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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
LOS CIEGOS ANTE EL ESPÍRITU SANTO

(La Vanguardia, 12-XII-1943, p. 9; recogido en Nuevo Glosario, vol. III, pp. 1.094-1.098)

(A propósito de una conferencia de José María Pemán, en la Organización Nacional de Ciegos).
«Nosotros pertenecemos —proclamaba Goethe— a la raza de quienes, desde la sombra, se esfuerzan hacia la luz»… Esto se decía en sentido figurado. Y corno apología de las gentes del Norte, y del heroísmo de su esfuerzo en denodadamente conquistar aquella misma adecuación a lo objetivo, aquel orden inteligible, aquella claridad de ideas, que las gentes del Mediodía reciben ya como una gracia.
Lo que en la proclama de Goethe fue metáfora tan sólo, en el caso de nuestros amigos invidentes, reunidos en la Organización Nacional de Madrid, tiene una plena y cruel acepción literal. Privados de la luz como gracia, su anhelo ambiciona la luz como recompensa. Porque, si conocen demasiado los inconvenientes que para la vida trae consigo semejante limitación, sospechan igualmente los que trae para el pensamiento. Y saben cómo, aunque algunas soluciones prácticas —así la musical y, en los mejores casos, el talento o el genio musicales— pueden representar un alivio a su situación, estas mismas soluciones suelen fallar, en lo que a la ideación concierne. El cosmos interior del puro músico estará siempre menos ordenado y será, por consiguiente, menos inteligible que el de cualquier favorecido por la presencia continua de la posición y de la extensión de las cosas en el espacio.
La tensa voluntad, empero, y la energía proporcionarán lo que regateó la ventura. Y el tacto, quizá, lo que la visión no pudo regalar. El Espíritu Santo descendía a la cabeza de los Apóstoles en forma de lenguas de fuego; puede también animar, con ímpetu de información táctil, los diez dedos de las dos manos del invidente. Y, sobre todo —más difusamente, pero acaso con no menor precisión—, su epidermis toda: esos alrededores de los labios y de la nariz, tan fina y casi diríase tan genéricamente sensibles; ese entrecejo, abrigo de cierta famosa glándula pineal, donde muchos antiguos colocaron el solio del alma; esa nuca, por la cual misteriosamente somos advertidos de mucho de aquello que, sin rozarnos siquiera, ocurre a nuestra espalda. Y por el acervo de imágenes, aproximadamente ópticas en su certidumbre, que nos da el tropiezo y que nos da la caricia.
El físico inglés sir William Thomson tuvo, en sus discusiones científicas contra ciertas teorías mecánicas, la valentía de enarbolar el reto siguiente: «Aquello que me pueden dibujar, yo lo entiendo. Aquello que no me pueden dibujar, yo no lo entiendo».,. ¡Bendito sea Dios, que ha conservado aún la posibilidad de entender las cosas —y entender las cosas no significa únicamente tener noticia de ellas— a aquellos a quienes las cosas no se pueden dibujar!
* * *
Yo estaba presente cuando fue pronunciada la oración de Pemán sobre los ciegos. Era en una gran sala y por un mediodía de la última primavera, resplandeciente de sol. No más allá de media docena entre los asistentes sabíamos de este sol por los ojos. Los demás, hasta llenar el ámbito, sabían de él por el calor en la cara y en las manos. Y si la palabra de ese príncipe entre nuestros oradores sagrados —laico él justamente, mundano él y hasta hombre de espectáculo y escena— llegaba a todos, en las invenciones figurativas traídas por su oratoria nos gozábamos los unos por la presencia; los otros, por el recuerdo; los otros, por suplencia y sin otro apoyó acaso que el del sentimiento.
Al nombre del Espíritu Santo, ¿cómo iba a reaccionar cada una de estas categorías? Así como la imagen humana de la segunda de las personas de la Trinidad, el(1) Hijo, tiene una imperativa razón histórica, la representación de la tercera, la del Espíritu Santo en la paloma, es de índole alegórica nada más. Otra figura pudiera dar aquí recurso: la de las lenguas de fuego, cuyo origen es histórico igualmente. Pero el sentido de pluralidad con que ésta hiere(2) la imaginación puede enflaquecer la concepción de la unidad, origen de esta lluvia. Ahora, que, lo no sugerido por las llamas, lo sugiere el fuego. Con especie no exclusivamente visual, pero sensual todavía. Y en la imagen del fuego podíamos, sí, comulgar allí todos. En el Espíritu Santo como calor, al igual que en el sol como calor, la más estrecha fraternidad se establecía. El cosmos interior suscitado así era para cada cual el mismo que para los hermanos presentes. Ningún bulto escultórico, ningún trasunto pintado, hubieran conseguido esto, tal vez ninguna entre las devociones tradicionales, advocación habitual de esta invalidez.
El reverendo consiliario de la Organización Nacional de Ciegos de España tiene probablemente razón cuando, sin apear la piedad de sus adheridos por la Patrona Santa Lucía —nosotros, por ciertos íntimos motivos, conservaremos siempre con gran ternura esta piedad, más de una vez cantada en nuestro Glosario—, trabaja por agrupar a sus huestes y el espiritual ardor de las mismas en torno a la devoción al Paracleto.
* * *
En aquella sesión primaveral, al calor doblemente ofrendado por el astro próximo al solsticio y por el verbo próximo a la magia, tuve la fortuna de encontrar solución útil para un detalle de la obra propia. No son muchos quienes saben cómo en ésta, al lado de la empresa que acabo de nombrar, la del Glosario — diario intelectual, pero con caracteres épicos, es decir, colectivos, en su aspiración de recoger ampliamente las por él llamadas «palpitaciones de los tiempos»—, ha ido intentándose realizar otra, de carácter más lírico y entrañable, bien que el lirismo tome en la coyuntura dos interlocutores y reproduzca, diafónicamente ahora, en la ficción si antes en la crónica, el modelo ilustre de las conversaciones habidas por Eckermann con Goethe, y que ahora imaginarse las mías con Octavio de Romeu. Una arquitectura, precia en parte, hija en parte del real destino, distribuye el plan de las «Conversaciones con Octavio de Romeu» en tres libros, correspondientes a tres etapas. Militante, la primera; triunfante, la segunda; más triunfante aún, la tercera, porque allí el triunfo se sublima en la desventura.
Libre como estoy todavía de arbitrar detalles novelescos para ésta — aunque no lo esté ya para dar al destino de mi protagonista giro diferente (si pudiera, lo haría)—, he imaginado, desde la ocasión referida, que Octavio de Romeu sufre, en la última etapa de su terrenal existir, el castigo y el privilegio de la ceguera. Como que anteriormente le habla situado en menester de escultor, ahora el ejercicio en que ocupará sus soledades y medicinará sus miserias será el de la escultura por el tacto. Producirá principalmente imágenes religiosas; en cuyo contorno, como en el de los caracteres que componen un escrito, podrá satisfacer a un tiempo aquella sed de totalidad que le ha atormentado siempre y aquella pasión por lo concreto, signo de un alma naturalmente católica.
Lo que no labrará nunca Octavio de Romeu será la figura del Espíritu Santo. Conversará, sí, con él. Le dirá un día, por ejemplo: «Compréndeme, perdóname, Creador Espíritu; abatido por el sufrimiento, tengo todavía más esperanza que fe». Y otro día: «Así tú, como la brisa que viene al puerto en la hora meridiana del mar… Viento era el Hijo. Trueno era el Padre. Clariana, tú, témpero, Espíritu Santo». Que estas dos interpelaciones sean pronunciadas en francés poco importa: estamos por encima de cualquier diversidad de lengua. Y es todavía más pura aquella región donde inclusive es ignorado en qué lengua se habla. Como cuando, no ya diafónica, sino coralmente —en un coro como el de la Comunión de los Santos o el de la Cultura— se reza: «Espíritu Santo, Sotero y Paracleto, conserva y consuela a tus fieles…, para que así, como tú a la Trinidad, sus Ángeles y el mío coronen nuestras vidas de inteligencia, paz y alegría».

(1) el] la del La Vanguardia
(2) add. a La Vanguardia

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Última actualización: 27 de febrero de 2009