volver
Eugenio d'Ors
presentación | vida | obra | pseudónimos | retratos y caricaturas | galeria fotográfica |dibujos |entrevistas| enlaces       
SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
ANÉCDOTAS SIN CATEGORÍAS

(La Vanguardia, 5-XI-1943, p. 3; recogido en Nuevo Glosario, vol. III, pp. 1.078-1.083)

—«Que el bárbaro sea bien bárbaro y le absolveré».
Así hablaba Octavio de Romeu. El cual, por cierto, se lo decía a un admirado amigo suyo, el gran pintor belga James Ensor, adelantado y profeta del sobrerrealismo y castizo maestro de las más barrocas truculencias. A Ensor, hará unos meses, se le dio por muerto. El poeta Gerardo Diego le dedicó aquí un artículo necrológico; yo anduve en un tris de hacer lo mismo. Pero, en esos tiempos de guerra y de triste ruptura en las comunicaciones, hay que partir —como también decía Octavio de Romeu— del postulado de que nada es cierto. ¡No fueron pocos, y personas de buena fe y de cabeza firme, quienes me aseguraron en ocasión de lo nuestro, haber visto, verbigracia, haber visto con sus ojos caer fusilado a Wenceslao Fernández Flórez! Y ahí le tiene usted, que no sólo no se ha muerto, pero ni siquiera ha leído su discurso en la Academia Española… Volvamos a lo del bárbaro absuelto.
Quiere decir que, cuando uno combate contra una posición intelectual cualquiera, lo que más le irrita es que ésta se le presente camuflada, atenuada engañosamente, envuelta en precauciones oratorias o protegida con pabellones que cubren la mercancía. «Lo que no puedo soportar —citemos siempre al Pantarca— es que a las fortalezas se les pinte la cruz roja de los hospitales». ¿Aquí hay un castillo? ¡Pues que lo proclame enhorabuena! Podremos guerrear noblemente y hasta, si se tercia, parlamentar. Pero que no se haga como quienes van diciendo que, si guerrean, es por un ideal de paz; o como los románticos, que se presentaban como salvajes hirsutos, mientras le daban tres vueltas a la chalina y a la corbata, a ras de patilla; o como el profesor Unamuno, que decía «agonizar», siempre con la mirada puesta en el escalafón; o como el profesor Heidegger, arrimado constantemente al sol que más calienta, en nombre de la «metafísica de la(1) angustia»; o como el sobrerrealista Aragón, de quien aseguraba Picasso: «Aragón se ha sentado, con los pies calentitos, en la butaca de la inquietud»; o como esos genios retirados del mundo, que «viven en la naturaleza» y «no leen periódicos», pero de quienes murmuraba Degas: «¡Otro solitario que se sabe el horario de los trenes!»…
Todo esto viene a cuenta de que a mí, constantemente ocupado por modo teórico, polémico y hasta profesional, en elevar Anécdotas a Categorías, me ha llegado a manos un libro, cuyo contenido es anécdota pura; y anécdota radical, cruda, aséptica, dichosa, y hasta orgullosa de serlo. Y de que este libro me divierte mucho. Y de que no tengo reparo alguno en proclamarlo.
* * *
Una sola vez, por ventura, en el delicioso Batiburrillo navarro, en que José María Iribarren ha reunido, en casi cuatrocientas páginas, un buen par de miles de relatos pintorescos o jocosos, y continuado, con aplicación que se adivina amorosa al antiguo reino de Navarra, la tradición española de las Silvas de varia lección y de los Jardines de Flores curiosas, del siglo XVI, o de los Entes dilucidados, del XVII, o de aquellas Mil y una barbaridades, que alguna mano ya muy anciana puso en las nuestras cuando niños, parece a punto de quebrarse el aludido carácter anecdótico. Y es en ocasión de que, al tratar el autor de carnavales y mojigangas, se empina a hacer su poquillo de filosofía, asegurando, además, que en España nunca ha tenido Carnestolendas el carácter aristocrático y galante que en otros pueblos. En cuya generalización marra, extraviado por las pálidas fotografías de semanarios recientes; y sin noticias, al parecer, sobre los fastuosos carnavales levantinos, ni sobre aquellos archipatricios bailes de máscaras andaluces —donde por mucho tiempo la distinción ambiente fue tal, que ni siquiera se toleró en ellos, por ordinario, el uso de confetti y serpentinas—; ni de las maravillosas «cabalgatas» barcelonesas que mi propia infancia ha alcanzado y cuyos celebrantes no eran siempre menestralía; ni de las fiestas, que hace poco me recordaban en lugar como Villanueva y Geltrú, donde eran atraídos inclusive ricos indianos de otros lugares, que a ellas acudían en lujosos trenes. Para no hablar de la Corte: aun está aquí el marqués de Valdeiglesias, que ni siquiera tendrá necesidad de abrir las colecciones de su Época para compensar las derrotistas informaciones del Mundo Gráfico.
¡Cuán certeros, en desquite, los relatos y apuntes donde nuestro navarro, sin nostalgias ya de Amberes o de Venecia, sin sugerencia de juicio moral alguno, sin alusión, positiva o negativa, a galanterías de Watteau, se ciñe a lo propio, con el expresivismo ácido de un Goya o, a veces, inclusive, con la imperturbable objetividad de un Velázquez! En estos mismos Pamplonas, Tudelas y Tafallas, donde es lamentada la «inhumanidad» del carnavalesco juego del «Ansarón», vivía, según aquél nos cuenta, un cartero, tan acérrimo partidario de Momo, que en los tres días de Carnaval no se quitaba el dominó ni la careta e iba de casa en casa repartiendo disfrazado el correo, como quien cumple un rito o una promesa. Nada más se nos refiere; pero esto, ¿no es ya, clavado, un croquis goyesco?… Otro Goya: «El inventor se llamaba Soteras, y con un armazón de cañas y recubierto de percalinas construyó un aparato volador. El tal Soteras debía de ser hombre prudente y reflexivo. No se fue a las murallas: se tiraba desde el vasar de la cocina y después, escarmentado del talegazo que se arreó, verificaba el lanzamiento desde la fregadera».
En cuanto a la galería de orates, arbitristas, tragantuas, cipóteros y gamberros de Iribarren, ¿cómo dejaría de recordarnos la de los locos y bufones velazqueños? Don José Amando Petrametrio, de Pamplona, publicó—¡y era ayer, como quien dice, en 1934!— una hojita de propaganda, para limpiar el lenguaje de ciertas palabras que a él se le antojaban soeces y groseras; «para sustituirlas por otras más eufónicas y decentes», cambiando también ciertas «expresiones bellacas y sacrílegas, que aparecen injertas en palabras religiosas… ¿Qué es eso de decir tabernáculo, Inmaculada, báculo y sacerdote? En adelante habrá que pronunciar: tabernódulo, Inmacelada, báyulo, sacradote»… También es reciente el caso de Nicolás Giral, inventor del «zapato Giral anti-odorífico» y que luego, en Barcelona, se dedicó a negocios cinematográficos. Y a quien José Mª. Azcona encontró un día agitado y contrariadísimo. —¿Qué te pasa, hombre?, le dijo Azcona. —Que va a pasarme ¡La Lujuria! —¿Qué dices? —La Lujuria, que no me ha llegado; porque ayer me llegó la Ira, pero falló también la Pereza. Voy a hacer la reclamación… Se trataba de películas de la serie Los pecados capitales.
* * *
Se han preguntado a veces los historiadores de la cultura por qué razón, cuando el Renacimiento, pudieron coincidir, en un mismo impulso de reacción contra la filosofía aristotélica medieval, de una parte, el idealismo platonizante de las escuelas y academias italianas; de otra parte, la curiosidad naturalista y experimental de tantos descubridores científicos. ¿La Pisa de Galileo no se sincronizaba, pues, con la Florencia de Marsilio Ficino? ¿La tesis de las ideas innatas, se compadecía con las observaciones de física y de hidráulica sobre los vasos comunicantes o sobre el movimiento de los péndulos?… Se compadecía; y ello, por la simple razón de que no se metía con ellas. Ocurría que la Escolástica anterior, por lo mismo que preceptora de empirismo, oprimiese a la ciencia, a la cual constantemente vigilaba desde el punto de vista de la corrección lógica, a la manera de una institutriz que no deja respirar a sus pupilos a fuerza de vigilante pedagogía. La Academia, al contrario, al igual la Nueva Academia que la Antigua, al declarar ilegal a la ciencia, no la estorbaba en lo de curiosa. Un Paracelso podía hacer mil geniales diabluras en sus retortas, gracias a que se sabía que estas retortas nada tenían que ver con los silogismos.
Parecidamente, a la curiosidad por lo pintoresco le aventaja mucho el encontrarse, cuando para su producción literaria busca lectores, con alguno de estos que andan habitualmente absortos y apasionados en cuestiones ideológicas. Sólo el trabajador cotidiano goza cumplidamente el domingo; y a nadie la polícroma paella encanta más que al avezado a las marfileñas sopas de cada día. Así me encantan las dos mil Anécdotas de quien sólo una ha parecido subir a la Categoría. Y he gustado de interrumpir en ellas mis devociones, como las interrumpiera de buena gana, si me autorizaran a tres días de pintoresco Carnaval. «El gran pecado genérico es la embriaguez», dice mi «Bendición de Mesa» en las oraciones para el creyente en los Santos Ángeles. Pero la médica sabiduría de la Escuela de Salerno había contestado anticipadamente: «Hay que embriagarse una vez al mes».

(1) de la] om. Nuevo Glosario

Diseño y mantenimiento de la página: Pía d'Ors
Última actualización: 27 de febrero de 2009