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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
DE LA POESÍA FRANCESA

(La Vanguardia, 5-IX-1943, p. 3; recogido en Nuevo Glosario, vol. III, pp. 1.049-1.053)

La corriente histórica de la poesía francesa discurre entre dos márgenes, de una a otra de las cuales parece muy difícil tender cualquier puente de teórica conciliación. A un lado está, por ejemplo, La Fontaine; al otro, Víctor Hugo. «Si La Fontaine es poeta —me ha ocurrido el soltar, casi malhumorado, alguna vez —, Víctor Hugo no puede serio, y recíprocamente». Sin embargo, ninguna antología general de la poesía francesa deja de comprenderlos a los dos. Testigo, la más reciente, establecida por Marcel Arland y que he visto pulular estos días, a pesar de su obeso volumen, entre finas manos barcelonesas.
Pero la vocación esencial que pueda tener para la poesía la gente francesa —mejor dicho, la lengua francesa, pues yo siempre tendré por más substantivas a las hablas que a las naciones—, ¿cuál es? Y, antes, ¿cuál es el carácter propio de la actividad y de la función poética en los hombres? ¿El de aplicar a la contemplación de lo concreto una inteligencia inspirada, o el de trascenderlo en las vehemencias de la sensibilidad? ¿Aquel según el cual es el primer elemento de la creación poética la imagen, o aquel otro en que vale de tal, primaria o exclusivamente, el grito, o, según decía nuestro Juan Maragall —y aquí el coro general repitió tan copiosamente —, la «palabra viva»? ¿La excelencia de la nominación, o la intensidad del vocativo? ¿El verbo, o la interjección?… Problema éste que se dijera no bien examinado todavía. Y desigualmente, porque mientras los partidarios de la poesía interjeccional, sintiéndose perpetuamente innovadores, han repetido sin cesar sus alegatos, los racionalistas, en la creencia de una sólida posesión tradicional, ni siquiera han articulado cumplidamente su tesis. Allí donde un romanticismo bombardeaba, apenas si el clasicismo le ha opuesto una especie de defensa pasiva.
Representémonos al hombre subhistórico —yo prefiero decir «subhistórico» que «prehistórico», y, desde luego, que(1) «primitivo»: las razones van en otra parte—. Representémosle saliendo de su caverna. Su instinto estético puede ser vertido a dos modos, ejercerse en dos actitudes. O bien ese hombre, lanzado sobre el cosmos, entrará en él con un impulso centrífugo y en él correrá, gritará, saltará, bailará, cantará, mimará el amor y la caza, en juegos cuyo centro de atracción está en cierta oscura voluntad de embriaguez; o bien, devuelto del cosmos a su centro, traerá allí el botín de lo visto, intentará conocerlo mejor, fijarlo, dar a cada objeto su limitada definición, y entonces, con un impulso centrípeto, cuyo secreto cifra la voluntad de memoria, dibujará o grabará, en el muro de su cueva, el contorno de un bisonte o un jeroglífico ritual. No es bastante decir que este último movimiento es el que produce en los orígenes de la civilización las artes ópticas o del espacio, mientras que al otro se deben las artes acústicas o del tiempo: fiesta visual puede ser la danza; y compuesto de elementos acústicos, el rito. Más certero resultará el descubrir, de una parte —en actualidad estética permanente— una constante de «lirismo», para la cual la belleza está en la enajenación; y, de otra parte —no menos permanente— una constante de «magia», gracias a cuyo ejercicio se ambiciona una apropiación de la realidad.
Ahora, acordémonos de la poesía de Homero. El placer que siempre ha producido y probablemente producirá a los humanos, ¿no parece del mismo orden que aquel buscado por el subhistórico al representar el neto contorno del bisonte en la pared de la caverna? ¿No viene de la imagen, de la magia apropiatoria. gracias a la cual cada objeto se rinde a nuestra lucidez?… El epíteto homérico es famoso: se incorpora con mecánica ritualidad al substantivo, se funde con él. El nombre de Minerva es «la-de-los-cerúleos-ojos»; el de Aquiles «el-de-los-pies-ligeros». Mejor dicho, al substantivo se incorpora todo: todo es definición, todo es substancia. Y, en operación de sublime alquimia, cada cosa es llevada a su grado óptimo de perfección: toda materia se transforma en oro. No hay escudo allí que no sea un «bien-trabajado-escudo»; no hay nave que no aparezca preciada por lo fuerte y ligera… Pues bien: sorprenderá tal vez a muchos el que digamos que, en la poesía de todos los pueblos y siglos, quien más se acerca a esa modalidad mágica de lo homérico es, por ventura, La Fontaine. ¡Sí, La Fontaine, el didáctico, el del cazurro sentido común, que casi parece escribir en prosa! Pero a quien ocurre de repetir aquel movimiento de substantivación, por el cual el objeto no es comparado a otro, ni transformado en otro, sino comparado a sí mismo, transformado en sí mismo, en el momento de su mayor excelencia:
«L'onde était transparente, ainsi qu'au plus beau jour»…
Ni parecerá menos imprevisto el que se cite a este propósito a Stéphane Mallarmé o a Paul Valéry. Y, sin embargo, la asociación de ideas en cuya virtud puede hablarse de magia, de «alquimia verbal» o de operaciones parecidas, se ha presentado frecuentemente en la crítica sobre estos dos poetas. En atención a lo más importante, puede omitirse aquí cualquier consideración relativa al nivel de refinamiento en la operación. Tan hechicero se llamará el pastor que cura con un redaño y un abracadabra, como Arnaldo de Vilanova o Paracelso. Tan intelectualista es el diálogo entre «Maître Corbeau y Maître Renard», como el monólogo de Herodías o el apostrofe a la Joven Parca. Y tan ausente del uno como de los otros el verdadero lirismo. Aquella ausencia de lirismo, que en más de una ocasión y según conceptos tan románticos como erróneos, ha movido inclusive a negar a Francia la capacidad de poesía.
O a verla únicamente en la otra orilla. Allí donde están los Víctor Hugo, los Rimbaud, los Claudel; que no en vano se sienten ellos algo así como dinásticamente solidarios. ¡Cualquiera hubiera llevado a Claudel, con todas sus diplomacias y con todas sus ortodoxias, a declararse discípulo de Rimbaud, si no fuese lo mucho que tira —anti-nobleza obliga, lo mismo que obliga nobleza— esa especie de complicidad en la inmensa conspiración contra la inteligencia!
Quizá, al llegar aquí, se me pregunte por Baudelaire… ¡Ah, éste es —me guardaba la consideración(2) para el final— el puente entre las dos orillas, la deseada conciliación. Conciliación que juzgamos casi imposible en la teoría y que nos encontramos con él cumplida en la práctica. Baudelaire, poeta con el poder de imaginación de un Homero, al tiempo con una intensidad en el delirio superior aún a la de Rimbaud. Tan lírico cuando «invita», musical a indolentemente, «al viaje», como definidor cuando caracteriza, entre la de otros «faros» geniales, la pintura de Rubens. Y a quien llamaríamos, con tentaciones de antonomasia, el Poeta, si no acudiése aquí a turbar nuestro enunciado tipológico la tentación de llamarle cabalmente el Artista.

(1) que] om. Nuevo Glosario
(2) consideración] declaración La Vanguardia

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Última actualización: 3 de febrero de 2009