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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
CARTA ABIERTA AL ESCRITOR BÁVARO HANS CAROSSA

(La Vanguardia, 17-XI-1943, p. 3; recogido en Nuevo Glosario, vol. III, pp. 1.083-1.086)

Como con la sed de alcohol, ocurre con la de intimidad biográfica y averiguación de estrella. A tal, que ya se zampó un tonel entero, aun le apetece una copita. El tragantua o el tragantarca de un ingente Epos de los destinos puede apasionarle todavía, tras de él, por alguna colección volante de breves textos de memorias. Como ésta, donde usted, mi glorioso cofrade, ha dejado incluir la versión española de sus recuerdos de infancia y adolescencia.
Al nacimiento de esta colección, por otra parte, un hado providencialmente instructivo parece presidir. Uno vacila en creer pura casualidad el hecho de que los tres primeros volúmenes, que bajo la enseña «De viva voz» han visto la luz, correspondan representativamente a tres tipos de humanidad, de nacionalidad y hasta de condición social distintos. Maurice Baring, que con su(1) «Puppet show» abre la serie, es un señor inglés: a los menos asentados que él en ciertas convenciones sociales, su frivolidad nos escandaliza. De Serge Lifar, el bailarín ruso(2), vástago de una feudalidad, crianza(3) de una revolución, nos repugna, en cambio, el patetismo insensato de los que él llama sus «Años de hambre». Usted, entre los dos extremos, usted, hijo de médico —médico a su vez, según me dicen—, campesino de nacimiento, católico de familia, colegial provinciano, ambicioso en el ensueño infantil, aplicado en la formación juvenil, proporcionado en el viril éxito, usted, Hans Carossa, es un hombre. El espíritu profundo y genérico de humanidad que se concentra en esta su autobiografía, lo buscaríamos en vano en las páginas del «snob» y en las del vagabundo.
¿Confesaré que la impresión producida por las del primero, cualquiera que sea el encanto confortable que nos proporciona alguna, es, en conjunto, de mentecatez? Cuando Baring nos(4) cuenta que ha llegado en un viaje a Delfos y que allí, ante la estatua de bronce del Auriga, lo que siente es la admiración «por la fidelidad con que su rostro representa el tipo deun cochero de punto», la verdad es que su criterio estético nos impacienta. A Lifar, lo que nos cuesta es creerle: por exceso, sus milagros nos dejan con la misma falta de interés que las menudencias del otro. Pero, en cada una de las evocaciones de infancia, en cada una de sus experiencias de adolescencia, a usted, cofrade, le sentimos hermano. Quizá ni en aquel admirable Le Grand Meaulnes —que tantos admiradores cuenta, en efecto, entre nosotros—, se abre por modo tan perfecto y(5) a horizonte de tal maravilla, ventana de tan entrañable normalidad.
Por esto mismo a alguno de nosotros, a mí en primer término —y aquí y en el interés general del asunto está la doble razón de esta inusitada misiva que me atrevo a dirigirle—, puede extrañar el que, entre los horizontes ofrecidos en perspectiva, ninguno alcance, aunque más de uno se avecine, a aquella región, entre terrenal y celestial, donde nosotros, cristianos, no somos los únicos en haber colegido y afirmado la presencia y asistencia de los Ángeles Custodios. Advierta que, si, al tratarse de los recuerdos de una infancia descreída, esta omisión no me extrañara, todavía me sorprendería menos en los de una infancia rutinariamente devota, superficialmente catequizada al modo actual; donde, por mucho que nos apene el decirlo, parece dicha creencia reducirse al modo y nivel de aquella vaga mitología pueril donde se confinan las ilusiones sobre los regalos de los Magos de Oriente o los del Árbol de Navidad, y que la edad va desvaneciendo, sin más rastro que el de los enternecimientos irónicos. De los belenes navideños de su infancia, usted habla aquí. También habla Baring… Pero, si en éste no produce sorpresa el que todo se quede en nada, ¿cómo explicar que(6), al referirse usted a la «metamorfosis» —a la «Verwandlungen» — de los comienzos de su(7) adolescencia, no haya tropezado con el Ángel aquella su hambre trágica de compañía?
¿Cómo usted, que reconoce en esa edad el impulso a fabricarse un terreno prodigioso, a cuyas riquezas acude siempre para completar las deficiencias del presente, aquel poder endemonológico, todo pasión y fuego, aspirante a las uniones que puedan considerarse eternas, no ha centrado un día su ambición en aquel doble de uno mismo, en aquella tutela superior, que el mismo Sócrates tuvo que adivinar, al sentirse solo, más huérfano que todos los huérfanos, por tratarse, con él, no de una orfandad filial, sino de una orfandad social? ¿Cómo, si ya desde antes, el niño había buscado como confidente de sus cuitas a «uno de los Ángeles de mármol blanco de gran tamaño que están en el portal de la iglesia sosteniendo las pilas de agua bendita para los fieles», y hasta había llegado a sustituir por esta imagen la del confesor, «particularmente en la hora del crepúsculo y nunca sin hallar consuelo», no atinar en que, mejor beneficio de aquella calma, que los mortales en torno no saben dar con sus «palabras muchas veces ásperas y que nunca llegan en el momento conveniente», podía obtenerse en una camaradería espiritual, donde la intimidad más secreta viniese a juntarse con la providencia más alta?… ¡Cuán grave ha tenido que ser el peso del común olvido, en toda una etapa de nuestra piedad, para que también a usted este olvido le haya dejado sin socorro!
Problema parecido hubo de conturbarme algún día, ante la obra —allí no se trataba de recuerdos personales, pero en lo objetivo se presentaba el problema— del novelista francés François Mauriac. En ocasión del homenaje, que se le tributaba, cuando su ingreso en la Academia francesa; y, a pesar de que entonces todavía no me separaba del mismo ninguna de esas abominaciones políticas en que él ha venido a caer más tarde, yo no podía menos de presentarme como un tema de angustia el de saber por qué alguien entrado en la profundidad de las almas y explorador de las mismas con mirada tan poderosa y tan lúcida, no hubiese adivinado en ellas al Custodio. Como, a pesar de haber él conducido hasta el límite de intimidad la observación de cuanto en el hombre interior lleva el signo de la propiedad —posesión activa o pasiva, pasión, pecado, dominación—, hubiese descuidado el otro elemento, aquel que, en la intimidad humana, se refiere al ser —es decir, al problema de la personalidad…—. Así podíamos preguntarnos ya entonces si Mauriac era un alma «naturalmente católica»; es decir, por definición, alguien cuyo pensamiento religioso opera por imágenes. O, más bien, alguien que ha podido quedar desatento para los Ángeles en la misma medida y por la misma razón en que lo había quedado hacia los Santos y hacia los Ritos.
Cosa que, ciertamente, a través de todo el texto de sus memorias, no pudiera sospecharse de usted, hombre, Hans Carossa —Juan Carossa—, cofrade, hermano mío, refrescador, saciador nunca, de nuestra sed por la intimidad biográfica y averiguación de estrella.

(1) su] un Nuevo Glosario
(2)
add. a medias La Vanguardia
(3)
crianza] a medias aventurero La Vanguardia
(4) nos] no Nuevo Glosario
(5) y] om. La Vanguardia
(6) add. si La Vanguardia
(7) su] om. La Vanguardia

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Última actualización: 27 de febrero de 2009