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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
SI EL BOSCO FUE HEREJE

(La Vanguardia, 1-XII-1943, p. 5; recogido en Nuevo Glosario, vol. III, pp. 1.087-1.091)

Cuando en Madrid estuvo, a los comienzos de la pasada primavera, no me pidió, el profesor Carl Schmitt, según tiende a ser uso —y yo muy honrado— entre forasteros de marca, que le acompañase a rehacer aquellas «Tres horas» de marras en el Museo del Prado, sino tan sólo que fuésemos a ver juntos el famoso tríptico «El jardín de las delicias», de Jerónimo Bosco. Traía para ello misión de un su amigo de Alemania, que no me nombró; interesado, por lo visto, en obtener, a beneficio de una tesis que le hurgaba los dentros, encima de las razones derivadas del «asunto» de la obra —que, ésas, la más simple fotografía pudiera procurarlas—, ciertos imponderables; así la impresión de la «atmósfera» en torno de aquella creada, o el peso de la ajena opinión.
Se trataba de averiguar, en cifra, si no había sido el pintor de tanta extravagante diablura y de tanta disparatada metamorfosis, un redomado hereje. Y no habría con ellas engañado —cubriendo con pabellón de ascética moralidad y escarmiento de los terrenales goces, una licenciosa mercancía, tendenciosamente llevada a ensalzarlos— a la piedad del prudente rey Don Felipe II, que gustaba con predilección del Bosco entre los pintores todos. Y al padre Sigüenza, que nos ha dejado sobre «El jardín de las delicias» tan edificante interpretación; y, ya antes que al padre Sigüenza, al gentilhombre don Felipe de Guevara; y, después, a los otros, que encontramos hoy puntualmente citados, gracias a la erudición de don Xavier de Salas, en el discurso leído por éste, sobre «El Bosco en la literatura española» —mientras nosotros, con Carl Schmitt, andábamos entre parecidas averiguaciones—, cuando su ingreso en la Academia de Buenas Letras de Barcelona.
Cítase igualmente en él a ciertos escritores que, en su enemistad hacia el artista flamenco —y mayor hacia determinados colegas, donde, al rebote de la perversión de aquél, hacían carambola: así, contra Góngora, Quevedo—, diéronse pronto a desacreditar la supuesta virtud de edificación atribuida al Bosco; llamándole nada menos que incrédulo, con la acusación de que si con los demonios «había hecho tantos guisados», es porque no había creído nunca que hubiese «demonios de veras». Y también «flechador contra el púlpito». Y enemigo de la Iglesia. Y «dudativo de la inmortalidad del alma». Y aun «ateísta», según se lee en el Tribunal de Justa Venganza del Licenciado Francofurt… La sospecha de ahora se endereza por un camino diferente. Que tendería a representar al Bosco, no ya como un descreído, sino corno un hereje, y en la especie, más que dentro de un agnosticismo cualquiera, dentro de un agnosticismo bastante especial. En la herejía de quienes se dijeron creyentes en el «tercer reino», en el reino del amor sobre la tierra, por cuya gracia —bien proviniese ésta de la Redención por el Hijo, bien se la esperase cuando una futura bajada del Espíritu Santo—, las absoluciones debidas a la inocencia alcanzarían al mismo ejercicio del pecado, inclusive en sus formas más desatadamente sensuales y aberradas.
Esta doctrina, que ya en el siglo XII había predicado Gioacchino da Fiore, nutrió, tras del franciscanismo, la desviación de los «Fraticelli» y proliferó luego en herejías diversas, pero obedientes todas a la misma latitudinaria «constante», desde los «capuchinos de la capuchilla» catalanes, catequizados por Felipe Barbagall, hasta los revoltosos de Bohemia, enloquecidos por Juan Huss. Y también informó la sensibilidad —y la sensualidad— de amalricianos y agapetas, antes de informar la de iluminados y quietistas. En el tiempo del Bosco tenía gran predicamento en los Países Bajos, donde las sectas de Begardos, Beguinos y Beguinas pululaban, rebeldes a la vez a las predicaciones de Ruysbroeck el Admirable y a los castigos de la Inquisición española.
Colocados ante el misterioso tríptico en la compañía de Carl Schmitt, él armado con el prejuicio que su amigo alemán le sugiriera —a menos, y que el ilustre autor de El romanticismo político me perdone, de que el autor de la hipótesis fuese él mismo—, y yo, que la oía por vez primera, escudriñábamos el sentido de las tres partes de aquél. En el primer postigo está figurada la falta de Adán y Eva, al calor de una naturaleza inocente con sus animales y sus plantas, a la cual todavía no ha alcanzado la condenación. En el otro postigo, el de la derecha, se ve el infierno, lleno, a la vez que de horror cruel, de monstruosidad morfológica. En el cuadro grande de en medio, la monstruosidad está presente aún, pero el horror ha desaparecido. En él parece compatible con la imagen del Señor, la de las mil y una criaturas del desvarío, y se descubren, como dice el padre Sigüenza, «las vidas, los ejercicios y los discursos de estos hijos del pecado y de ira», que son los hombres, en contorsiones y metamorfosis llevadas ya más lejos que la bestialidad.
Este cuadro central ¿qué quiere decir? ¿Representa, según la actual interpretación, la vida mundanal, con lo cual el argumento del tríptico seguiría una marcha, por decirlo así, cronológica —antecedentes del pecado, vida en el pecado, consecuencias y expiación del pecado—, en andadura de proceso lógico? ¿O bien el proceso sería aquí no lógico ya, sino dialéctico, con dialéctica trascendente, donde, sobre la tesis y la antitesis de los dos postigos, se colocaría la síntesis de la tabla central, representativa de la superación —no de la abolición—, del pecado por el amor, alegoría del «Tercer Reino»?… El profesor Schmitt me hacía observar que en esta alegoría, si encontramos monstruos, no encontramos diablos; si se encadenan las obscenidades, se han alejado las torturas. Y, al lado de esto, ¿de dónde le viene a la obra su título tradicional? Alusivo éste, sin duda, a su episodio más importante, que pospone a los otros dos a título de ornamentación marginal —a situación casi de marco—, ¿cómo se ha podido hablar aquí, no de «Vida mundanal», o de «Visión de los pecados», o cosa parecida, sino del «Jardín de las delicias» con designación tan tremendamente equívoca respecto del paraíso?
Todo esto es muy capaz de turbarnos, y nosotros no resistiríamos en demasía a la posibilidad de que se encontrase en la obra del Bosco un eco lejano, con menor y mayor vaguedad, de la herejía de Gioacchino da Fiore. Lo de que esto signifique exactamente un adepto de cualquiera de las sectas donde se continuaba dicha herejía, ya es otra canción. Como lo es que, a sabiendas, se hubiese intentado con su adquisición burlar la piedad de Felipe II, llevando al cogollo mismo del mundo católico, al Escorial nada menos, una propaganda de la herética doctrina. Hasta prueba documental en contrario, lo más acertado parecerá buscar en la obra del endiablado artista, más que una propaganda, un eco, y más que el eco de una doctrina concreta, el de una tendencia ambiente de la sensibilidad.
No es raro en las referencias literarias del tiempo encontrar juntos los nombres del Bosco y de Bassano, de cualquiera de los Bassano, viniéndose a enlazar así, el gusto fantástico que el primero mostró por los monstruos y el gusto democrático que el Bassano enseñó a las artes por las humildades del pastoreo y la aldeanía. No de otro modo empareja Francisco Pacheco la pintura de un fabuloso artista antiguo, de nombre Dionisio y de sobrenombre Antropófago, que pintó solamente figuras extrañas y jocosas —leamos caricaturas— y la de otro tal, a quien llamaron Riparógrafo porque pintaba «cosas humildes, como barberías, tiendas, comidas y cosas semejantes». Es Pacheco mismo quien a seguida de esto liga igualmente los recuerdos del Bosco y del Bassano. Cuando cesa en el arte el dominio de Ariel, empieza el de Calibán, el de los dos aspectos de Calibán, la monstruosidad y la grosería. Quiere decir que, si a ojos del autor de «El jardín de las delicias», podía el pecado ser absuelto, no necesitaba tal absolución de la adhesión precisa a ninguna doctrina herética. Le bastaba con un poco de infiltración en un ambiente panteísta.
Que bien podía pasarse de pensar como Bagardo quien ya sentía como Barroco.

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Última actualización: 27 de febrero de 2009