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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
PARÍS, COMO SER VIVO
(La Vanguardia, 17-III-1944, p. 5; recogido en Novísimo Glosario, pp. 73-76)

Éste era un cuento de famoso Pompeyo Gener… Sobre la Tierra reinaba un día, por culpa de una atroz epidemia, mortandad tan grande, que la tarea de San Pedro, a las puertas del Paraíso, agotaba las fuerzas del glorioso Apóstol; a quien, sin desacato a su alta gloria, tan desenfadadamente suelen tratar en todos los países, según es sabido, así el folklore como las fantasías del humor. Rendido ya, decidió San Pedro, la noche de aquel día, irse a descansar, cerrando la verja a las narices de las almas, incesantes en el afluir; que pasaran la noche al raso, si querían; él no iba a descorrer la falleba por nadie. Un inmenso clamor se elevó, sin embargo, de quienes el cierre chasqueaba. Y cada cual, para obtener, con la piedad, la excepción, alegaba el mérito de sus infortunios y sufrimientos en la terrena vida. «Yo he sido pobre, artista y honrado» —alegaba el uno—. «Yo he estado casado tres veces, y cada vez con suegra y cuñadas», pujaba el otro… El Santo permanecía inflexible. Al fin, un alma, de aire nostálgico y melancólico, se acercó con el memorial de la propia cuita: «Después de tres años de París, alegó, he pasado la vida en Lérida. «Entra», consintió entonces San Pedro, compadecido.
Ni ésta del cuitado fue la Lérida de Eduardo Aunós, allí nacido, ni aquél su París, donde larga y hondamente viviera. Los tiempos cambian. Y si nuestras provincias —¡qué alta nobleza, a la romana, la de este vocablo: «provincia»!— conocen ya, inclusive en lo que atañe a los más altos menesteres del espíritu, una intensidad y variedad de cultivos y una apertura de horizontes, que han venido a librar de la sensación de asfixia hasta a los más recoletos en ellas. París, por su parte, ha sufrido y atravesado pruebas donde se trocaban en ascetismo y en heroísmo los halagos de aquel ambiente epicúreo que la prestigiaba hacia los tiempos finiseculares de Pompeyo Gener. Tanto, que el capítulo XI del libro de Eduardo Aunós Biografíade París, trae, ya en el epígrafe, la afirmación de que la fecha de 1900 señaló «la madurez» de la ciudad. Aunque no falta hoy quien, sin impugnar esa atribución, juzgue que París, desde el punto de vista de la belleza, por lo menos, ha alcanzado más depurada perfección en las horas presentes; cuando, oscurecido y, en apariencia, semidesierto, parece haber conmovedoramente recobrado una auténtica intimidad y el perfume de ciertas quintaesencias históricas, que la pululante vulgaridad turística y la ola de un triunfante americanismo evaporaban.
La comparación entre los dos momentos, el autor del libro citado no la puede hacer; ni quien lo comenta ahora tampoco. Porque el París del Fin-de-siglo no lo han alcanzado, y al París del post-armisticio no han podido dedicarle más que visitas. Pero de aquél cabía aún respirar ciertos póstumos relentes, cuando a mí, de estudiante, su Sorbona me atrajo; y, de su lograda madurez, pudo renovarse la ilusión de otra cosecha, cuando el período en que, entre las dos guerras y por los años que precedieron a la nuestra civil, el actual biógrafo de París y quien —bajo forma de diálogos con el dibujante Topolski, de Londres—, arbitraba un juego rotulado Paris Spectacles and Secrets, incómodos los dos ante la segunda República de España, conducían una ávida asiduidad hacia vecinos círculos intelectuales… Entre ellos, no dejaba nunca de invitarles o sus simposios el «Cercle Fustel de Coulanges», formado por universitarios tradicionalistas, doctrinalmente imbuidos por el autor de La Cité antique. A La Cité antique habían seguido, cincuenta años más tarde, en el Colegio de Francia, las lecciones sobre La Cité moderne, profesadas por Jean Izoulet, y que ya Eduardo Aunós no pudo alcanzar. Pero estas lecciones, aparte de ciertas resonancias de Carlyle, ningún caudal añadían a la viva fuente de Fustel. Y en ella será siempre donde se aprenderá mejor esa disposición de espíritu que mueve a ver las ciudades —escribiríamos «a» las ciudades— como seres vivos, como cuerpos vivos, y hasta conscientes; desde luego, con más personalidad efectiva que las mismas naciones. De las ciudades cabe, así consideradas, escribir, no ya la historia —que es una construcción, después de todo, apta igualmente a dar cuenta de las vicisitudes de los imperios, que, bajo esta etiqueta «natural», de las variedades de los moluscos—, sino algo superior a la historia en la escala de la conciencia, la biografía.
Uno de los aciertos fundamentales en el libro de Eduardo Aunós se cifra en su título. Con hacerse biógrafo, que no historiador, de París, el autor demuestra haber sentido, en el refugio que a la sazón de ciertas horas desapacibles la cobijara, no ya la protección de un albergue, sino el calor de un regazo. Esto, en definitiva, se llama amor… Y ahora, al amor del biógrafo, nacido en su consideración de biógrafo, la ciudad acaba de corresponder. Por modo oficial, el Municipio de París ha dado las gracias a nuestro autor. Y yo, que en zona considerablemente más modesta, pero no con menor ternura, ni con menor atribución de vida personal, y aun angélica, a tales colectivos conjuntos, me he desposado ya con tres ciudades —Delfos, Écija, Elche: estas dos últimas, de seno aun no florecido, como la Hermana en el Cantar de los Cantares—, sé cuánta alma se pone ahí. Y sé también que, hijo de Lérida,«Weltbürger» de alcances, el ministro español que, como en sus tiempos Cánovas del Castillo, lleva hoy hasta el poder la cotidianidad de una vocación literaria, está merced a ella lo bastante cerca de la poesía para haber tenido la ilusión de que, en la coyuntura presente, París, la viva criatura de cultura, le contestaba con un acorde «Sí» epitalámico.


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Última actualización: 22 de julio de 2009