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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
POR SUS OBRAS. A LOS CINCO AÑOS
(La Vanguardia, 1-IV-1944, p. 5; recogido en Novísimo Glosario, pp. 80-84)

—…Desea usted, colega doctísimo, ver también mi firma al pie de cierto documento colectivo. Y yo, para esto, deplorando la quebradura de horizonte que se traiga así a nuestra ya veterana compañía, esta firma solicitada, no la puedo conceder. Ninguna razón interviene aquí del orden de aquellas, higiénicas y egoístas, con cuya alegación, según el barresiano Jardín de Berenice, terminó una famosa entrevista de Renán con el periodista Chincholle… Ni interés personal, ni valetudinaria precaución deciden ahora una abstención que, al ahondarse, ha de convertirse obligatoriamente en repulsa. Al contrario: de obedecer a móviles parecidos, lo probable es que me empujaran a reacciones vindicativas de anecdóticos pasos o privadísimos desafueros padecidos. Pero, en cualquier circunstancia, modelar el juicio público sobre el episodio individual, es anarquía. Y como, teóricamente, nadie ha abominado más que yo de la anarquía, lo que en otros no pasara tal vez de una debilidad, sería ya en mí una incoherencia. En esto sí que procurará siempre no caer el hijo de mi madre.
El enemigo fundamental de la anarquía apreciará, en la obra estatal que viene realizándose en España desde la Victoria —sobre todo, conviene insistir en ello, en los últimos años—, un fruto, difícilmente igualado por ninguna de las tentativas de Política de Misión que la interior disolución o la catástrofe han obligado a implantar en casi todos los países. ¿Se ha fijado usted, mi docto cofrade, en que, todo el último invierno, venimos paseándonos por Madrid —paseándonos a pie más que nunca, esto sí; pero ello, por culpas ajenas, con efectos aquí hábilmente retrasados o paliados—, sin que nuestro paseo sea acosado por un mendigo? Acuérdese usted de antes. Dígame también si ha visto, durante las terribles y aún cercanas noches gélidas, aquellos racimos humanos miserables, acostados, promiscuos, en los portales de las casas. Usted, como yo, habrá visitado igualmente durante este invierno algunas capitales de nuestras provincias, algunos pueblos. En estos últimos, tal vez, un rezagado representante impúber de nuestra castiza hampa secular o de nuestra holgazana y musitadora pedigüeñería, le habrá molestado. En las primeras, no: ni siquiera, cuando la ocasión de romerías o fiestas, ocasión tradicional a las ferias de compasiones. De esas capitales, por otro lado, regresó usted en un bien templado coche-cama, a la misma hora en que tal vez ninguna de las líneas ferroviarias del mundo disfruta de ese nivel de regalo. Ahora bien, también recuerda usted que, hacia los días de la Victoria, se nos dijo que, en el destrozo de España, la necesidad urgentísima de procurarse cien locomotoras, en país donde la industria nacional no proporciona más allá de diez al año, iba a obligar a recurrir al extranjero, so pena de en medio año quedarse sin trenes. Y lo que venía al medio año es la imposibilidad de recurso al extranjero. Usted, sin embargo, acaba de llegar de su viaje tan apaciblemente confortado como en los mejores días. Dígame ahora con qué alma se ha puesto usted a rubricar la afirmación, la insinuación siquiera, de que esto no se puede soportar.
No sólo de pan vive el hombre, bien entendido… —Y, a propósito, ¿ha comparado usted, si alguno de los viajes aludidos se dilató hasta el extranjero, pan y pan?— No, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios, según la Escritura. Una de las palabras que salen de la boca de Dios es la que nos vota a la Belleza. Por obra del arte trata el hombre de conseguirla. Ahora, contraste usted, en este capítulo del arte, lo que se ofrece hoy habitualmente a sus ojos o a sus oídos, en esta España de hoy, con lo que les fue asequible ayer, cuando únicamente Barcelona quedaba, como una especie de islote, entre océanos de vulgaridad desorientada y fatigosa. En Madrid, lo que se llama arte moderno tiene, para la fruición general, dos o tres años. Todavía, cuando la fundación de la Academia Breve y del Salón de los Once, hubo sus más y sus menos; por la misma causa de eliminación residual insuficiente que hacía persistir la pululación de mendigos hasta las horas del «piojo verde»; y la de periódicos con sólo artículos municionados, hasta tales fechas, cuando en aquéllos resucitó la ostentación de una calidad literaria. Hoy, esa etapa de transición está ya transpuesta venturosamente. Se han expuesto aquí conjuntos de arte extranjero, en ruptura del aislamiento cerril que venía asfixiándonos desde la muerte de Goya. Han florecido —y se han alimentado; porque (ahora a la inversa) también de pan vive el hombre—, los artistas de tendencias más avanzadas, inclusive aquéllos que otras razones pidieron hacer considerar malditos; y exponen, no se figure usted, sus desnudazos y todo, sin temores ya de escándalo paleto. ¿Que todo ello es triunfo del genio individual, me dirá usted, sin que la moción estatal intervenga para nada? Me parece dudoso. Y todavía me lo parece más, si entramos en las regiones de la arquitectura y de la urbanización, donde la asistencia de lo social resulta rigurosamente indispensable. Y absurdo totalmente, si ya pasamos a estas zonas de la mejora estética, donde ésta ha debido conseguirse «contra» los mismos instintos populares, «contra» sus hábitos de desorden y fealdad. ¡Con cuánto mejor estilo se mueven hoy en España que ayer, las muchedumbres ciudadanas, los transeúntes en la calle! ¡Con cuánta mejoría en la dignidad visten, pese a los añoradores de capas pardas y de mantones de flecos! ¡Cómo se ha avezado a cumplir tranquilamente(1) aquellas normas de circulación urbana, inclusive en tan vidriosas situaciones como las de las «colas»! Esto no se ha hecho solo. Esto no ha podido lograrse, ni aquí ni en parte alguna de la Tierra, sin una obra de educación ambiente. Sin aquella «lucha de imposición» en que viene a cifrarse la de la Cultura, según la definición consabida.
Y menos que nada, amigo mío, ha podido salir de la espontaneidad colectiva esta hazaña suprema, esta enorme utilización cotidiana de la Victoria, que se llama la conservación de la Paz. Más imperativa que la de belleza, más que cualquiera de las otras «que salen de la boca de Dios», es hoy, en la noche y la tormenta del mundo, la palabra Paz, con su valor de luz y de abrigo. El no habernos oscurecido de esta luz, ni de este cobijo desabrigado, es algo que obliga a una gratitud. Gratitud a Dios debida; pero no a Dios tan solo. Gratitud suficiente, no sólo para secar la tinta en la pluma de quien se apercibiese a levantarla para cualquier trazo como los que me ha pedido usted, sino a volver gafa la mano que empuñase esta pluma, como la del judío que, en la piadosa leyenda, cuyo argumento perpetúa el misterio de Elche, se acercó a robar el cuerpo en dormición de la Virgen.


(1) cumplir tranquilamente] tranquilamente cumplir La Vanguardia

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Última actualización: 9 de diciembre de 2009