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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
MARINA

(La Vanguardia, 21-IX-1943, p. 7; recogido en Nuevo Glosario, vol. III, pp. 1.056-1.060)

Llega septiembre, cuando la sazón de la tierra está ya fatigada por un largo agosto: de tanto arder, dar, fructificar, madurar, ablandarse. Pero el mar, no, que nada ha gestado. Y entonces el mar, así de bravío, es como el esposo demasiado joven de una declinante matrona: más fiero todavía que en sus asaltos, en sus burlas; cuando el mar se ríe de la tierra agostada, se ríe con aquella «risa innumerable» cantada por Esquilo en la boca de Prometeo. Las noches, sobre todo, suenan terriblemente. Hasta que, ya a punta de día, tras del largo clamar y reír, el mar se deja adormecer al cabo. Se ensabana de ligera neblina en estas madrugadas de septiembre. En el aire perla, algún mensaje del sol que vendrá, apunta, acá y más lejos, unos indecisos nácares… Van ahora regresando, entre bucanazos quejumbrosos, las barcas pescadoras.
Esa pululación, silenciosa aún, que las acoge, ¿es de hombres, mujeres y niños que han dormido ya en la playa? Hace un instante hubiérase dicho vacía; pero ya unos pequeños grupos se han formado, en expectación de apariencia vacilante. La indecisión no tarda, sin embargo, en organizar dos procesiones. Una, de portadores de un cable —¿qué razón habrá para que dos en la fila, y luego dos más, en vez de pasarse el cable, se agarren de las manos?—, avanza hacia las olas. ¿Va a entrar en ellas? Entra, sí; pero, no toda. Extrañas diferencias distinguían a los portadores. Tras del hombre casi desnudo iba una especie de camarero de café, con pantalón negro y chaquetilla blanca planchada, y luego, una viejecilla —tal vez joven—, con las andrajosas sayas arrastrando; y luego, alguien cuya impericia(1), que va a revelarse dentro de un momento, cuando el arrastrar en desobediencia a las órdenes del banderola, denuncia la condición de diletante… La otra procesión ofrece más raro aspecto. Grandes bultos negros, ovales sobre sus patas, muévense muy despacio en ella, así grandes escarabajos erectos. Son los descargadores de la red, que van a dejarla tendida espaciosamente sobre la arena. Mientras tanto, solo, en lo alto de la barca mayor, un mozo enciende fuego. Otros fuegos se han alumbrado, apenas más tierra adentro, y que abanican unas mujeres agazapadas. Tras de aquella pared, donde todavía han quedado, pegote indeleble, los rastros de un prehistórico cartel electoral, las subastas de pescado, que la sirena anuncia y que desgranan de arriba abajo sus cifras, deben de hervir.
Pero, nada en esta agitación de mecánico, ni, se dijera, de previsible. Cada actor parece obedecer a una inspiración subitánea, desempeñar su papel al modo que aquellos de la antigua italiana «Commedia dell'Arte», que llevaban la acción acotada, no el texto. Como si el módulo rector fuese estético y no económico. Un conjunto de movimientos rituales se desarrolla ahí con aire de pertenecer efectivamente a un rito, no a una máquina. Hasta dos perros, que se han acercado al romper de las aguas y allí van y vienen, lejos de presentar aquella simetría de reacciones que movió a Descartes a atribuir a las bestias carácter de autómatas, se nos antojan, no sumisos a leyes de necesidad, sino a fantasmas de imaginación.
* * *
De todos los personajes a cuya pesquisa he intentado verter recientemente —«recientemente» quiere decir hace quince años— cierta vena, épica y no ya biográfica, que a Dios plugo transitoriamente prestarme, aquel que más duramente se resistió a entregar la clave de su persona o, dicho de otra manera, su angélica y esencial consistidura, fue Cristóbal Colón. Ni la Reina Católica, con ser mujer, ni el Licenciado Torralba, con haberse pasado nigromante y doctor en herméticos saberes, se recataron hasta ese punto. Y es que, en el caso de Colón, fue él mismo quien se aplicó a embrollar las pistas. Y yo no dí con el secreto de su enigma, dejado a oscuras como estaba por la tropa de los biógrafos eruditos, de los biógrafos novelescos, de los historiadores diplomados y de los patrióticos reivindicadores de partidas de bautismo consultados, hasta la hora en que logré gritar mi «Eureka», al percatarme de cómo, en el supradicho embrollo de pistas, radica justamente la personalidad de Cristóbal Colón.
¿Insigne embustero, pues? ¿Falsificador, simulador, farsante?… ¡Dios mío, qué pronto se sueltan tales dicterios, cuán ligeramente se formulan tales dictámenes! Es como si en nosotros, en el juicio moral, funcionase una máquina tragaperras. Un hombre se sube a la báscula; una moneda la pone en movimiento y sale un cartoncillo que da el peso exacto. Bien, demos por bueno que sea exacto. Lo malo es nuestra pretensión a, con esto sólo, diagnosticar sobre la salud. Al que pesa tantos quilos, como en centímetros pasa del metro su altura, dámosle por sano. Al que menos, o más, por enfermo. Llamamos antonomásicamente «el Bueno» a Guzmán, porque tiró un cuchillo con una frase. Y a Colón, los unos quieren llamarle Santo, porque murió pobre, y los otros, Estafador, porque un día dijo que había encontrado un Continente nuevo y, al día siguiente, que no, que aquello no era más que las buscadas Indias. Como si no hubiese podido creer hoy una cosa y mañana otra cosa distinta, o, si a mano viene, simultáneamente las dos, cada una a merced de una especie de media creencia, que también las hay, y hasta cuartos de creencia y octavos de creencia y fracciones infinitesimales de creencia, así las que ligan al hombre de ciencia más racionalista a determinadas supersticiones.
¿Quién me asegura que el embrollar las pistas de Cristóbal Colón haya sido consciente y utilitario? Por de pronto, la pretensión de no haber descubierto un Nuevo Mundo lo era tan poco, que dejó a explorador más tardío la gloria inapreciable de la denominación… No; los quereres de Cristobal Colón no pueden explicarse como el movimiento de una máquina tragaperras. Ni siquiera romo los reflejos digestivos de un perro de Pawlow. Sino como los movimientos, inteligentes ya, pero no razonables: rituales, sin automatismo; utilitarios, sin duda, pero estéticos aun —movimientos en que el trabajo se mezcla indiscerniblemente con el juego, la necesidad con la libertad, la seriedad con la fantasía—, en que pierden el tiempo y ganan el sustento, tejiendo la trampa con el heroísmo, esos hombres del mar, que entre la neblina del alba anuncian con bucanazos lúgubres la alegría de la buena pesca.
* * *
Cierto, hay una cosa, inventada por miseñores los lógicos, que se llama el principio de contradicción: «Ser o no ser». Y otra cosa, incansablemente propinada por los barbianes de cualquier latitud, que se llama la franqueza brutal: «Al pan, pan, y al vino, vino». Pero todo esto vale como repertorio ideal de tierra adentro. No a orillas del mar. ¿Cómo aquí valdría, si todo eso exige un grado en la estabilidad y en la conceptual cerrazón que aquí, donde hay marea, no pueden tener ni las aguas ni la vida? Ni siquiera las más pesadas realidades inertes. Ni las barcas, que

«Tienen un armonioso balanceo
Y nunca se están quietas
en donde las dejaron».
Como ha cantado Eduardo Marquina. Y donde es ley la ironía —ley de la Pesca, y de la Navegación; ley de la Filosofía también—, válida para cuanto pertenece al imperio de Poseidón. Que Palas malhiere, sin duda, pero que nunca llegará enteramente a matar con su golpe de lanza.

(1) impericia] importancia Nuevo Glosario

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Última actualización: 5 de febrero de 2009