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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
LAS «HUMANIDADES»
(La Vanguardia, 25-II-1944, p. 3; recogido en Novísimo Glosario, pp. 42-45)

Desde el punto de vista de la Cultura, uno de los primeros daños traídos por la tentativa a canonizar la babélica dispersión, contenida en el «principio de nacionalidades», ha consistido en la ruina de las «humanidades» literarias.
Así como en lo político la ausencia de síntesis como las que se conocen en la historia con nombre como «la Cristiandad» o «el Imperio», se ha traducido fatalmente a fórmulas como las del «equilibrio europeo» o la de la política de las «alianzas», a la vez que a las vanas especulaciones de un «Derecho internacional», donde los pueblos son presentados como entidades sólo susceptibles de guardar entre sí relaciones extrínsecas, contractualmente arbitradas —esto, cuando no se engendraban monstruos por el estilo de la tristemente célebre «Sociedad de Naciones», principal culpable de la tragedia universal que padecemos—, así igualmente, al nivel de lo intelectual, aquella vieja noción de las «letras humanas», expresión constante del universal patrimonio del espíritu, ha llevado a inventar, como substitutivo de alguna de sus ventajas, teóricos artilugios, como los de una «literatura comparada», o de una «historia comparada del arte», o del «método comparativo en el estudio de las religiones», o de otras complicadísimas máquinas para inventariar precedentes y antecedentes, acciones y reacciones, influencias, imitaciones y concordancias entre los productos del genio humano. Acerca de los cuales bien se hubiera podido excusar toda esta anecdótica y erudita faena, simplemente acordándose de que el espíritu es uno y sus manifestaciones se realizan según un limitado repertorio de formas permanentes. A las «humanidades» debimos, en cambio, la constitución de un patrimonio ideal condensado en la tradición común, que nos vino de Grecia y de Roma y que luego ha sido centralmente conservada por todos los pueblos europeos.
Si el cultivo del griego y del latín ha tenido siempre un valor central en el fondo general de las humanidades, hasta el punto de constituir su antonomasia, no es porque el griego —o los dialectos griegos— fuesen hablados en el siglo de Pericles; ni siquiera porque el latín haya sido conservado como idioma de la Iglesia, sino porque las creaciones del genio griego, vertidas en su lengua, forman todavía, han formado en todo tiempo, formarán por los siglos de los siglos, un alimento substancial, sin cuya asimilación ningún hijo de los tiempos modernos puede considerarse intelectualmente sano. Y porque el latín, aunque sea llamado lengua muerta, no es lengua muerta en verdad, sino viva, bien que subterráneamente viva. Y porque en latín hablan y escriben, en el fondo, aun muchas veces sin saberlo, todos los escritores verdaderamente humanos. Y porque el último marinero europeo, perdido entre oceánicas pesquerías y caóticos maelstromes, guarda la viveza seminal de la lengua de Horacio en las tres cuartas partes de su léxico; y hasta quizá, en las más bastardas de sus onomatopeyas y en el más gutural de sus reniegos. Y porque el mismo atorrante de un puerto del Plata, cuando se imagina separarse del castellano matriz por el devaneo de un «lunfardo» ininteligible, se pone a decir: «vinculado», para aludir a las relaciones entre un hombre y un grupo, o a decir «ubicado», para expresar el lugar de una cosa. Mostrando así el atavismo de una estirpe; dando un salto atrás en la cadena de las generaciones y encontrando, por encima del habla madre, el habla abuela, la nobleza ancestral, que ha podido un día ocultarse, pero que salta de pronto, como puede saltar, por ley de herencia alternante, el virus de una enfermedad archivada en el misterio de la sangre transmitida.
Esta unidad viviente es la que importa a la crítica considerar en cada problema concreto. Y nunca su valor podrá reemplazarse por el de una pura agregación de fenómenos, sin más lastre que lo genérico de una categoría conceptual. Al internacionalismo se le ha considerado con excesiva superficialidad y consiguiente error, como opuesto al nacionalismo; en realidad, internacionalismo y nacionalismo no son más que las dos caras de una única convención; aquella según la cual se atribuye un valor substantivo a las entidades nacionales. Ambos suponen el prejuicio de una objetividad en éstas. Si, en cambio, reconocemos su adjetividad, restaurando el sentido de la tradición central de la Cultura, nuestra orientación será ya muy otra. Y ya no sentiremos instituciones como la representada durante tantos años por la titulada «Bienal» de Venecia, en guisa de simple suma de Pabellones, donde naciones distintas exponen cuadros o estatuas, sino como una compacta asamblea y transfiguradora Pentecostés, donde las lenguas de fuego de la belleza descienden, en flujo único, sobre las cabezas de todos.
Las precedentes reflexiones hallan motivo en tres actualidades, de más o menos resonancia, pero dignas las tres de que se estilice y cifre su común significado. La primera de estas actualidades nos dicta un gran lamento, precisamente en relación con la Exposición de Bellas Artes veneciana, que, en los años de cifra par, se convocaba regularmente hacia estos días y que ya hogaño no se convoca. El tema de la segunda actualidad es más leve: se trata tan sólo de la momentánea decepción que nos produce la persistencia de nuestros puristas en aceptar como legítimamente castellana una acepción del término «usura», en el sentido, no de un codicioso abuso, sino de un natural desgaste en las cosas; como cuando se dice, respecto de una vida humana: «la usura de los años», acepción que quieren aquéllos tomar por galicismo, cuando es a derechas un latinismo de la mejor cepa, y, por consiguiente, de la más acendrada hispanidad. La tercera motivación de lo actual nos la traen las conferencias filológicas que está dando entre nosotros maestro tan insigne y querido como Karl Vossler, en las cuales, en medio de su ciencia y de su encanto, creemos advertir todavía demasiado gusto por las convenciones de la «literatura comparada» y de la caracterización nacional. Cuando Vossler advierte que el repertorio de formas artísticas dado por los españoles a Europa, es más reducido que el traído por los italianos, por ejemplo, o inclusive por los provenzales, quizá se cantone en exceso dentro de los límites de una especialidad. Porque el hábito de cumplir las órdenes de Violante, haciendo con catorce versos un soneto, pudo, efectivamente, aprenderlo Europa de Italia. Pero el de darle gusto al pincel, pintando, como se dice, «en plena pasta» y sin traza de dibujo previo, de donde lo ha sacado Europa es, originariamente, de la Península ibérica.


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Última actualización: 21 de julio de 2009