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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
ARTE FRANCÉS MODERNO EN MADRID

(La Vanguardia, 8-XII-1943, p. 4); recogido en E. d'Ors, Mis Salones, 1ª ed., 1945, pp. 188-194 [suprimido en 2ª ed., 1967].

El caso parecerá monstruoso, cuando se cite en lo futuro, a fuer de excéntricamente sin­gular, en los textos de historia de la cultura. Un siglo entero ha podido pasarse, en Madrid y en el ambiente intelectual español por Madrid regido, completamente en ayunas de cualquier directa información acerca del arte mundial contemporáneo. Artistas y público, la misma crítica, no habían aquí visto jamás, visto con sus ojos, ni un paisaje inglés, a séquito Constable; ni un romántico francés, según revolución de Delacroix; ni un purista alemán, por el estilo de Owerbeck. Ni la obra de ninguno de los prerrafaelitas que les subsiguieron. Ni un Courbet o un Daumier realistas. Ni una pintura impresionista. Ni testimonio alguno de la restauración de lo mural por los Puvis de Chavannes o los Hodler, o del regreso a las virtudes de la composición con Cézanne y los cubistas por un lado, con Seurat y los novísimos italianos por otro. Ni de las fiebres musicales de expresionistas, futuristas, sobrerrealistas, ni demás exploradores y aventureros de la estética. Ni de las graves arquitecturas en los escultóricos reposos, logradas entre Hildebrand y Maillol, dejando entre paréntesis las agitaciones dinámicas de un Medardo Rosso o de un Rodin.
Ya se ha comparado alguna vez tal situación con la de un centro literario donde se hubiese vivido sin noticia posterior a las de una tradición local, tan rica y gloriosa como se quiera, pero aislada, a partir del XVIII; supongamos, en nuestro caso, que tras de Moratín. Con la situación de un núcleo de escritores y lectores en cuyas manos jamás hubiese caído un Goethe, ni un Lamartine, ni un Byron; ni un Edgar Poe, un Andersen o un Leo­pardi; que desconocieran todo lo producido y acontecido en las letras desde Balzac hasta Rudyard Kipling, desde Baudelaire hasta Rilke, desde Dickens hasta un Giovanni Papini. Y que se encontrase así desprovisto de todo lo que llamaríamos «humanidades modernas»; de cuanta referencia ha podido alimentar el comentario en los ambientes vivaces, ya de la academia, ya de la cervecería, y formar un gusto por otros métodos que los desabridamente escolásticos… En Madrid, y respecto a las artes, había el Museo del Prado, sin duda. Pero, ¿qué le pasaría al estómago de un hombre que, a lo largo de años y de lustros, no comiera otra cosa que pavo? Lo que le ha pasado a un apetito nacional cuyas minutas sólo han alcanzado a poner, como variante, al Greco, al llegar el empalagamiento de Murillo.
Cuando la Sociedad de Amigos del Arte iba a empezar la publicación de su boletín periódico, vio agitada en su seno la cuestión de saber si en dicho boletín podía tratarse algún día algún tema concerniente al arte extranjero o al arte contemporáneo. La simple indicación de esta posibilidad produjo una consternación tan grande, que dimitió toda la Junta directiva. Decía ésta velar su faz con el manto de la tradición. «¿Qué tradición?», preguntó alguien, insidioso. «Porque la de nuestros Reyes no será». «¡La de los Carlos y los Felipes», enfatizó uno de los dimitentes. «Perdone usted. Pero, a nuestro señor don Felipe II, lo que le gustaba es el arte extranjero y contemporáneo. Contemporáneo a él, naturalmente. Extranjero, hasta el punto en que podía, en una España imperial y católica. Nuestros reyes compraban y coleccionaban Andreas del Sarto y Jerónimos Bosco. Gracias a ellos, por otra parte, tenemos Museo del Prado»… Se ganó la batalla; pero, como si no. Un solo artículo llegó a aparecer, con el carácter que los innovadores deseaban, en el órgano de la Sociedad. Se trataba en él del novecentista italiano Mario Tozzi(1). Noticia aislada, pero —a desgrado que lograda con reproducciones, y hoy malas— suficientemente fecunda. Como que de ella viene más de un tozziano, que hoy podemos admirar entre nosotros, por fortuna.
Cabe abrigar la esperanza de que sea más eficaz todavía la presencia, lograda por fin, de un conjunto de arte francés contemporáneo, expuesto en el Palacio de Bibliotecas y Museos de Madrid. Deseada hace tiempo, la misma empezó a parecer posible cuando, hará un año y en ocasión de encontrarnos en Ginebra, nos fue dado el ver en su Ateneo la muestra resultante de un esfuerzo de selección y de propaganda análogo, organizada por monsieur Charensol, antiguo director de L'Art Vivant. Estaba aquello muy bien. Gracias a una hábil distribución a través de las Salas, una serie iniciada por algún patriarcal Cézan­ne alcanzaba hasta algún benjamín, en la figura de un pintor de «menos de veinte años», pasando por aquellas cuatro secciones en que alguna vez tenemos nosotros distribuída la riqueza pululante, y a veces confusa, del arte moderno, bajo las etiquetas sucesivas de «Carnaval», «Cuaresma», «Piñata» y «Pascua». Tan bien estaba, que no sosegamos has­ta obtener de monsieur Charensol la promesa del traslado de aquélla a Madrid. En esto, otra exposición sobre lo mismo se interpuso, y fue la abierta en Barcelona, en el Círculo Artístico, por iniciativa del Instituto Francés de esta ciudad. Ya teníamos, pues, cuadros franceses en casa, como quien dice: lo malo es que los incluídos en esta última serie eran pocos y de noveles, nada más.
Nos fue ofrecida entonces otra serie tercera, la que a la sazón se exhibía en Lisboa. Ni tan acabadamente instructiva como la de Ginebra, ni tan parcialmente limitada como la de Barcelona, ésta, de Lisboa regresada, es la que, bajo oficial patrocinio y gracias a los bue­nos oficios del nuevo director de la Casa de Velázquez, monsieur Rémond —tantas veces barítono al lado nuestro, para cantar la Coupo Santo en las arcadias de Maillane o en las soledades del castillo de Lourmarin—, ha fondeado por fin entre nosotros, para delicia de nuestro mirar y curación de nuestra estética avitaminosis.
Curación, digo, si el doliente sabe merecerla. Porque ya hay quien va diciendo por ahí —a la manera de cliente escéptico que guarda sin abrir en el cajón de la mesilla de noche el estuche de grageas que el médico le acaba de recetar—, y como dictamen de su propia su­ficiencia, que todo eso que los franceses han traído ahora «está ya superado» y tiene sólo un valor que la buena voluntad debe contentarse con llamar retrospectivo… Pero si esto, señores, está ya «superado», ¿qué es lo que ha venido después?

(1) E. d'Ors, «Un pintor de Italia y de hoy», Revista Española de Arte, año I, núm. 2, Madrid, Junio 1932, pp. 94-103; E. d'Ors, «Un pintor de Italia y de hoy (conclusión)», Revista Española de Arte, año I, núm. 3, Madrid, Septiembre 1932, pp. 171-183.

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Última actualización: 9 de marzo de 2009