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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
DE GOYA A VICENTE

(La Vanguardia, 7-V-1943, p. 3; recogido en Nuevo Glosario, vol. III, pp. 993-996)

La Exposición de autorretratos de pintores españoles, de Goya a los más recientes, abierta ahora en el Museo de Arte Moderno, de Madrid, ofrece un interés psicológico enorme. No es éste, la verdad, sino el que llamaríamos metafísico, el que nosotros hemos intentado subrayar en el prólogo que abre su oficial catálogo. Pero ya es notorio que nuestra fidelidad hacia la Categoría no excluye ciertas interinas veleidades por la Anécdota. Sin las cuales, confesémoslo, aunque no se extinguiese, se anemiaría por modo lastimoso aquella fidelidad.
Con superar artísticamente, según lo previsible, entre las páginas allí reunidas, las que se debieron a Goya, no son éstas las que más nos apasionan a nosotros. A Goya nos lo tenemos ya bien sabido, y de todo su repertorio anecdótico hemos cumplidamente extraído el jugo. En cambio, ¡cuan picante no resulta, gracias a la buena idea que para la Exposición se ha tenido de traernos a veces más de una obra de alguno de los personajes, una comparación entre el autorretrato de Jiménez Aranda joven y el que le presenta asomado a la senectud! Si el primero es una maravilla de elegancia, el segundo un primor de cursilería. Nada más instructivo que ver juntos entrambos documentos, para descubrir la secreta falla en la existencia común de los románticos españoles; por ventura, la de casi todos los románticos del Mundo.
Muy certero anduvo nuestro amigo y correligionario en donosismo —quiero decir, en veneración por Donoso Cortés—, el profesor Carl Schmitt, cuando, con referencia a lo político, nos reveló aquella fatalidad en que se unen lo romántico y lo oportunista. En el terreno de las artes ocurre la misma cosa. La máscara de no conformismo con que han ido compareciendo todos y cada uno de los románticos, esconde una vulgaridad que, a fuerza de relentes ambientales, a fuerza de hábitos y de éxitos, de burocracia o de semi-burocracia, del desgaste en la familia o del desgaste en el café, va saliendo con los años poco a poco y convirtiéndose en dominadora. A ello no escapan, si bien se mira, ni Esproncedas blasfematorios ni Larras suicidas. Apenas si el hecho de la desaparición prematura corta el paso a un proceso que, de habérsele dado espacio suficiente, les equipararía a los demás. Desconfiemos de trovadores provistos de enchufe o en trance de buscarlo. Cuando mozos, se hacen un soberbio plastrón negro para corbata, y cuando viejos, se calan los lentes, como Jiménez Aranda en su segundo retrato; o, como cierto físico extranjero que yo me sé, también muy idealista, llevan un peinecillo en la fosforera para, antes de presentarse a las gentes, no peinarse, sino despeinarse los pelos que les quedan, con el fin de aumentar la impresión de lirismo.
Mucho nos dan que pensar, al revés, acerca del secreto ardor de una vida recoleta, ciertas fisonomías de señores académicos o profesores de Bellas Artes, como el tan mal conocido Benito Mercadé, que lo fue de la Casa-Lonja de Barcelona —pero que en su ancianidad leía cotidiana y recogidamente al místico Novalis o de Antonio Caba; sí, señor, del propio «señor Caba»—, que en ella enseñó a pintar a Isidro Nonell, el cual nunca dejó de hablar respetuosamente de su maestro. Ni es menor en la Exposición nuestra sorpresa al encontrarnos con que el de tono más español y zurbaranesco entre nuestros modernos pintores no ha sido Zuloaga, ni Solana siquiera —el cual cada día va volviéndose más húngaro, o más ruso o búlgaro, con policromías orientales, en fin—, sino un catalán, que pasó por afrancesado, Ramón Casas, cuyo autorretrato, pintado en París y en el estudio de Carolus-Durán, pintado casi milagrosamente a los diez y siete años de edad, no desmerecería de cualquiera de las salas en que nuestros Museos conservan la pintura del siglo XVII. Esto es realismo y esto es ascetismo, sobriedad y elegancia, en aquel nivel de elegancia estoica, a que me figuro haber yo mismo suficientemente demostrado que no alcanzó nunca el tan celebrado por elegante Antonino Van Dyck. Más raza y más distinción hay en la bota o «gato», de donde va a echar un trago a la regalada este flamenquillo, que en la cadena de oro que el(1) otro, el flamenco de veras, exhibe entre dos dedos preciosos allí donde se ha autorretratado con el duque de Oxford. Aunque la verdad es que siempre vale más enseñar la cadena de oro que enseñar el escote entre brocados con que en la Exposición nos comparece Mariano Fortuny, en una imagen que no queremos creer reveladora, prefiriendo atenernos a la otra versión que del mismo da, no muy lejana, una donosa autocaricatura.
Estaba escrito que el singular Certamen nos había de conducir de sorpresa en sorpresa. He aquí la última, en sentido inverso, diríamos, al de la que el retrato infantil de Ramón Casas nos acaba de proporcionar. Cuidado si acerca de la pintura, tan interesante, de nuestro novel Eduardo Vicente, todo el mundo y yo mismo nos hemos avezado a evocar el nombre de Goya. Pues bien: ahora resulta que no es a Goya a quien Eduardo Vicente puede parecerse, ni a pintor español alguno. Es a Eugène Carrière. Goya, muchas veces, continuaba el trasunto de un rostro en el de un maniquí. Vicente parece a punto de continuarlo en el de un ectoplasma.

(1) que el] del Nuevo Glosario

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Última actualización: 9 de enero de 2009