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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
«PRUNA»

(La Vanguardia, 14-X-1943, p. 3); recogido, con el título «Pedro Pruna», en E. d'Ors, Mis Salones, 1ª ed., 1945, pp. 222-226 [reproducido parcialmente en 2ª ed., 1967, pp. 108-109].

Don José Eugenio de Baviera y Borbón —él se obstina, ahora, en quitarse el «Eugenio»; y yo, en conservárselo, por razones de horóscopo y filosofía de la personalidad, insertas en la tercera parte del Epos de los Destinos(1)—, don José Eugenio, Infante de España y cofrade queridísimo nuestro en la «Academia Breve de Crítica de Arte», la compañía de estricta observancia estética, puesto, según los cánones de su reglamento, en trance de preferir y patrocinar a un artista, a uno solo, para la selección que había de verse expuesta en nuestro reciente primer «Salón», no vaciló un punto y designó al pintor barcelonés Pedro Pruna… Sobre la pelusa natural, ello no dejó de traer cierto asombro a los medios profesionales madrileños.
¿Cómo tan alta y tan académica acogida a quien esos medios reputaban como el tipo clavado del antiacademicismo y de la revolución? Ni siquiera con evocar el nombre de un antepasado de nuestro egregio cofrade, el rey Luis de Baviera, patrono de Wagner y de su Bayreuth, parecía hallar el caso explicación suficiente. Porque lo del rey con el músico tuvo su origen en una afición personal, alimentada en artísticas y hasta místicas comuniones. Mientras que lo del infante con el pintor acontecía sin previo conocimiento alguno y en acto de apreciación crítica desapasionada, con la vista puesta sobre todo en la obra de educación ambiente que el grupo intentaba realizar. Esta apreciación, por otra parte, ve­nía, en el catálogo del Certamen, explanada y justificada por una oportuna connotación de Su Alteza.
Pero ya antes de este acontecimiento había sido mayor aún la sorpresa, y en más ancho ámbito, cuando, hará un bienio, se supo que el vivir de Pedro Pruna se había acercado a la Orden benedictina y había recibido los más cordiales augurios de ella. Adviértase que lo sorprendente no estaba tanto aquí en el nucleal contenido religioso que hubiese en el recíproco impulso, como en la especialidad de la institución monástica a que había venido a verterse. Tratárase de franciscanos y chocara infinitamente menos la cosa: la sentimentalidad del Pobrecito de Asís, ¿no se gozaba en efusiones, en blanduras, en laxitudes y am­plitudes, donde toda ruptura con la norma es perdonada; y absuelta, por la bondad del fondo, la irregularidad formal? Con referencia a la milicia ignaciana inclusive, cabría citar el ejemplo de alguna personalidad contemporánea, en el docente Friburgo, en Friburgo de Suiza, que no hace muchos años llegaba a Nueva York, como bailarín de los Bailes rusos, y que entró de pronto en un apostolado, de cuyo celo y eficacia podría yo tener queja, en el sentido de haberme arrebatado algún discípulo, que, académico antaño bajo mi lección, anda hoy domado por el Peripato más riguroso… Pero episodios patéticos así no parecen adecuados a las exigencias clásicas de puntualidad, habituales a la Orden de San Benito. Debía de mediar aquí una coincidencia con algo de puntual y formal que ya estuviese en el carácter de Pedro Pruna. Y que armonizaba con Montserrat, como había de ar­monizar pronto con la «Academia» y con lo que puede considerarse todavía como Corte.
Este algo me alabaría de haberle calado hace tiempo, si en el diagnóstico se empleara únicamente adivinación y no hubiesen venido a documentarlo tres datos elocuentes, reveladores de cuán lejano permanece este artista a aquellos anárquicos elementos implicados en la vulgar denominación de «bohemia». El primer dato, la guerra civil de España lo proporcionó, inmediatamente asequible a quienes se aplicaron a salvar, a través de ella, los gérmenes delicados de nuestra cultura. Hubo un momento, en la España Nacional, en que el único artista que la España nacional pudo presentar sin anacronismo a los ojos de la crí­tica extranjera, y presentarlo como fervorosamente suyo, fue Pedro Pruna: me refiero, muy concretamente, a cuando desde Burgos fue necesario organizar la representación española en la Bienal de Venecia de 1938. Aquí encontramos nosotros restablecimiento al valor de que nos había desasistido la defección de Pablo Picasso a la causa del orden y de las luces.
Otro dato decisivo. No había que buscarlo, éste, fuera del arte mismo del pintor. Des­igual en sus sucesivas realizaciones, vario en el mérito y hasta aparentemente versátil en la tendencia, una nota esencial le ha caracterizado siempre: su radical oposición al impresio­nismo, algo que podíamos llamar respeto infinito por la soberanía —y hasta diremos por la santidad— del contorno. En una figura dibujada al modo prunesco, la línea delimitati­va, endeble en ocasiones, es siempre, sin embargo, fija; y no consiente ninguna inmer­sión, ninguna confusión del objeto individualizado por ella en la cósmica embriaguez de un conjunto. Cuando se ve al Pruna hombre, abultado y rubicundo, encendido y leonino, semejante a un producto de la geología o de la selva, con el aire de fuerza natural, anterior a cualquier castigo de cultura, se hace difícil entrever hasta qué punto la aséptica intelectualidad asistirá a la producción de su pincel.
Que ni siquiera se diría un pincel, cuya hirsuta profusión esté embebida en grasa pasta. Sino una traducción cromática de la acerada finura de un lápiz-plomo, con su brillante sequedad gris, recortando blancas claridades de luna. Le hemos dicho el menos impresionista: digámosle el menos valenciano de los pintores. ¿Valenciano? Ni veneciano siquiera. Por encima de Valencia y de Venecia —y no hay que decir de Flandes y de Portugal, y aun de Florencia y de Siena—, este arte se va a buscar modelo en lo más antiguo, en las Nupcias aldobrandinas o en los estucos y en los mosaicos de Pompeya.
El tercer dato, aquel que ya ha definido siempre para mí a este que el juicio vulgar pudo considerar sumido en lo telúrico, helo aquí. Con gravitación de sentido opuesto, precisamente, a lo telúrico, continuamente levitado por una ascensión hacia lo angélico, sospecho que Pruna es hoy uno de los hombres adheridos con mayor seriedad a la creencia en la existencia y asistencia de los Custodios.

(1) E. d'Ors, Epos de los destinos, Editora Nacional, Madrid, 1943.

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Última actualización: 9 de marzo de 2009