volver
Eugenio d'Ors
presentación | vida | obra | pseudónimos | retratos y caricaturas | galeria fotográfica |dibujos |entrevistas| enlaces    
SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
POSTDATA A LAS FALLAS Y PRÓLOGO A LAS MONAS
(La Vanguardia, 9-IV-1944, p. 7; recogido en Novísimo Glosario, pp. 89-95)
NUEVAS PERSPECTIVAS AL FOLKLORE. — Quedaban muchas cosas por decir, a propósito de las Fallas de Valencia, encima de las que aquí se trajeron bajo título de «Glosas epilogales», relativas al simbolismo del Fuego Nuevo y a su oportunidad en los comienzos de la primavera. Y abrigo el temor de que, con el paréntesis de estos días santos —santos por razones de Religión o de Patria—, se me haya ido el Santo al cielo. Probaré, con todo, de recoger algo, en guisa de postdata, a la vez que insinuar otras reflexiones, como prólogo al consumo de las «Monas» a que desaforadamente se entregan, al llegar la Pascua, mis paisanos barceloneses, amigos de una literalidad tradicionalista en las costumbres.
Temas semejantes parecerán frívolos a los frívolos; quienes hayan entrevisto las posibilidades, encerradas en ciertos estudios, bastante modernos, sobre la morfología de la cultura, ya no pensarán así. «On ne sait pas tout ce qu’il y a dans un menuet» y puede que no exista substancia menor, en el secreto de la «Falla» o en el secreto de la «Mona», que en la «Clave de los Sueños» o en los trabacuentas, los trabalenguas y los trabamemorias de la vida cotidiana, examinados por el doctor Freud. Por de pronto, lo que parece salir de ahí es una radical innovación en el tratamiento del Folklore, susceptible de transformarlo, de una simple disciplina colectora y descriptiva, comparativa cuanto más, en verdadero saber científico hecho y derecho. Acaso exista entre el Folklore ordinario y esta ciencia del porvenir la misma diferencia que, histórica y jerárquicamente, ha separado la Historia Natural de la Biología.
El empirismo folklórico había llevado a una presunción, a cuyo sedimento no fueron ajenas ciertas notas de sentimentalidad, de que las instituciones del folklore eran siempre antiquísimas y, según la superstición corriente, «naturales»; emanación directa del alma anónima del pueblo. Estudiadas mejor a la luz de las «constantes» de la cultura, la lógica vio, aún antes de que una más fina documentación lo confirmara, cuán frecuente era aquí una modernidad, que no remontaba más allá del siglo XVIII el origen de la jota o el de la estilización vigente en el toreo; y situaba, inclusive, en el siglo XIX la genealogía de las Fallas; de las cuales, lo menos que se dijo ayer es que venían de los moros.
¡Curiosa paradójica edad ésta, que ha dejado una reputación de genérica arbitrariedad, de inclinación a lo abstracto en todas las cosas, de artificialidad extranjerista en cada país —París se perecía por la ópera italiana, mientras la elegante de Madrid, según el verso de Vargas Ponce, «hasta el pan y el turrón quiere de Francia»—, y que, no obstante, es la que estatuyó casi todos los trajes regionales cuyo recuerdo se ha conservado, y compuesto casi todas las canciones anónimas que, a los primeros y románticos estudiosos, parecieron cosa trovadoresca, si no multisecular! El siglo XVIII, a la vez que canonizaba las constituciones a lo Montesquieu, proliferaba los vernáculos de variedad local; a la vez que fosilizaba la retórica de Horacio o de Boileau, volvía los ojos a las libertades de Calderón o de Shakespeare. Clásico y barroco, del Setecientos hay que acordarse cada vez que una cuestión folklórica entra en juego… Pero más vale no detenerse en siglo alguno, sino en la evocación de lo sempiterno de la ciencia de la cultura.
MORFOLOGÍA DEL ARTE POPULAR. — En lo de la variedad local, por otra parte, entra siempre no poco de prejuicio. Uno de los aspectos que me ha llamado más la atención recientemente, al presenciar por primera vez el espectáculo de las Fallas, y antes de la quema de San José, es el de su monotonía formal. Por descontado que una estilización barroca había de ser allí común. Pero, ¿cómo explicar que, dentro del estilo barroco, y no obstante el impulso de libertad formal que siempre trae éste, todas las Fallas se parezcan tectónica y cromáticamente hasta ese punto?
Se me dirá, probablemente, que, presentadas como invención y obra de un barrio, de un gremio, etc., la materialidad de la fabricación de las fallas corre en realidad a cuenta de unos pocos especialistas, que a veces habrán trabajado juntos, o a escuela el uno del otro, o influidos por lo menos por el éxito que a otro ha sonreído y cuya imitación produce un amaneramiento. Pero, en este caso, ¿por qué se da la misma repetición formal en las pequeñas fallas que levantan los niños, y a cuya inspiración no ha presidido espíritu escolástico o profesional alguno? Cabe también alegar que e1 empleo de ciertos materiales predeterminados, cuya forma decidió por el uso —las ropas viejas con que los muñecos se visten, por ejemplo—, obliga a cierta uniformidad. Lo que entonces permanecería sin explicación es lo muy limitado del repertorio cromático que en las fallas se utiliza.
Hogaño se ha ofrecido en esto una gran novedad, verdadera revolución en los anales de la invención fallera: en la Plaza del Mercado, más de una mitad, la superior, del paródico monumento, era monocroma. Una alba reproducción, a mayor escala aún, del Moisés de Miguel Ángel, la ocupaba; mientras, por otro lado, el canon estilístico habitual era también transgredido, rompiéndose la piramidal unidad de la mole, con la vecindad, a su pie… de un suelto, completo y auténtico coche fúnebre. Lo habitual es que no se llegue a ninguna dominante negra ni blanca, sino que dominen aquellos colores verdes y achocolatados, espesos, que también hemos visto imperar en muchos «Pasos» de procesión. Y cuyo soso abuso hemos también alguna vez censurado en los «dibujos animados» de Walt Disney.
La verdadera razón del fenómeno hay que buscarla en que lo popular maneja un repertorio limitadísimo de soluciones y en que la varia floración del arte es un privilegio de sus formas cultas. En oposición a ciertos prejuicios, he sostenido siempre que lo lleno de sorpresas es la razón; que, a su lado, la locura resulta monótona y aburrida. Y también, que el carácter de los países no es el pueblo quien lo da, sino más bien su clase media: más difícil resulta que un funcionario o un profesor francés se entienda con uno alemán que un labrador o una pescadera. Análogamente, no tengo necesidad de ir al Hainaut para saber que las procesiones de allí se parecen mucho a las de Jaca; ni de visitar, en Valencia, la falla de la Plaza de San Vicente Ferrer, para ver que repite la morfología plástica vista en la calle de Cirilo Amorós.
EXORCISMOS EN EL ARTE POPULAR. ¿Por qué mis paisanos barceloneses llevan a sus mesas, el domingo de Pascua, un pequeño monumento al Diablo, bajo la forma de monumento al Mono?
Para mí, no cabe duda. Busquen otros la documentación de que necesiten. Pero, en estas materias, lo que los argentinos llaman acertadamente “el pálpito”, ha de preceder y puede ventajosamente suplir a cualquier comprobación. Yo me he reído mucho algún día del astrónomo o semiastrónomo Flammarión, de quien se contaba que, preguntado sobre la razón por la cual vaticinaba un eclipse, hubo de contestar: «Una idea que me ha venido»… Pero es que Flammarión no vivía entre las estrellas y tenía que observarlas a gran distancia, con un telescopio. Mientras que yo vivo y me impregno en las mismas fuentes de donde brotan los secretos profundos del alma popular.
Sé que el mono de las «Monas» es el Diablo, porque al Diablo humillado, al Diablo vencido, al Diablo grotesco, siempre ha tendido la instintiva imaginación a figurarle en las formas bestiales del Asno o del Mono, así como al victorioso se le ha representado en el del Macho Cabrío. «Simia Dei», la Mona de Dios, dijo San Agustín que era Satanás. Su ambición, constantemente fracasada, escarmentada nunca, de imitar los poderes y los actos divinos, ha hecho en él definitoria esta semejanza con el animal caracterizado por su copia de la humana vecindad. La baja Edad Media, bien lo supo, en fantasías de gárgolas y tallas de coro. Véase aquel libro La Muerte y el Diablo, de Pompeyo Gener; libro, dígase de paso, merecedor de mejor recuerdo que aquel de que goza, por lo menos en su primera parte; luego, cuando ya(1) pasa de la «historia» a la «filosofía» de las dos «negaciones supremas», el autor ya se hace un lío…
¿Por qué, pues, si éste es el Diablo, levantarle un monumento, bien que sea portátil y comestible, al término de la Semana Santa? Por irrisión, por cebarse en él, por subrayar la derrota que, con la Resurrección del Señor, ha sufrido y en que la redimida Humanidad se goza. En un paródico pastel está así el calvario de Satanás; y en una cómica banderola «su» «inri». Esto, con su tremenda significación de exorcismo, se hace inocente, doméstica, placentera, golosamente, sin atribuirle la menor importancia simbólica. Ni hay necesidad de que los ejecutantes tengan de ello la conciencia más remota: tampoco sabe porqué lo hace quien, ante el prójimo que estornuda, pronuncia el nombre de Jesús, o porqué, quien saluda, aprieta la mano del comparecido. Pero los ritos tienen sus razones, que la razón ignora.
Un detalle viene a traicionar aquí la recóndita significación, sin embargo. En el postre pascual, todo el monumento se come, pero su ápice, no; porque el Diablo es eterno. Cuando mi infancia, yo le he visto sobrevivir en muchos hogares modestos, con su leve cuerpecillo de peluche, atado por su alambre a la llave del gas, al pie de la lámpara del comedor. Mientras el Crucifijo presidía el severo despacho y, reproducida de algún Murillo o Rafael, la imagen de la Virgen santificaba la alcoba, el Diablo, el Diablo de la «Mona», centraba —valsando, inclusive, más de una vez, a favor de no recuerdo qué minúsculo resorte—, unas paredes, donde los cromos de bodegón multiplicaban la iconografía de la gula, o, si a mano viene, otras picarescas pinturas continuaban una plebeya tradición de humor irreverente… Cuando la historia natural de las artes populares se convierta en su biología y el Folklore alcance el nivel de Morfología de la Cultura, se verán muy claras estas cosas que digo.

(1) ya] om. Novísimo Glosario

Diseño y mantenimiento de la página: Pía d'Ors
Última actualización: 9 de diciembre de 2009