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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
NOVELAS Y NOVELISTAS

(La Vanguardia, 24-IX-1943, p. 5; recogido en Nuevo Glosario, vol. III, pp. 1.060-1.064)

A tiempo de vivir yo en la calle de Hermosilla, de la que era, en el entonces aquel, Corte de España, vino a abrirse, en una casa frente a la mía, una tienda nueva. Era la de un librero de ocasión, y desde el primer día ostentó su rótulo. En este rótulo se leía: «LIBROS Y NOVELAS ».
Más de un cofrade, al venirme a ver, traía aún en la cara la sonrisa provocada por el rótulo, y entraba con la broma de su medio pleonasmo. Yo le decía entonces: «Gramaticalmente, según los buenos principios del análisis lógico y gramatical, etc., puede que no; pero, comercialmente, tiene razón el buen librero». No se olvide que éste se dirige a dos públicos distintos. ¿Se confunde la clientela interesada en la literatura con la de los lectores de novelas? La diferencia entre las necesidades respectivamente sentidas por la una y la otra impone(1), en el anuncio, cierta discriminación. Es como si precisara, en el de una agencia al efecto, que allí se proporcionaban: «Criadas y amas de cría».
Al cliente de la literatura, el nombre del autor de lo que lee y los datos que acerca del mismo pueda alcanzar, le importan mucho(2). Al cliente de los novelistas —de las novelas, mejor dicho—, nada. Preguntad, a quien os hable de Robinson o de La cabaña del Tío Tom, sobre quien escribió invenciones tan famosas. En un crecido tanto por ciento de los casos, la pregunta conducirá a la comprobación de una ignorancia. O bien, probad de hacerles reconocer en una Enciclopedia el retrato del buen De Foe o de la buena Harriet Beecher-Stowe —éste, resulta incluso probable que lo hayan suprimido en las ediciones recientes—. Pues, no les interesarán, a no ser que les sirva la ortografía del rótulo que acompaña al grabado para algún juego de palabras cruzadas.
Los novelistas editados en largas series escapan en parte, es cierto, a esta condenación. Pero entonces el nombre sirve más bien a título de indicación de clase que de gloria a la fuente. Decíase ayer «una novela de Julio Verne», como hoy se dice «una novela rosa» o «una novela rusa». La enseña imanta aquí la atención del cliente hacia el género, no hacia el mérito. Al cliente, por lo común, aquella indicación le basta. Cierto impresor de Barcelona, adepto de la literaria(3) piratería, obtuvo hace tiempo pingües beneficios, lanzando, sobre todo para el mercado de América, dos interminables series de relatos, cuya confección encargaba a algún archimodesto escriba. Unos eran relatos de aventuras, y otros, de lo que a la sazón se llamaba sicalipsis. Los primeros aparecían uniformemente firmados por Alejandro Dumas; los segundos, por Emilio Zola, cuyo apellido, por aquellos días, se pronunciaba cargando el acento en la primera sílaba. El público, o los públicos (ignoro si eran dos, uno para cada serie, o bien uno para cada continente), se tragaba, insaciable, todos los volúmenes, importándole un ardite su autenticidad.
Debía este público de decirse, como Benvenuto Cellini, en la prueba del escudo, donde, según el(4) Vasari, había cincelado la testa de la Medusa, y con el cual dio, por la noche, susto tamaño a su patrón, que todavía corre: «¡Bueno es el escudo, porque sirve para lo que había de servir!». Al público de la una o de(5) la otra de aquellas series, o de entrambas, con que la lectura le desvelase, ya le(6) era suficiente. Y yo no sé si la gitana del Sacromonte, en cuya cueva, y con ocasión de una zambra, encontré, cuando las fiestas del último Corpus, puesto en la mesa de noche un ejemplar de Rebeca, lo utilizaba para esto o para lo contrario. De lo que estoy seguro es de que nunca había pronunciado el nombre de la minerva productora. Confieso, por otra parte, que igual me pasa a mí.
Cierto que yo soy mal testigo, porque pertenezco casi exclusivamente a una de las clases a que dirigía su doble reclamo el librero de la calle de Hermosilla. Cada día, las novelas me interesan menos; y si no fuera que me regalan bastantes, no leería ninguna nueva. Menos, mucho menos que las demás, me atraen las del tipo que llamaríamos «novela-novela»; quiero decir, las que no frisan, bien, por un lado, en el poema, bien, por el otro cabo, en el ensayo. Todavía, en invenciones casi de magia, como la Zuleica Dobson, de Max Berboom, o en las parábolas casi de filosofía, como el delicioso y demasiado pronto olvidado César Caperan ou la Tradition, de Louis Codet, gloria futura de Perpignan, puede encontrar mi gusto una apetecible dosis de placer. Pero, la verdad, cuando me son explicadas en unas páginas interminables las querellas de la familia Vega y Hernández, muy señores míos, o los secretos de alcoba de Madame Durand, que quiere tanto a Monsieur Dupont, y buen provecho le haga, yo siento en mí una especie de sensación humillante y vergonzosa, como si estuviese mirando a través del ojo de la cerradura en una cámara cerrada. Y esto no es para mí. El malestar llega a su colmo, no sé por qué, si los personajes son ingleses y si la que me coloca en aquella situación es una señora. Quiere ello decir que, a mí, después de la supradicha Rebeca, no hay que venirme, ni con el no-sé-cuántos del viento ni con el no-sé-cuántos de las lluvias… Para meteoros, ya me bastan los filtrados y sufridos por culpa de las mal ajustadas maderas de alguno de los balcones, que me ha tocado en suerte en este expirante veraneo.
Según dicen, a esas novelas tan largas, de producción anglosajona o, por imitación, francesa, y que, a otros que a mí, les han durado últimamente hasta llenar el tiempo de un centenar de baños de sol, les llaman, siempre a régimen de geografía física, «novelas-río». Vaya por el río. Yo las preferiría canalizadas, que no se pudiesen desbordar y de las cuales(7) mi imaginación pudiese apreciar lúcidamente los límites y el orden del fluir. Porque ésta es otra: sobre la repugnancia que me infunde lo privado del argumento, hay todavía la derivada del carácter inorgánico o flotante de la composición, que no permite reducir tales novelas a los regulares esquemas distributivos en que mi mente encuentra satisfacción y reposo. ¡Qué gusto el Quijote, qué gusto tantas narraciones antiguas, en que el relato avanza en una simétrica vertebración, donde cada capítulo encierra, entero, un episodio de la vida del personaje! Para que no se diga que juego sobre valores seguros, pondré al lado del Quijote, en este sentido una novela moderna, una novela muy discutible, aquel Voyage au bout de la nuit, del truculento Celine, más truculento aún que su casi homónimo español, el recentísimo Cela: si en Cela el don de composición, la potencia de estructura parece aún titubeante, en Celine —y era su primera obra— se mostraban esas dotes con el vigor de un clásico. En cuanto a mí, en mi despego, he acabado por juzgar la novelística casi exclusivamente según tal canon… Voy a decir con qué(8) instrumento.
Tomo la novela que he llegado a leer, una vez vencidas las explicadas resistencias. Naturalmente, esta lectura no se hace de un tirón. Al tomar aquélla para alguna nueva sentada, puede ocurrir una de dos cosas: o que reconozca inmediatamente el lugar, y hasta la línea, en que abandoné la lectura, o que me cueste el encontrarlos, para lo cual, en evitación de tanta fatiga, cuido de recurrir al empleo de una señal o «paja». En el primer caso, juzgo la obra buena, hasta revisión a más señores. En el segundo caso, la juzgo mala y, generalmente, de no mediar razones especialísimas, es abandonada su lectura. «Con este sistema —se me objetará—, y de haberlo empleado usted desde mozo, nunca hubiera leído usted a Dostoiewski»… —Pero, ¿quién les dice a ustedes que yo he leído a Dostoiewski?

(1) impone] imponen Nuevo Glosario
(2) mucho] poco Nuevo Glosario
(3) literaria] literatura La Vanguardia
(4) el] om. Nuevo Glosario
(5) de] om. Nuevo Glosario
(6) le] om. La Vanguardia
(7) las cuales] que La Vanguardia
(8) con qué] que La Vanguardia

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Última actualización: 5 de febrero de 2009