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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
LUCHA DE JOSÉ ANTONIO

(La Vanguardia, 20-XI-1943, p. 3; no recogido en Nuevo Glosario)

Dígase y, de poder ser, escúlpase, para lección, la verdad. Nadie refutaría hoy la de que el período marcado por la dictadura del general Primo de Rivera tuvo para España los mayores beneficios que es posible alcanzar con el conjuro de un ingenuo patriotismo a la antigua y corriente usanza. Con su optimismo alegre y confiado; con su continua apología sobre lo propio —las mujeres más hermosas, los soldados más valientes, el cielo más azul…—; con la despreocupada campechanía en los métodos; con el ajuste a una literalidad pintoresca de la tradición castiza. No pocos fueron aquellos beneficios; efímeros, sobre todo.
Tampoco es posible sin injusticia, desconocer algún logro nacional entre los efectos de aquella inspiración antagónica, la del pesimismo revisionista, hijo del crepúsculo de nuestra colonización y vigente —sin otro paréntesis que la etapa aludida— a través de mil ensayos políticos o intelectuales; desde las ironías silvelianas o los trenos de Joaquín Costa hasta las parodias estatistas del localismo regional; desde el decandentismo de la «generación del 98» hasta ciertos cóteles de Gomorra y de Moscú, cuando la generación del 33. En algún fruto se traducía esa inspiración, de cuando en cuando: un amargado podía mejorar el régimen fiscal en la Hacienda pública, o un desesperado, la enseñanza de la prehistoria o de las matemáticas en la Universidad. También todo esto fue incoherente, mediano en su conjunto; también se vino en seguida al suelo. El negro pesimismo patriótico se revelaba tan ineficaz como el beato optimismo patriótico, con la agravante de la falta de amor, añadida a su falsedad. «Un hombre falso no puede construir ni una cabaña de ladrillos», decía Carlyle. La inspiración colectiva insincera jamás edificará sólidamente un pueblo.
La construcción sólo había entre nosotros de empezar, cuando alguien lanzara un verbo donde fuesen a la vez superados el pesimismo y el optimismo. Y se hubiese dicho santo y seña del tiempo que iba a venir: «Queremos a España, porque no nos gusta»… Tal dijo José Antonio. Y tal fue la más honda y la más fecunda de sus palabras.
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La más honda, porque en ella se descubría —como caso particular, pero como caso particular importante entre todos— la gran ley íntima del amor. Aquella pasional ambivalencia por donde se funden en el ayuntamiento y pugna, y que encuentra en un impulso de hostilidad la condición inexcusable de la creación. «¡Amor, amor, cruel antropofagia! — ¡Amor, que tanto como escupes, bebes!», leímos en el soneto más definitorio de cuantos dictara numen de poesía entre el misterio de la tumba de Alicante y la gloria de la tumba del Escorial… También fue este mismo poema hijo de padre y madre, de impulso y de resistencia, de amor y de lucha. Ésta se revelaba erizando esdrújulos, como aquel se aclaraba emparejando simétricas figuras. La señera fue la de Jacob, suscitador de Israel, combatiente toda la noche con el Ángel que se llamaba Israel. Y victorioso por fin del mismo, a la hora del alba.
Nada más lejos que tal combate de cualquier especie de cortés torneo o deporte. La filosofía sentenció: «No entre quien no sea geómetra»; las grandes empresas de los pueblos prohíben igualmente acceso a sus caminos a quien no se invista de gravedad. Al optimista ligero le es dado alegrarse en las fiestas de toros, y al mimético pesimista, tomar el té en tos clubs de golf. Pero Jacob tenía su gran obra de amor que cumplir ante el gigantesco adversario. Tenía que convertirse en él, que arrebatarle el nombre. Aquí no hay juego y se saca de aquí la cadera dislocada. Aquí no hay tampoco ayuda ni compañía en las horas que entrelazan los miembros con el enemigo y funden los hálitos.
El conductor ha dejado lejanas sus gentes. Le rodea la tiniebla fría y el espino alfombra su pisada. En la prueba, no recibirá socorro de Dios ni de los hombres. Bendición, sí; mañana, después de la victoria. Ejército, sí; para el porvenir, cuando ya él se llame como todo su pueblo. Y las tiendas de los nómadas se levantan, para que pronto se levante el humo de cada hogar en la patria de nuevo lograda y verdadera.
Rompió el padre a la madre. Rompió el arado a la tierra. Rompió la Cultura a la Nación. Nada de esto se consigue sin el amor. Sin aquel ímpetu de creación, que es violencia de aversión a la vez.
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La palabra más honda. Y hemos añadido: la más fecunda. De aquí sale el entronque entre una obra de personal heroísmo y unos principios impávidos de Política de Misión.
Conocemos éstos. Se repetían, inclusive, como de oportuna evocación, el Día de las Misiones. Ya supimos cómo, bien analizadas las cosas, la actitud del auténtico hombre de Estado ante el pueblo al cual conduce debe partir de los mismos supuestos, pesimistas por un lado, optimistas por el otro, de que parte el misionero ante el pagano o el salvaje a quien le toca evangelizar. La nota ambivalente califica aquí el problema práctico: hay que trabajar «pro» alguien «en contra suya». Como al salvaje del misionero no le apetece, en realidad, su propia salvación, al pueblo del estadista no le apetece, en realidad, su propia grandeza. Para hacer que el uno trague la creencia, para hacer que trague el otro la cultura, es necesario, así con el niño rebelde a la medicina —y mordedor de la mano—, separarles los dientes con el mango de la cuchara.
¡Cuán odioso, el niño, en este instante! ¡Cuan odioso, el pueblo, en el resistir!… En tu lucha nocturna, José Antonio, ¡qué triunfo el hacer gritar a tu adoración más alto y más fuerte que tu repugnancia!

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Última actualización: 27 de febrero de 2009