer a sus tarjetas tan especial relente de tradición. Entre ellos figuró, hasta su muerte, un ingeniero español famoso, gran inventor y hombre de ciencia, don Leonardo Torres Quevedo; gustoso, por ventura, de la compensación traída por un domicilio así, al ejercicio de una profesión consagrada a frías técnicas y lejanos viajes y a mecánicas proezas como la de poner ascensor y calefacción central a las cataratas del Niágara o de quitarles a los pobres muñecos automáticos el placer de empolvarse al son de El Danubio Azul, para obligarles, exclusivamente y sin música, a jugar interminables partidas de ajedrez. No a este aspecto de su psicología, sino al otro, doméstico y quizá recatado, obedeció el que un día al sabio le fuese dirigido un billete, bajo sobre, llevado por lo que se llama «un continental». Sobre con su escrito en verso, a imitación de los muy celebrados que publicó Stéphane Mallarmé, en su colección «Les loisirs de la Poste». Y, esta vez, así redactado:
Postillón, ¿a quién buscas, ledo,
De propina en pos?
A Leonardo Torres Quevedo.
3, Válgame Dios…
Se ignora por qué razón —o, mejor dicho, sí, se sabe: la que, en las imprentas, vuelve menos castigados por las erratas a los manuscritos de enrevesada letra— estas cartas con sobrescrito en verso, frecuentemente más barroco, ripioso o tirado por los cabellos que en el ejemplo anterior, no se perdían nunca. Carteros y mensajeros debían de colocar cierto punto de honor en demostrar así la extensión de sus conocimientos literarios o la agilidad de sus entendederas. Eran juegos inteligentes, muy de ocasión entre sociedades pulidas y en tiempos de paz. Ahora, nombres como el de la calle de Válgame Dios, o el de la «rue du Chat qui pelote», o el de «carrer de Gira-t’hi», suenan un poco raros, cuando el lector los halla en las reseñas de bombardeos sobre viejas ciudades. Los citados, todavía no, a Dios gracias. Pero siempre parecerá que, lanzado(2) desde lugares que así se denominan, el anatema contra la barbarie de los agresores tiene mayor carga de razón.
Por esto, cada vez que una ciudad de Europa le cambia a una calle el nombre antiguo para colocarle otro, más o menos al servicio de circunstancias que corren riesgo de perder vigencia al día siguiente, sobre incurrir en cierta barbarie, pierde un poco el derecho a protestar de otras y mayores barbaries de que pueda ser víctima. Los nombres de caciques y de personajes políticos, que en los últimos años de la España ochocentista y primeros de la novecentista vinieron a sustituir con tanta profusión a aquellos otros, tradicionales, que la devoción, la popularidad o la menuda historia inspiraban, se nos antojan hoy ridículos, cuando los cancelamos, y mas ridículos todavía cuando un pretexto cualquiera viene a afianzar, más o menos durablemente, su continuación. Pero no llegan a sabernos mejor otros patrocinios dictados por la pedantería ingenua o la pedagogía cursilona, siempre querenciosas de la invocación a «hombres célebres». Ni siquiera hubo necesidad de que el pujo sectario rotulara «Garibaldi» los lugares más alejados de la Costa Azul o «Miguel Servet» aquellos en que esto podía hacer rabiar más a los calvinistas. Ya, el llamar «de Aristóteles», y en catalán, a una calle de Gracia, invención de no sé qué mayoría municipal y, probablemente, espesa, nos hizo reír en tiempos. Y más todavía el castigo justiciero que la espontaneidad popular impuso a la ideíca, cuando, al «carrer d'Aristòtil», dio en llamarle unánimemente «del tòtil», es decir, del sapo.
Cuando las semanas subsiguientes a la liberación de Madrid, los gestores que acababan de hacerse cargo de la administración de la capital consideraron urgente el borrar de la urbana toponimia personajes y acontecimientos repugnantes a las nuevas instituciones y hasta a la nueva sensibilidad. Procediendo con respetuoso tacto, hicieron a este propósito dos cosas. Una, encargar el previo estudio a una Comisión, en la cual estábamos, con algunos ediles y altos funcionarios, unos cuantos académicos: así Ricardo León, de alta memoria, y más en este día, en que ha empezado la publicación de sus Obras completas; así Manuel Machado y yo mismo. Y otra cosa hizo aquélla a la vez: recomendarnos que, en lo posible, y fuera de las excepciones a que obligaban de consuno el momento y la historia, al borrar las advocaciones advenedizas del nomenclator, prefiriésemos el restablecimiento de las antiguas, sobre todo aquellas consagradas por cualquier vetusta o graciosa tradición. De esta recomendación no había necesidad, ciertamente; puestos a borrar, los escritores tendíamos más bien a pasarnos; y a pique estuvimos de restablecer, no esta vez por pelusa, pero en amor, tal vez exagerado, a lo pintoresco, el rótulo de «calle del Burro» a la que después, sin tránsito, había venido en llamarse «de Echegaray»… Por mi parte, no sé todavía si debo arrepentirme de haber —tras de algunas consultas sobre el pasado del lugar, y como con ellas averiguara que en los solares de la Plaza de Bilbao había radicado cierto convento de Padres Capuchinos, dichos «de la Paciencia»— propuesto e impuesto el nombre de «Plaza de los Capuchinos de la Paciencia», como nueva designación: la necesidad en que me he encontrado en lo sucesivo de enviar algunos telegramas a tal dirección me ha hecho dudar mucho acerca de las ventajas conseguidas en este cambio.
Debe advertirse que la Comisión llevó entonces adelante sus tareas con cierto escepticismo, motivador a veces de su ultranza. Efectivamente, el Ayuntamiento de Madrid se atuvo muy escasamente a nuestras soluciones: lo de la Plaza de Bilbao se salvó de la cancelación, no sé por qué. El malogro de aquellas propuestas debe especialmente lamentarse en un capítulo marginal. En lo de la rotulación material de las calles pedíamos nosotros que se adoptara en Madrid el sistema, tan bello como práctico, empleado en Sevilla: los alfabetos de losetas, donde en anchos, romanos, nobles caracteres negros sobre el fondo blanco, se declara —sin poner generalmente más que lo especifico— la denominación. Son letras que se borran difícilmente; que se ven muy claras de día y de noche; que hasta parece que han de poder leerse por quien no sabe leer. En vez de eso, un devaneo edilicio anda ahora en la Corte plantando por las esquinas ciertos pálidos engendros de la Escuela de Cerámica, donde la agudeza no ha pasado de pintar un rollo en la calle del Rollo o en la de al lado, una imagen de si misma. Ahora, que eso que pinta la Escuela, el aire y la luz lo borran desde el día siguiente. Y apenas cae la tarde ya no hay quien se libre, en el Madrid viejo, cuando confía sólo en la dirección, de caer en la casa del Obispo si iba buscando la del Nuncio.

(1) add. a Novísimo Glosario
(2) lanzado] lanzados Novísimo Glosario

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Última actualización: 4 de febrero de 2010